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El Bicentenario y la ética cívica: reflexiones sobre los alcances de nuestro sentido de comunidad

por PÓLEMOS
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Gonzalo Gamio Gehri

Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.


1.- El año del bicentenario, un año crítico.

2021 ha sido un año particularmente difícil, no cabe duda. Miles de peruanos han fallecido, víctimas de la pandemia. A una compleja crisis económica se le suma una grave crisis política, fruto de la irresponsabilidad y la falta de lucidez de nuestra “clase dirigente”. Vivimos una dramática segunda vuelta, en la que los ciudadanos tuvimos que elegir entre dos candidaturas que representan posturas extremas y aparentemente irreconciliables. Los peruanos estamos enfrentando las consecuencias de esta exacerbada polarización.

Estamos habituándonos a coexistir bajo esa situación de permanente conflicto. Es lamentable que todo esto suceda precisamente cuando el país celebra sus dos primeros siglos de vida independiente. La “promesa republicana” de la que hablaba Jorge Basadre –la edificación de una comunidad de ciudadanos libres e iguales- permanece incumplida. En efecto, el naciente Perú coexistió primero con la esclavitud y con el tributo indígena, para luego convivir con prácticas comprometidas con profundas desigualdades que lesionan o truncan la vida de muchos compatriotas por razones de raza, cultura, clase social, sexo y género. Estas formas de exclusión y discriminación, propias de regímenes tiránicos y de sociedades jerárquicas, se mantienen operativas entre nosotros. Los años de estabilidad económica de las últimas dos décadas no implicaron una lucha frontal contra la desigualdad. Tuvimos un breve período de crecimiento, mas no desarrollo real.

En el reciente proceso electoral los peruanos decidimos que el combate contra las desigualdades debía entablarse desde el marco ético y legal de la democracia. Los ciudadanos no estamos dispuestos a negociar el equilibrio de poderes, la cultura de derechos humanos, las exigencias de transparencia en materia de gestión y rendición de cuentas, a cambio de políticas de corte populista o partidario. En ese sentido, tanto el gobierno como la oposición reunida en el Congreso defraudan las expectativas de la opinión pública. La designación de funcionarios sin tomar en cuenta los principios de la meritocracia y la ética pública, el desdén frente a la reforma universitaria y a la reforma política constituyen posiciones que comparten los grupos que encontramos en ambas orillas del espectro político.

El ciudadano suele ser muy crítico con la conducta pública de sus representantes. Esta actitud se justifica plenamente; si se expresa con coraje y perspicacia en el debate público ésta se revela como un legítimo ejercicio de vigilancia política[1]. Es preciso reconocer que el deterioro de la política peruana constituye un fenómeno que se explica por la crisis de los partidos, la debilidad de las instituciones, así como por la ausencia de un proyecto común que trascienda los intereses de facción. Sin embargo, no debemos suponer que los políticos de oficio son los únicos responsables de los males que nos aquejan. En tiempos en los que un candidato a la presidencia persigue judicialmente a la prensa, o que un mandatario se rehúsa a dar razón de sus acciones ante la opinión pública, necesitamos ciudadanos alertas y dispuestos a la participación política. Tenemos que admitir que la apatía cívica agudiza la crisis. El cumplimiento de la promesa republicana solo será posible si los ciudadanos nos comprometemos con el destino de nuestra comunidad política. El logro de la libertad y la defensa de la igualdad son resultado de la acción común. 

 

2.- Las tareas de la justicia básica y la edificación de una cultura política democrático-liberal. Dos dificultades para la forja de ciudadanía.

Necesitamos recuperar el rol de los ciudadanos en nuestra sociedad; de otro modo, jamás existirá un auténtico régimen democrático entre nosotros. Esta es una aseveración verdadera, pero sin duda es problemática. Es controversial porque la posibilidad de forjar y ejercitar ciudadanía enfrenta dos férreas dificultades. Las distintas formas de exclusión socioeconómica y política imperantes en el país impiden seriamente la construcción de una República fundada en la libertad y en la igualdad. También conspira contra este proyecto la ausencia de una cultura política basada en una pedagogía cívica deliberativa. Estas son dos planos esenciales de la construcción de la ciudadanía que se requieren mutuamente y se complementan.

