María Aurora López Gueto
Docente de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla
El Derecho romano clásico impuso un estatuto a las mujeres, ya estuvieran sometidas a patria potestad o a la manus del esposo o del suegro (alieni iuris) ya fueran ciudadanas de pleno derecho (sui iuris), que se manifestaría tanto en las normas de derecho de familia y de sucesiones como en materia de obligaciones o en las formalidades del proceso judicial. El acceso en igualdad de condiciones al mundo laboral y de los negocios, la desnaturalización y desprotección de la maternidad o las diferencias inspiradas en el fundamentalismo étnico o religioso, fueron sufridas por las romanas, con independencia de sus patrimonios o de su condición social.
El ordenamiento jurídico procuraba que las mujeres no se desviaran de su trascendente tarea de custodiar las costumbres de los antepasados (mores maiorum) y las transmitieran a sus hijos. En su estudio sobre el término materfamilias, Wolodkiewicz enumerara hasta siete acepciones diferentes, que comienzan en los tiempos arcaicos como referencia a la mujer casada que romper los lazos jurídicos con su familia para integrarse en la familia política y se amplía a cualquier mujer legítimamente casada que había dado hijos a su marido. En la época clásica se denominaba materfamilias a cualquier ciudadana de vida respetable, soltera, casada o viuda, con o sin hijos. Y a ellas se dirige la protección del Derecho pues no fueron merecedoras de ella las esclavas, las adúlteras ni las mujeres que desempeñaban ciertas actividades como el arte escénico o la prostitución.
Cuestiones terminológicas aparte, los romanos consideraban a la materfamilias como una mujer virtuosa, casta, apta para procrear nuevos ciudadanos, y, sobre todo, prudente. Su tratamiento jurídico y social no llegaría a ser igualitario en relación al recibido por el varón pero concitaba el respeto de sus conciudadanos. Las romanas debían realizarse como ciudadanas a través del matrimonio y de la procreación, y sus deseos y anhelos como personas nunca llegaron a interesar a los literatos, los políticos o los juristas. Quizá el más claro exponente de su situación sea que, sobre sus hijos, no tuvieron potestad legal alguna. Los nacidos de matrimonio legítimo seguían la condición jurídica del padre sin que hubiera reconocimiento a la maternidad en el ámbito de la herencia. Ni siquiera en el caso de hijos extramatrimoniales, quienes nacían siendo sui iuris, sin sujeción a poder alguno. Pero, a la vez, se les exigía actuar como un marmóreo pilar que sostuviera a la familia patriarcal.
No era oportuno que las mujeres se representaran a sí mismas, y estaba prohibido que representaran a otras personas en un juicio. Si acaso, pudo interesadamente admitirse que fueran delatoras de otras mujeres, como ocurrió con la premiada liberta Ispala Fecennia en los sucesos de las Bacanales. Tampoco podían juzgar ni ejercer cargos políticos. Los juristas entendieron que el derecho sólo cumplía con su labor limitando sus actuaciones en el ámbito patrimonial, pues la naturaleza las había privado de los atributos necesarios para ejercer la actividad jurídica. Sin embargo, luego se alababa a la materfamilias y el mismo derecho trató de protegerla por su valía para el sistema político y moral.
Pese a todas las trabas y dificultades, la realidad y la actividad constante de las mujeres, justo cuando los hombres estaban en la guerra y las ciudades y los campos requerían de su tesón e iniciativa, acabaron desdibujando las antiguas reglas. Entre los siglos I a. C. y II d. C. se alcanzan cotas importantes de autonomía femenina en el ámbito económico con innegable repercusión en la vida jurídica. A los juristas clásicos les interesaba la actividad de la materfamilias, independientemente de su estado civil, cuando acudía a celebrar determinados actos jurídicos como el testamento o la constitución de su propia dote. Comentemos brevemente esta institución:
En época arcaica, la mujer quedaba incluida en la familia política y no disponía de patrimonio alguno. Puesto que los divorcios no eran habituales, ni tan siquiera el repudio injustificado, la dote quedaba absorbida a perpetuidad en la familia receptora. La viuda era una heredera más del marido que no se veía desprotegida económicamente.
