Fernando Reviriego Picón
Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad Nacional de Educación a Distancia
Destaca Rivaya que el cine, potente instrumento de educación, ha sido un poderoso aliado en la lucha contra la pena de muerte, no en vano “desde los inicios de la historia del nuevo arte se convirtió en un argumento cinematográfico y las películas sirvieron para lanzar razones contra ella”; así, desde Intolerancia (1916, David W. Griffith) a Pena de muerte (1995, Tim Robbins) pasando por tantas.
“De hecho, el cine de también es un cine contra la pena de muerte, y si se quisiera encontrar otro favorable a ella tendría que ser el que hemos bautizado como cine de la venganza”; y el gran argumento de ese tipo de cine sería, a su juicio, el error judicial, aunque también entrará con gran fuera la del perdedor social, la de la condena que sufren los más desfavorecidos (Rivaya, “Los derechos fundamentales en imágenes. Cine “de” y “contra” los derechos humanos”, Proyecciones de Derecho constitucional, Reviriego Picón, F., Coord., Tirant, 2012). Un posicionamiento en contra asentado, quizá, en el hecho de que “el cine no cuenta simplemente sino que enseña, muestra, pone ante los ojos. Para la sensibilidad de nuestros días, nada más efectivo que representar el miedo atroz, el terror del condenado, y luego la ejecución para convencer a cualquiera de la inhumanidad de este castigo” (Rivaya, “Una imagen vale más que mil palabras. Pena de muerte y cine”, Ficción criminal Justicia y Castigo, Álvarez Maurín, Álvarez Méndez, -Coords.- Universidad de León, 2010).
Y en este cine y lo que se muestra nos centraremos en estas notas en el lugar, la espera y el tiempo.. el tiempo que se acaba.
El lugar o los lugares; todos ellos muy diferentes pero con un idéntico significado.
Y en la espera, la seguridad…“La seguridad es lo primero. No hay radio, ni cine ni televisión, no hay naipes, ni juegos ni ejercicio. No hay espejos, ni botellas ni cristales. No hay cuchillos ni tenedores. El suicidio es imposible. Pueden comer, dormir, escribir, leer, pensar, soñar. Pueden rezar si se sienten inclinados a ello. Pero la mayoría de ellos simplemente.. espera” –A sangre fría (1967, Richard Brooks)-. Seguridad y rutina anotada hasta el más pequeño detalle (hora en que se despierta, hora en que desayuna, hora en que recibe las visitas..) como en Ejecución inminente (1999, Clint Eastwood).
Se recorre la “milla verde” –La milla verde (1999, Frank Darabont)-, se va hacia la “esquina” –A sangre fría (1967, Richard Brooks)-, se pasa la “puerta del infierno” –El ahorcamiento (1968, Nagisa Oshima), etc.
Se piensa en el final: “Andy, ¿en alguno de esos libros se dice qué pasa cuando das el gran salto?.. Que te rompes el cuello y mojas los pantalones..” (charlan entre ejecutados. A sangre fría (1967, Richard Brooks).
Se siente miedo: “Me siento aislado. Siento miedo, dolor. Miedo a ser separado de mis seres queridos. Todos esos miedos”, Ejecución inminente (1999, Clint Eastwood).
Una venganza en la que puede estar de acuerdo el propio condenado; como apunta Dick Hickock (Scout Wilson) en A sangre fría (1967, Richard Brooks): “Colgar a un hombre es vengarse de él, ¿Qué tiene de malo la venganza? Yo me he estado vengando. Claro que estoy de acuerdo, salvo que sea yo al que van a ejecutar”. O en El corredor de la muerte (1996, Tim Metcalfe) donde el acusado renuncia a su defensa: “No quiero que este picapleitos me represente. Lo que yo pido es justicia. Ustedes me hicieron así, ahora mátenme. Presenten los hechos, sean consecuentes y por lo tanto declárenme culpable”; una vez condenado renuncia a la apelación y a la clemencia. “Quiero justicia. No quiero un indulto. Voy a morir colgado de una cuerda. Justicia”.
