José J. Albert Márquez
Profesor de la Filosofía del Derecho de la Universidad de Córdoba (España). Doctor por la Universidad de Córdoba con la calificación de Sobresaliente “cum laude” y la mención de Doctor Europeo, Profesor de Teoría y Filosofía del Derecho, Derechos Humanos y Derecho y Humanidades
Cumplidos ya setenta años de la promulgación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en diciembre de 1948, un somero análisis de la situación de cumplimento efectivo de los derechos humanos a nivel global ofrece probablemente más sombras que luces. No obstante, recién concluida la más terrible contienda bélica que ha conocido la humanidad y con el ánimo de que los terribles sucesos acontecidos jamás se repitieran, en la inmediata posguerra se emprendió la tarea de positivizar una serie de derechos que abarcaran bajo su ámbito a la humanidad entera. Al tiempo, en la Europa occidental se hacía referencia a un eterno retorno del derecho natural, en una especie de reacción jurídico-axiológica en contra de las consecuencias de los denunciados excesos positivismo legalista. En un mundo, el de mediados del siglo pasado, escindido entre las potencias occidentales de un lado y la Unión Soviética y sus países satélites de otro, puede considerarse un hito histórico la aprobación en 1948 de la Declaración Universal sin un solo voto en contra.
Sin embargo, a mi juicio, los primeros problemas que afectan a la situación actual de los derechos humanos comenzaron a manifestarse entonces, pues las bases filosófico-jurídicas del sistema recién creado no eran firmes. Eleanor Roosevelt, partícipe activa de la Comisión encargada de la redacción del texto de la Declaración, recordaba en sus memorias cómo en los debates preliminares de dicha Comisión, el representante chino aludió a la necesidad de estudiar los fundamentos del confucianismo, a fin de que la declaración no refleja únicamente el pensamiento occidental, y cómo igualmente el comisionado libanés, por su parte, explicó detenidamente la filosofía tomista. Y harto conocida es la anécdota, recogida por Maritain, de que los miembros de la UNESCO participantes en las reuniones en que se discutía sobre los derechos del hombre se mostraban de acuerdo con el listado de derechos consensuado, con la condición de que no se les pregunte el porqué. Nacían pues los derechos humanos sin un fundamento filosófico o axiológico firme. No era, la de la fundamentación, una cuestión fácil, y esta constituye aún, a mi juicio, el principal problema existente para la efectiva aplicación de los derechos humanos. No es de extrañar, por otra parte, que Bobbio patrocinara poco después la idea (que tantos aceptaran) de que el verdadero problema de los derechos humanos no era tanto su fundamentación, como su efectiva aplicación.
Pues bien, durante estos setenta años, y tras la caída del muro de Berlín y los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos, el panorama geoestratégico nos muestra un mundo plagado de incertidumbres. Por una parte, aparece cada vez más globalizado económica, jurídica y políticamente en una especie de movimiento centrífugo, pero al mismo tiempo parece cerrarse centrípetamente sobre sí mismo en determinadas áreas jurídico-político-religiosas. Así, en la estela de la Declaración universal de los derechos humanos, han ido surgiendo declaraciones parciales de derechos particulares en Latinoamérica, África, el Islam…. o simplemente hemos podido percibir el silencio o la negación de tales derechos como ocurre en el caso de extremo oriente. Y los derechos humanos, o son universales, o no son tales derechos humanos. Como indicaba al inicio, una simple consulta a los informes de Naciones Unidas o de las ONG más rigurosas dibujan un panorama en el que, por desgracia, buena parte de la población mundial no vive bajo el amparo efectivo de los derechos humanos, muy posiblemente, en parte, porque sus Estados no son verdaderas democracias. Existe, a mi juicio, una clara relación de reciprocidad entre democracia (material) y derechos humanos (efectivos), hasta el punto de que no resulta aventurado afirmar que sin democracia no puede haber verdaderos derechos humanos, y que sin el efectivo respeto de los derechos humanos no se puede hablar de auténticas democracias. Es este, sin embargo, un tema que excede con mucho de propósito de estas líneas.
Si es un hecho que en buena parte de nuestro mundo globalizado los derechos humanos son negados, entorpecidos o evitados, ello se debe, en mi particular entendimiento, a que tal categoría de derechos no se encuentra debidamente fundamentada a nivel filosófico-jurídico. Y resulta necesario, fundamental, buscar una sólida base a los derechos humanos si realmente queremos tomarnos los derechos humanos en serio. Gregorio Robles apunta varias razones para ello: en primer lugar, resulta necesario fundamentar los derechos humanos por razones de tipo moral (el fundamento último de los derechos humanos ha de ser moral, pues nadie puede proclamar como criterios de justicia ideas o consignas que no sean justificables desde dicho fundamento), pues no podemos defender ni realizar los derechos humanos si no estamos convencidos de su bondad moral, de que pueden ayudar a crear una sociedad más justa; en segundo lugar por una razón de tipo lógico, pues el fundamento delimita materialmente (no solo formalmente) el contenido de esos derechos, en tercer lugar, por un argumento teórico, al menos para los juristas, que deben de fundamentar una teoría de la justicia en la que los derechos humanos tienen un papel fundamental; y, por último, por un argumento de tipo pragmático, pues carece de sentido luchar por algo sin saber por qué se lucha.