En los últimos siglos de la República romana se produjo cierta tensión entre la realidad familiar, económica y social de las mujeres y los intentos políticos de ralentización de su reconocimiento en el orden jurídico, acentuado con el advenimiento del Principado de Augusto. Hallamos en las fuentes literarias y jurídicas constancia del desempeño por las ciudadanas de numerosas actividades privadas lo que vino a reportarles una cierta independencia financiera y personal. Al consagrarse como habitual el matrimonio libre, la mujer romana conservaba el parentesco jurídico (agnatio) con su familia de sangre sin entrar a formar parte de la familia del marido lo que les permitía mantener el culto familiar a sus antepasados y heredar a sus parientes de sangre (cognatio). Otro hito importante de este progresivo proceso emancipatorio fue el acceso de las ciudadanas al divorcio y a las nuevas nupcias, como venían haciendo los varones, sin acudir a procedimiento judicial o administrativo alguno y sin necesidad de alegación de causa. Tan sólo bastaba con la pérdida de la intención de seguir casada (affectio maritalis). Después de haber vivido en el recato y la modestia propios de una sociedad tradicional y agropecuaria, en los tiempos tardo-republicanos las más privilegiadas pudieron vestir, expresarse e incluso desplazarse por la ciudad haciendo cierta ostentación de su posición.
A partir del siglo III a.C. la mayoría de esposas no entran bajo la manus del marido o del suegro y la disolución del matrimonio por muerte o divorcio suponía la vuelta a su familia. Realmente, aun estando la dote destinada al sostenimiento de la familia, era propiedad de la mujer y los juristas declararon inválidos los pactos por los que la mujer renunciaba a su restitución tras la muerte del marido. Se exigía al esposo, como administrador, la diligencia en la administración, respondiendo por dolo y culpa. Además, la esposa o su padre debían ser consultados en el caso de plantearse determinadas enajenaciones de bienes de valor pues eran los primeros interesados en que no mermara la dote. Muchos pleitos romanos tuvieron por objeto la negativa del esposo tras el divorcio o de la familia del esposo a devolverles la dote íntegramente. La dote era un complemento a la economía familiar en una sociedad de preeminencia masculina, donde las aportaciones del marido eran las principales fuentes de sostenimiento de la casa, obligado a proveer a su familia de vivienda, alimento, vestido, adornos, servicio, gastos de viaje, reparaciones e incluso, los gastos funerarios de la mujer. A veces, el marido o sus herederos restaban de las cantidades a devolver los regalos realizados a la esposa. También se solía alegar la inmoralidad de la mujer, de forma que el marido retenía parte de la dote. Si acaso, la alegación más sensata era que, permaneciendo los hijos con el padre tras el divorcio, se dedicara parte de la dote a sus alimentos.
Realmente, la mujer romana seguía vinculada a la figura masculina y era reconocida y admirada en cuanto cónyuge sumisa, madre abnegada o hija piadosa si el esposo, hijo o padre al que consagraba su vida despuntaba como militar o político, los dos considerados como nobles oficios. Numerosos literatos ensalzaron los valores de célebres romanas como auténticas heroínas y referente de generaciones posteriores. Entre esos méritos se encontraban la pudicitia (pudor), la prudentia, la verencundia (sentido de la vergüenza) y la estricta observancia de los mores maiorum o normas no escritas que, desde hacía siglos, regían la vida de la sociedad romana. Todas esas virtudes fueron igualmente valoradas por los juristas y por el poder político hasta el punto de preservar a las mujeres de comportamientos groseros o irrespetuosos de los varones.
