Gonzalo Gamio Gehri[1]
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España)
A casi nada de la segunda vuelta, los ciudadanos no tenemos buenas razones para abrigar esperanzas acerca de la salud de nuestra democracia. Las dos candidaturas que compiten por la presidencia de la República constituyen un serio peligro para la vigencia de los derechos y las libertades individuales, la división de poderes y la supervivencia de las instituciones que sostienen el Estado de derecho en el Perú. La opción fujimorista representa diez años de una dictadura que promovió violaciones de derechos humanos y numerosos actos de corrupción; en los últimos años, las acciones de Fuerza Popular -como grupo mayoritario en el Congreso- produjeron una grave crisis política que costó la salida abrupta de dos presidentes de la República, así como la protección sistemática de personajes severamente cuestionados. La opción de Perú Libre representa, por su parte, la riesgosa combinación entre un discurso encendido y un programa de acción gaseoso e improvisado; pregona un arcaico modelo leninista que defiende el control estatal sobre la economía, así como plantea una condenable estrategia política que sugiere llegar al poder “para quedarse”. En sus declaraciones públicas, el candidato Castillo ha señalado que el Tribunal Constitucional, la Defensoría del Pueblo y otras organizaciones podrían ser desactivadas en nombre de la “voluntad del Pueblo”.
Mientras tanto, el Congreso de la República –el mismo que promovió la vacancia presidencial en plena crisis sanitaria y puso en el poder a Manuel Merino- ha aprobado una nueva Legislatura con el objetivo de modificar la Constitución a su gusto, maniobrando con la mirada puesta en los resultados del domingo 6 de junio. Con seguridad, los parlamentarios están forzando la ley para proceder así y están actuando sin legitimidad alguna. Es de esperar que nuestra Carta Magna sea manipulada y malherida sin el menor escrúpulo, dada la catadura moral y la funesta trayectoria –salvo notables excepciones- de nuestra “clase política” hoy en actividad. Cabe preguntarse si algo podemos hacer, en ambos frentes –el de la campaña electoral y el del Congreso-, para defender nuestra vapuleada institucionalidad política ¿Qué podemos hacer los ciudadanos para enfrentar esta situación?
1.- Un lenguaje de división. La falta de memoria y la crisis que vivimos.
En pleno Bicentenario de nuestra República, somos testigos de la ocurrencia de una profunda crisis ética y política (además de una evidente catástrofe sanitaria). Los especialistas más pesimistas aseguran que tendremos que escoger este domingo entre la corrupción y el caos. Enfrentamos lo que el teatro antiguo describía como un conflicto trágico: los ciudadanos habremos de discernir entre dos males, y no podremos cruzarnos de brazos para limitarnos a observar[2].
Es sin duda un escenario adverso el que los peruanos tenemos que enfrentar, y la verdad es que no contamos con la sabiduría necesaria (¿Quién podría reivindicarla para sí?) para deliberar con lucidez y con una genuina empatía con los sectores más vulnerables de la sociedad. Es importante preguntarnos cómo llegamos a esta situación, aunque es posible que tendrá que pasar un tiempo hasta encontrar una explicación razonable y sólida. Uno de los factores para entender este dilema –sin duda- es la falta de memoria. Resulta increíble que un sector de peruanos sea capaz de hacer abstracción de lo ocurrido durante la dictadura de Fujimori -así como cerrar los ojos frente a la conducta de Fuerza Popular desde 2016-, para colocar a su candidata en la segunda vuelta. Algo similar podría decirse frente a las medidas económicas planteadas por Perú Libre, que nos recuerdan al primer gobierno aprista.
Uno de los graves problemas que se han puesto de manifiesto en esta campaña electoral reside en la aguda polarización política que vivimos. Los seguidores de uno de estos grupos defienden un determinismo de clase social e incluso de etnia; simpatizantes del otro grupo –en particular desde las redes sociales- están difundiendo un discurso racista y macartista absolutamente inaceptable desde la cultura liberal de los derechos humanos. Lo cierto es que desde esta clase de lenguaje de división no puede edificarse ningún proyecto sensato de comunidad política. La presuposición según la cual solo una específica condición de clase social, etnia, nivel de preparación o lugar de nacimiento determina una visión perspicaz de las cosas –los conflictos sociales, el sentido de la historia, el desarrollo, la justicia o las figuras de la libertad- está reñida con lo que sabemos acerca de la vida social y el funcionamiento humano. En un plano ético-político simplemente excluye a sectores importantes de la sociedad del ejercicio de la discusión pública y de la construcción de una sociedad decente. Esa controvertida idea sugiere que, si no formo parte de un grupo socioeconómico, étnico o profesional, si no tengo un determinado fenotipo o no suscribo una ideología puntual, entonces “no puedo comprender” a cabalidad “las exigencias del desarrollo del país” o “las necesidades del Pueblo”. Este punto de vista es argumentativamente falso, éticamente cuestionable y políticamente deplorable. Desliza la tesis de que el diseño de un propósito común resulta imposible.
Es inevitable para mí contrastar este leguaje de división con el discurso público que se fue configurando en el país tras la caída del régimen autoritario de Alberto Fujimori y la asunción del gobierno de transición de Valentín Paniagua. Se apelaba entonces a la idea de ser ciudadano, ser un actor político que se propone construir una república fundada en la igualdad y la libertad de sus miembros, así como garantizar la vigencia del Estado constitucional de derecho. Este proyecto formula la necesidad de desarrollar políticas de inclusión social y reconstrucción de las instituciones. Por ello, el gobierno de transición asumió la tarea de diseñar un eficiente sistema de lucha contra la corrupción, así como la conformación de una Comisión de la Verdad que investigara el proceso de violencia vivido en las últimas décadas del siglo XX. Sólo a través del trabajo público de la memoria sería posible regenerar el tejido social dañado durante el conflicto armado interno y la década autoritaria.