No podemos formar ciudadanos si nuestros compatriotas no adquieren y logran cultivar sus capacidades fundamentales, aquellas que son constitutivas de una vida plena. La pobreza y la exclusión destruyen vidas y conculcan derechos humanos fundamentales. Martha C. Nussbaum –siguiendo una línea de pensamiento abierta por Amartya K. Sen- ha elaborado una lista de capacidades esenciales para alcanzar una vida de calidad: vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica / agencia; otras especies; ocio y juego; control sobre el entorno[2]. Un genuino Estado democrático tendría que ofrecer un marco legal y político adecuado para que las personas pudiesen desarrollar cada una de estas capacidades, así como plantear la construcción de espacios sociales para su libre ejercicio. Este enfoque pone énfasis en la defensa de la igualdad de derechos y oportunidades tanto como en el acceso universal a servicios de salud y educación. Se trata de exigencias de justicia básica desde cuya consideración es posible promover la formación de ciudadanía. Solo atacando las desigualdades y el bloqueo de las capacidades podemos erigirnos como una sociedad sensata y razonable.

Pero existe otra gran dificultad, de carácter político-cultural, de similar importancia. El orden constitucional y el sistema de prácticas e instituciones que configuran la democracia liberal se sostienen en el compromiso de los ciudadanos, compromiso que actualiza a través de la acción política y la deliberación pública. Si el ciudadano no se reconoce en él, no hay forma de preservar las reglas, procedimientos e instituciones democráticas ante el embate de políticas autoritarias. Los compromisos se fundan en sentimientos de adhesión a la comunidad política tanto como en la suscripción de argumentos que cimientan el régimen constitucional. En Estados Unidos y Francia – las repúblicas que sentaron las bases de la cultura política liberal- se edificaron una suerte de religión cívica, para usar una categoría acuñada por Jean Jacques Rousseau, la valoración de un éthos político basado en un sentido fuerte de comunidad y en el cuidado de la libertad. Se trata de un conjunto de ideas y convicciones análogo a las que vertebran el discurso religioso, pero privado de su trasfondo dogmático y sobrenatural. Ellas invocan una lealtad rigurosa a los bienes públicos que no puede construirse sin una paidéia cívica. La escuela y los espacios de educación superior constituyen lugares para el desarrollo de la agencia política.

Resulta lamentable que la escuela peruana no sea por lo general un foro deliberativo. El aula suele ser un recinto autoritario en el que la palabra del maestro se presenta como incuestionable; de hecho, sus decisiones son tomadas como inapelables. Los valores centrales son el orden y la disciplina antes que la búsqueda del conocimiento y el cuidado de la sensibilidad. El ejercicio de la argumentación, el desarrollo de la crítica y el manejo de las evidencias no suelen ser prácticas habituales en la escuela, que se concibe más bien como un centro de “instrucción”. Las universidades privadas, por su parte, han sido asimiladas al espíritu del mercado, se han convertido en empresas que preparan a futuros profesionales para la competencia en el mundo laboral; en la mayoría de los casos, ellas no forman intelectuales ni ciudadanos comprometidos con el mundo de la práxis política. La idea misma de una religión cívica les es completamente extraña. 

 

3.- Repensar nuestras responsabilidades como ciudadanos.

La extrema derecha y la extrema izquierda no son particularmente afines al cultivo de la condición ciudadana. La derecha en su versión neoliberal concibe a las personas como “contribuyentes” antes que como agentes políticos. En su versión conservadora, los sujetos son descritos como “individuos gobernados” o incluso como “suscriptores de un credo”.

Para el radicalismo de algunas izquierdas, únicamente se trata de “trabajadores”, de miembros de una “clase” o de pronto partes de esa cuestionable abstracción denominada “Pueblo”. Unos intentan hacer de los ciudadanos meros agentes económicos, religiosos o culturales; los otros procuran convertir a la ciudadanía en el “Pueblo”. Se mutila así la multidimensionalidad de las identidades personales y se soslaya la faceta humana de ser un ciudadano. Se deja sin examinar asimismo la capacidad de interpelar las convicciones propias o ajenas, así como resistir al yugo de una ideología opresiva y limitadora, cualquiera sea su origen y signo político en particular. Ambas clases de operaciones son altamente criticables y deben ser desenmascaradas por la ética cívica y por la teoría política.

La ética cívica de la que hablamos se enfrenta abiertamente a los populismos (tanto los de izquierda como los de derecha), que buscan incumplir los principios democrático-liberales bajo el pretexto de “servir al Pueblo”, incurriendo, veladamente o no, en prácticas contrarias a la probidad pública y al control político ciudadano. Hace unos días, la ex presidenta del Tribunal Constitucional, Marianella Ledesma, señaló que resulta inconsistente para los servidores del Estado el invocar el bienestar popular y ejercer la función pública sin rendir cuentas de sus actos.