En este sentido, entiendo que se puede fundamentar la categoría jurídica de los derechos humanos en el hecho objetivo y universal de la dignidad humana, que genera por sí, ontológicamente, una serie de exigencias objetivas que han de ser siempre y en cualquier caso respetadas y amparadas por el derecho. Como sostiene Jean-Marc Trigueaud, la consciencia colectiva de los derechos humanos proviene de la convicción profunda, progresivamente formada a lo largo de los siglos, sobre el respeto de la naturaleza humana, respeto que fue predicado por la moral cristiana (sobre una base greco-romana), que tiene un valor profundamente humano y universal por reivindicar el valor primordial de la dignidad de la naturaleza humana. A partir de aquí permanece en ella el ideal que constituyó referencia necesaria, de vez en cuando, para encontrar las raíces y los orígenes seguros de ciertas reglas de derecho positivo. Según esta moral, la naturaleza humana es común a todos los hombres, que tienen los mismos deberes y los mismos derechos fundamentales. Es probablemente esta verdad moral la que crea la verdad jurídica y que une a todos los hombres.
Es preciso entonces de inmediato rebatir una objeción clásica al respecto: si se considera que el fundamento de los derechos humanos reside en la moral cristiana, ¿cómo explicar el reconocimiento de estos derechos en otras culturas o religiones? Y, del mismo modo, ¿cómo puede hablarse de universalidad de los derechos humanos si los reconducimos a una u otra moral? En este sentido, como recuerda Mário B. Chorão, es necesario distinguir entre la toma de consciencia de los derechos humanos y la existencia en sí de estos derechos, en cuanto a cualidades inherentes a la persona humana. La existencia de cualidades y facultades inherentes a la persona nunca se puede encontrar condicionada por una moral particular, toda vez que los elementos de la naturaleza humana son siempre los mismos y son inherentes al ser humano tal y como es este, sean cuales fueren los principios morales a los que se adhiera. Por eso la universalidad de los derechos humanos proviene de la naturaleza humana.
Las actuales objeciones más fuertes a la cultura de los derechos humanos, fuera del contexto cultural occidental, suelen basarse formalmente en motivos ético-religiosos: el argumento se puede reducir a afirmar que los derechos humanos reflejan las creencias y valores occidentales, y que por tanto no es legítimo extender tales creencias y valores al resto de la humanidad. Creo que este es un argumento falaz. Amartya Sen así lo ha demostrado respecto de las culturas asiáticas: no son esencialmente incompatibles con la democracia ni con el respeto a los derechos humanos. Para el caso del Islam, es cierto (Samir Khalil Samir) que la carencia en la teología y en la antropología islámica de una categoría asimilable al derecho natural (entendido como punto de partida común a todos los hombres, susceptible de ser compartido y que permita el reconocimiento de los derechos humanos) dificulta la asimilación de la categoría de los derechos humanos en el mundo islámico, pero no es menos cierto que, según este mismo autor, muchos musulmanes atribuyen al derecho natural una dignidad propia y autónoma respecto a la ley religiosa. Este puede ser un buen punto de partida para un diálogo constructivo.
Por otra parte, lo que realmente queremos aquí afirmar como núcleo o base de los derechos humanos es la dignidad ontológica del ser humano (con las dificultades teóricas y prácticas que de ello derivan), objetiva (Spaemann) ciertamente axiomática, pero que señala una peculiar calidad de ser. Esa idea de dignidad humana, a mi juicio, puede ser universalmente entendida sin graves problemas como fundamento último de los derechos humanos en tanto descansa en una concepción antropológica que predica que por una parte, existe una igualdad ontológica entre todos los seres humanos, y por otra, que esa dignidad se impone ontológicamente incluso al ejercicio de la autonomía o al consenso intersubjetivo, que rectamente entendido, puede ser valioso pero no puede sustituir a la verdad de las cosas, sino partir de ella. Nótese además que no se trata ésta de una fundamentación necesariamente anclada al cristianismo. En nuestro ámbito cultural, como ha subrayado José Justo Megías, autores como Hans Jonas o Martin Buber, también apelan a un orden objetivo.
Restaría, desde la genérica idea de la objetiva dignidad humana, la ardua tarea de derivar ciertos derechos universales que puedan concretarse efectivamente en derechos concretos de personas determinadas, so pena de que tales derechos se diluyan en la abstracción que criticó De Maistre, o en la irrealidad que MacIntyre, con mucho tino, le recrimina actualmente. Creo que ese es el camino que inició la Declaración Universal y completaron posteriormente los Pactos Internacionales de 1966. Creer en los derechos humanos no debe ser sinónimo creer en brujas y en unicornios, pero hasta que no seamos capaces, como seres humanos, de fundamentar objetivamente esos derechos en la dignidad humana, la efectividad de estos se podrá seguir justificándose por el cumplimiento de procedimientos puramente formales y dependerá, en el mejor de los casos, de un consenso subjetivo, artificial y variable.