2.- Sobre la capacidad de reunirnos. La sociedad civil y el proceso de reconciliación.
La construcción de una comunidad política implica a la vez el cuidado de la igualdad y el respeto de la diversidad. En estos dos siglos, el lenguaje de la división, así como el intento de imponer un único relato identitario sobre la patria han obstaculizado sistemáticamente este proyecto. En contraste, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) ha señalado de un modo acertado que el proceso de reconciliación social y política se ha trazado el propósito de construir una República de ciudadanos libres e iguales sobre la base del reconocimiento del Perú como una sociedad multicultural, plurilinguística y multiconfesional. El documento hace patente que las diferencias no constituyen un impedimento para edificar una comunidad libre y justa; precisamente la comunicación entre estas múltiples formas de ser, vivir y pensar el país ofrece el material sobre el que podría forjarse nuestra sociedad.
La fragmentación de la sociedad peruana es fruto de una profunda injusticia estructural (la desigualdad socioeconómica, el centralismo, la discriminación, la ausencia del Estado) que favoreció la propagación de una prédica integrista que sembró la muerte en nuestra tierra. Estos factores se convirtieron en el caldo de cultivo del conflicto armado interno[3]. La CVR formuló una serie de recomendaciones y reformas institucionales para combatir las condiciones de la violencia; entregó su investigación a las autoridades del Estado y a la opinión pública para que esta fuese examinada y debatida en la esfera común. Lamentablemente, nuestra “clase política” se opuso visceralmente a discutir el Informe Final. Ahora vemos las consecuencias de esa funesta miopía: las dos opciones de segunda vuelta –cada una a su modo- invocan un lenguaje de división que genera una confrontación irracional entre los peruanos y conspira contra el futuro de la democracia entre nosotros. Ambos grupos promueven convicciones que no permiten edificar un nosotros.
Los ciudadanos tenemos que pensar seriamente en que la vida continuará después de las elecciones de este domingo. Vamos a tener que vernos las caras otra vez, a pesar del tono destemplado que la discusión política ha tomado en el seno de familias y círculos de amigos. El lenguaje de división ha pasado de las organizaciones políticas que compiten en esta campaña a los espacios de la vida cotidiana. Es preciso someter esta situación al juicio cívico, al escrutinio racional del ciudadano en los espacios de la sociedad civil. Se trata de instituciones que median entre los individuos y el Estado, foros en los que se construye el debate público y se configuran acciones de vigilancia del poder. Las universidades, los sindicatos, las organizaciones no gubernamentales, las iglesias, pertenecen a estos lugares de deliberación cívica. Necesitamos forjar consensos públicos sobre asuntos de interés común –temas de justicia, memoria histórica, principios y procedimientos democráticos, libertades sustanciales- que no son negociables.
Hace algunas semanas que diversas instituciones de la sociedad civil – la ONG Transparencia, la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, la Conferencia Episcopal, la Unión de la Iglesias Cristianas Evangélicas del Perú- elaboraron la llamada “Proclama ciudadana– Juramento por la Democracia”, un conjunto de compromisos para la preservación de los principios y las libertades esenciales a un régimen democrático. Se trata de doce puntos que constituyen mínimos democráticos que los candidatos deberían respetar bajo cualquier circunstancia. Suscribir esta carta no constituye un gesto teatral carente de valor. Tanto Keiko Fujimori como Pedro Castillo firmaron el documento y juraron –ante la ciudadanía y con la bandera peruana a la vista- observar cada una de las cláusulas de esta Proclama. La sociedad civil organizada tendrá que diseñar instrumentos de evaluación y seguimiento de la conducta del próximo presidente en materia del cumplimiento de este juramento público.
Si tomamos en cuenta su cuestionable trayectoria y los defectos de sus planes de gobierno, poco podemos esperar de los dos candidatos presidenciales y de sus grupos políticos. Nuestro escepticismo frente a ellos sin duda tiene asidero. Este es el momento propicio para que los ciudadanos nos concentremos en la supervisión crítica de las acciones del nuevo gobierno. Debemos estar dispuestos a deliberar juntos para forjar el juicio cívico y movilizarnos si hace falta. Depende de nosotros que nuestra frágil democracia liberal no se pierda por completo. Necesitamos fortalecer nuestra capacidad de reunirnos, recuperar el proyecto de edificación de nuestra comunidad política, procurando mirar más allá de los duros tiempos que nos esperan. Creo firmemente que no debemos sucumbir al lenguaje de división ni someternos a las políticas autoritarias del mandatario de turno. El sacrificio de nuestros derechos y libertades sustanciales no constituye una opción para quienes no estamos dispuestos a renunciar a nuestra condición de agentes políticos.
[1] Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
[2] Véase Gamio, Gonzalo “Razón práctica y sabiduría trágica. Reflexiones sobre los cimientos filosóficos de una pedagogía ética basada en la deliberación” en: Revista Éthika + Num. 3 (2021) pp. 167-180.
[3] Cfr. Lerner Febres, Salomón “Prefacio” en: Comisión de la Verdad y Reconciliación Hatun Willakuy Lima, CVR 2008 (segunda edición) p. I.