La llegada de Augusto al poder tras la cruenta guerra civil supuso un viraje de las costumbres y de la legislación romana en cuanto a la moral y el concepto de familia. Las clases altas se habían entregado al ocio y a la buena vida y el Príncipe, preocupado por el descenso demográfico en la urbs en contraste con la pujanza poblacional de los territorios conquistados, decidió intervenir en la vida privada de sus súbditos. Una medida importante en este sentido sería la concesión del llamado ius liberorum a las mujeres nacidas libres que, tras casarse, hubieran dado a luz tres veces. También se otorgaba a las libertas, antiguas esclavas, casadas y con al menos cuatro hijos. El ius liberorum, el derecho por haber tenido hijos, fue el equivalente clásico a los premios o incentivos a la natalidad. Era todo un orgullo disponer de este beneficio, y en numerosas inscripciones funerarias femeninas se dejó constancia de haberlo alcanzado. La mayor ventaja concedida a las madres de familia numerosa fue nada menos que la absoluta independencia económica al quedar liberadas de la tutela masculina, aunque hubo otros beneficios referidos al ámbito social como asistir a las celebraciones con ocasión del cumpleaños del príncipe. Por cierto que a los padres se les premiaba a partir del nacimiento de tres hijos con el acortamiento de los plazos para acceder a las magistraturas en tantos años como hijos se tuvieran. Las personas solteras, que sepamos, no lo habrían recibido, aunque se mantenía a los viudos o divorciados de ambos sexos que por los hijos nacidos de su matrimonio anterior. Muy difícilmente serían honradas con ese beneficio mujeres marcadas con infamia.
El gusto por el detalle de los juristas y legisladores romanos planteó la necesidad de discutir sobre casos como la muerte de los niños a temprana edad, el nacimiento de hijos monstruosos o el alumbramiento (algo verdaderamente excepcional) de trillizos o cuatrillizos. También es cierto que el beneficio se concedió a veces a quienes no podían procrear, sobre todo si eran personas cercanas al poder. Porque el sistema de concesión, que era inflexible en ausencia de matrimonio legal se relajaba con la exigencia de haber dado a luz. De hecho, este suceso alcanzó de forma directa al emperador Augusto, pues él y Livia no alcanzaron los requisitos y fueron dispensados por el Senado. Desde finales del siglo I d. C. se abrió un movimiento para relajar la concesión del beneficio y la arbitrariedad en la concesión fue creciendo con el paso de los siglos. Como la principal ventaja para las mujeres fue liberarse de la tutela, y esta institución se fue debilitando, también el ius liberorum fue perdiendo fuerza progresivamente. Si acaso en tiempos de Adriano por las necesidades, una vez más, demográficas, el emperador benefició a las madres de familia numerosa que perdieran a sus hijos para acceder a la herencia de éstos. No es casual: Adriano era un gran admirador de la política de Augusto y promovía el retorno hacia un modelo tradicional de familia engarzado con las leyes augusteas, a la vez que se beneficiaba al Estado por el aumento de la población romana. Con todo, ya en el siglo VI d.C. se acaba por eliminar sus efectos, lo que justifica el emperador Justiniano en su preocupación por las mujeres que ponían en peligro su vida en los sucesivos partos.
Paradójicamente, pese a que el Derecho causaba gran parte de las situaciones injustas que apartaban a las mujeres de sus logros y anhelos, muchas de ellas optaron por recurrir al sistema jurídico más compacto, racional y coherente que conoció la Antigüedad para paliar sus propios efectos nocivos, consiguiendo por diferentes vías (los responsa de los juristas, la actividad del pretor, los rescriptos imperiales) la superación de los arquetipos anclados en un pasado en el que difícilmente se reconocía un Imperio colosal que albergaba en su seno diversas nacionalidades. Nadie mejor que Eva CANTARELLA para definir esa gran paradoja romana:
“Mientras que su incapacidad jurídica se justificó en la imbecilita, la infirmitas sexus, la levitas animi, la iuris ignorantia, o la fragilitas, las romanas se afanaron en conservar un mundo de hombres, llegando a veces al heroísmo más desgarrador”.