Basta ya de secretismos, de actos reservados bajo cuatro paredes. Cuando se ejerce la función pública se debe hacer de manera abierta y transparente. No hay forma de estar realmente con el Pueblo si se gobierna a espaldas o a escondidas de este”[3].

Tanto la derecha como la izquierda están demostrando no estar a la altura del cumplimiento de las condiciones básicas en materia democrática, el respeto de la legalidad, la transparencia y los requisitos de excelencia en el acceso a los cargos públicos. Ambos sectores del espectro político están esforzándose por desmantelar la reforma política y la ley universitaria; del mismo modo, los políticos de ambos bandos han jugado con la erosión de los principios propios de la vida republicana planteando mociones de vacancia presidencial o de disolución del parlamento. La red Vigilantes ha mostrado en detalle cómo el actual gobierno peruano ha generado severas alarmas en las doce áreas de la Proclama Ciudadana que se habían jurado cumplir hace apenas ocho meses[4]. La cultura autoritaria que ha acompañado el curso de la historia nacional se refuerza en casi todas las facciones que conforman nuestra cuestionable “clase dirigente”. 

El ciudadano debe velar por el buen funcionamiento de las instituciones y asegurarse que el ejercicio de la práctica política pueda sostenerse desde las organizaciones políticas o desde los escenarios de la sociedad civil. Se trata de un desafío complejo, dadas las dificultades que hemos discutido aquí. Un escollo fundamental lo encontramos en el desaliento que suscita en los agentes el aura de invulnerabilidad e impunidad que rodea a los políticos de oficio. Para algunas personas, la crítica y la movilización cívica son formas de actividad política que no producen resultados en el espacio público. Esta situación nutre un fenómeno que Sen y Nussbaum denominan “preferencias adaptativas”: se trata de actitudes que tienen lugar cuando las personas abandonan o recortan deseos y expectativas que identifican como justos pero que consideran imposibles de cumplir a plenitud. Como no parece viable construir una democracia y practicar la libertad política desde el espacio público, entonces habría que renunciar a la democracia y la libertad para sentirnos mejor creyendo que no necesitamos tales bienes públicos para llevar una vida sensata. Desistimos de perseguir bienes o capacidades esenciales porque los juzgamos inalcanzables. Abdicar de nuestra función como agentes políticos permite que autoridades inescrupulosas puedan ejercer el poder sin restricciones ni cuestionamientos. Esto lleva a mucha gente a dejar de actuar como ciudadanos para comportarse como súbditos. La apatía ciudadana debilita las prácticas y las instituciones de la democracia liberal, así como conspira contra la justicia.

Es preciso romper con el círculo vicioso de la desazón y el sentido de impotencia. Las cuestiones de justicia básica y la construcción de una cultura política son complementarias y deben ser atendidas en simultáneo; de otro modo caemos en la “trampa autoritaria” que se plantea posponer la lucha por la democracia y señalar la prioridad de atacar las cuestiones de carácter material. Mientras los actores políticos se ocupan de la justicia estructural, los ciudadanos tendríamos que tolerar prolongados episodios autocráticos. Esa trampa está presente tanto en la agenda de la extrema derecha como en el ideario de la extrema izquierda.  La forja de la cultura cívica no es un “acto segundo”. Solo podemos alcanzar el ethos democrático practicándolo, aún en condiciones de precariedad[5]. La libertad se conquista a través de la acción cívica, no constituye un regalo que recibimos de camino a casa. Necesitamos intervenir en la vida pública para asumir las riendas de nuestras vidas.


Referencias:

[1] Cfr. Gamio, Gonzalo “La cultura de la deliberación” en: Iguíñiz, Javier y Clausen, Jhonatan (eds.) COVID-19 & crisis de desarrollo humano en América Latina Lima, PUCP 2021 pp. 53-64.

[2] Cfr. Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.

[3]https://larepublica.pe/politica/2022/01/05/marianella-ledesma-a-pedro-castillo-basta-ya-de-secretismos-de-actos-reservados-bajo-4-paredes-tribunal-constitucional-tc-video/ .

[4] https://vigilantes.pe/.

[5] Este es uno de los temas principales que discuto en la última sección de mi libro La construcción de la ciudadanía. Véase Gamio, Gonzalo La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política Lima, UARM-IDEHPUCP 2021, quinta sección, A modo de conclusión. Los tiempos de la ciudadanía democrática.

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