Y en donde el tiempo puede emplearse en la venganza y en el postrero intento de evitar la condena como en 88 minutos (2007, Jon Avnet): “¿Imagina como sería estar a poco minutos de la muerte ¿Oye el tic tac?”.
Donde el condenado tiene derecho a la muerte, pero no a cualquier muerte, no cabe el suicidio ni dejarse morir.
Como en la conversación que mantiene el Alcaide de la prisión con Truman Capote (Philip Seymour Hoffman) ante la huelga de hambre de Dick Hickock (Mark Pellegrino): “Le meteremos la comida por el brazo. Hace un mes que no come. No tiene derecho a matarse. Ese derecho es del pueblo, del pueblo del Estado. Y yo trabajo para el pueblo” –Truman Capote (2005, Bennett Miller)-.
Y donde la pena puede no querer ejecutarse, como en Box. El caso Hakamada (2010, Banmei Takahashi), cuando las dudas sobre la culpabilidad son muchas; basado en el caso real de un acusado (Iwao Hakamada) que pasó casi medio siglo en el corredor de la muerte y fue excarcelado tras una prueba de ADN.
Esperanza y desesperanza. Deseos de vivir o de que todo acabe; “viviendo la muerte, porque la muerte hay que vivirla en la vida. Luego, en la muerte ya no hay muerte” (Francisco Umbral. Mortal y rosa, 1975).
Como en Sacco y Vanzetti (1971, Giuliano Montaldo) con dos posturas vitales absolutamente diferentes, la de la lucha y de la resignación. O en El corredor de la muerte (1996, Tim Metcalfe) donde el condenado sólo desea terminar ya: “Venga verdugo cabrón. Yo ahorcaría a diez mientras tu ahorcas a uno”. “Schnell” (¡rápido¡), pronunciado por Irma Greese, terrible carcelera de Auschwitz, Bergen-Belsen y Ravensbrück, ejecutada en la horca en diciembre de 1945 tras los juicios de Bergen-Belsen; su ejecutor fue Albert Pierre Point, cuya figura fue abordada en Pierrepoint (2005, Adrian Shergold). O en Ejecución inminente (1999, Clint Eastwood) donde un condenado que se dice inocente simplemente espera: “Voy a un lugar mejor. Tiene que haber un lugar mejor con una justicia mejor. Todo eso es lo que siento”. Y donde la muerte llegar a verse como una salida fácil y un castigo pequeño para el mal realizado, considerándose más justa y severa la prisión perpetua como castigo, como en El secreto de tus ojos (2009, Juan José Campanella).
Terrible la desamparada soledad de Selma (Björk) en Bailar en la oscuridad (2000, Lars von Trier); la música y el baile de sus ciento siete pasos no nos ahorra ni suaviza una pizca de la angustia que nos sacude y acongoja en esos momentos.
Unas imágenes que nos traen a la memoria la despedida del mundo del Pobre en El gran teatro del Mundo de Calderón de la Barca cuando a la pregunta del Mundo “¿Quién va allá?” responde “Quién de ti siempre ha deseado salir (porque era pobre y desdichado). Mira que bien fundo no tener que sentir dejar el mundo” (Calderón de la Barca, P., El gran teatro del mundo, 1655).
Mas antes de ello, la última voluntad, como postrero intento de mostrar algo de humanidad al condenado. Un abanico dispar que nos lleva del habitual cigarrillo (aunque ahora quizá resulte políticamente incorrecto) de Senderos de gloria (1957, Stanley Kubrick) o No matarás (1988, Krzysztof Kieślowski) a los lápices y papel en Monster`s Ball (2011, Marc Foster). En Monsier verdoux (Charles Chaplin, 1946), como queriendo cuidar la salud, el cigarrillo es rechazado por Charles Chaplin, aunque sin ningún comentario jocoso como hubiera sido esperable; en cambio la copa de ron sí que es aceptada en última instancia.
Y, en lo que hace referencia la última comida del condenado, pasaríamos de las cenas pantagruelicas o el champán francés del Marqués en El verdugo (1963, Luís García Berlanga) a la langosta en Pena de muerte (1995, Tim Robbins), pasando por el Cocktail de gambas y cordero asado en Llamada a un asesino (1934, Chester Erskire), el Bistec con patatas fritas y seis latas de coca cola de Ejecución inminente (1999, Clint Eastwood) o las tortitas con caramelo, fresas frescas y nata montada con virutas de chocolate en La vida de David Gale (2003, Alan Parker). Recordemos que fue en Grecia donde surgió esta costumbre de la última comida o última cena. Como se pregunta en voz alta y mientras juegan a las cartas en casa del miembro del jurado que tuvo una actuación decisiva para la condena en el juicio en Llamada a un asesino (1934, Chester Erskire): “¿Qué le gustaría cenar a ud. Si fuera la última cena de su vida?”.
Entre otras muchas voluntades podemos citar esa ironía despreciativa del sistema que le condena –a Carl Panzram (James Woods)- en El corredor de la muerte (1996, Tim Metcalfe), donde las últimas voluntades serán “dejar su cuerpo a su Minnesota natal y una maldición eterna para la humanidad”.
Aunque pueden ser más románticas, como en La Reina de Africa (1952, John Huston), donde la voluntad de Charlie (Humphrey Bogart) y Rose (Katharine Hepburn) es casarse; la boda entre retrasará finalmente el ahorcamiento y permitirá que el torpedo alcance el barco salvándose.
En El chacal de Nahueltoro (1969, Miguel Litín) el último deseo será más simple “Ver a mi madre señor Director”; algo parecido a lo que vemos en Truman Capote (2005, Bennett Miller), tener alguien conocido en la ejecución. “Me gustaría tener un amigo allí”.
De otro tenor absolutamente diferenciado, en Los vikingos (1958, Richard Flescher) será morir con la espada en la mano para llegar al Walhalla, como pide el rey Ragnar (Ernest Borgnine).
En El ahorcamiento (1968, Nagisa Oshima) el deseo es ciertamente más complejo, comprender quién le castiga y si esa entidad tiene derecho a ello, tema que abordamos con anterioridad.
En Bailar en la oscuridad (2000, Lars von Trier), más concreto y angustioso; que le retiren la capucha que acaban de ponerle: “No puedo respirar, me ahogo”, chilla de terror la condena, ciega, poco antes de que la trampilla se abra y la soga le parta el cuello, en una escena final, como ya hemos apuntado, ciertamente sobrecogedora.
La Universidad de Cornell en Nueva Cork realizó un estudio sobre la alimentación en esas últimas cenas llegando a la conclusión de que las comidas eran hipercalóricas; una de las razones apuntadas para este estudio era tratar de arrojar luz sobre las causas de la obesidad incluso en situaciones de máxima tensión. Como podría decir el célebre torero Rafael Gómez Ortega, “el Gallo”, al ver este estudio.. “Hay gente pa´to”.
La última voluntad, pero al revés, la encontramos en Ángeles con caras sucias (1938, Michael Curtiz). La del sacerdote (Pat O´Brien), amigo del condenado, Rockey Sullivan (James Cagney), que pide a éste, no que redima sus pecados ante Dios como seria previsible, sino que pida clemencia y llore al llegar a la silla eléctrica como si tuviera miedo y pánico; ello con el objeto de que los chicos que ven al delincuente como modelo, y con los que trabaja en su parroquia, eviten quizá la delincuencia a la que están abocados.
Momentos terribles los que restan hasta la ejecución y donde el miedo, la angustia, y para algunos la esperanza todavía del indulto, se entremezclan agitados.
Momentos donde, quizá, como Mario Cavaradossi en Tosca, antes del fusilamiento, sientan que hasta ese momento nunca han amado tanto la vida: “L’ora è fuguita / E muoio disperato! / E muoio disperato! / E non ho amato mai tanto la vita! / Tanto la vita!...”