Gonzalo Gamio Gehri[1]
Gonzalo Eduardo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.
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Para mi gran amigo Juan José Ccoyllo (1968-2020)
1.- Ideología, estigmatización y propaganda. La teoría de conspiración como género literario.
En el ámbito del trabajo intelectual, un mal signo en el esfuerzo por comprender rigurosamente un fenómeno político consiste en construir “teorías conspirativas” haciéndolas pasar como interpretación lúcida del mismo. La idea de que los males de la sociedad (o incluso del mundo) son exclusivamente responsabilidad de algún grupo de interés – una organización política, una cultura, una “clase” social, un sector de la opinión pública, una comunidad religiosa, una “sociedad secreta”, etc. – que coordina acciones para lograr un control absoluto sobre la conducta de la gente o sobre el curso de la vida de las instituciones, constituye por lo general una lectura confusa y sensacionalista de la realidad social y política. La teoría conspirativa se ha convertido en una suerte de precario género literario, más cercano a la mala literatura de ficción que a una investigación social sólida.
Esta cuestionable actitud frente a la historia nos recuerda nítidamente a la estrategia empleada por los nazis para atribuir a una conspiración judía la ruina de Alemania. El enorme aparato propagandístico desplegado por Hitler y sus operadores propiciaron la política de genocidio perpetrado por el nazismo. El caso del Tercer Reich no constituye una circunstancia histórica aislada o única en su género. Los Estados comunistas del siglo XX no fueron ajenos a esta perspectiva delirante y terrible. Por décadas, el Estado – dirigido por un único partido, pretendido portavoz exclusivo de los objetivos revolucionarios del pueblo – ejerció un control absoluto sobre los diferentes ámbitos de la sociedad, incluyendo los sindicatos y los espacios de la vida íntima. Quien reivindicaba el derecho a discrepar respecto de las medidas oficiales o emitir juicios diferentes a la ideología del partido, era sindicado como un “enemigo de la Revolución”, cómplice del “imperialismo occidental” y proscrito como subversivo. Esta clase de estigma resultaba prácticamente suficiente para que el crítico cayera en desgracia y que perdiera la libertad y con frecuencia la vida.
En general, los regímenes totalitarios de izquierda y de derecha han basado su poder en la construcción de esta clase de relatos virulentos y seductores sobre las acciones de un “enemigo común”, un discurso que les permitió reprimir a grandes sectores de la población y a perseguir a cualquier persona que osase cuestionar algún elemento de su programa político. La apelación a teorías conspirativas constituyó una estrategia reiterada de agitación y propaganda, se convirtió en un instrumento ideológico de cierta eficacia ante un público escasamente informado o cautivo de un discurso irreflexivo y dogmático.
2.- Las cabezas de la Hidra. El mito del “neomarxismo” y la retórica conservadora.
En esta perspectiva de carácter integrista, el otro (el adversario político) siempre es rotulado como militante de una “gran conspiración” que busca derruir las estructuras existentes y socavar sus mentalidades. Es común que el miedo sea un factor importante en la elaboración de estas poco creíbles teorías. En las últimas décadas, un tópico común y recurrente entre los conservadores –fundamentalmente en Hispanoamérica-, consiste en sostener que opera en el mundo un plan urdido por el “comunismo internacional” después de la caída del bloque del Este. Una vez derrumbadas las dictaduras comunistas –según este extraño relato- los agentes del marxismo se propusieron retomar el control sobre las vidas de las personas a través de otras vías. Luego de su fracaso económico, se trazaron el plan de conquistar el mundo de la “cultura”, procurando ejercer un progresivo monopolio ideológico sobre el “lenguaje”, penetrando la comunidad académica y el discurso político “correcto”. Se trataría de capturar el poder sobre las conciencias, elaborando un nuevo “sentido común” que erosione los cimientos de la “tradición occidental y cristiana”.
Este relato busca identificar los nuevos movimientos por los derechos como parte de esta imprecisa “gran conspiración” de tonalidades apocalípticas. Así, los movimientos en favor del cuidado del ecosistema, los defensores del feminismo y de la comunidad LGBTIQ, los promotores del multiculturalismo, los derechos humanos y la democracia participativa serían nítidas manifestaciones de las acciones del comunismo internacional. Estos movimientos representarían, cada cual, una de las cabezas de la monstruosa Hidra, este supuesto plan secreto – financiado por organizaciones específicas, difundido por ONGs colectivistas – para lograr la victoria final y conseguir una hegemonía absoluta sobre el mundo civilizado. Como en el mito de la Hidra, si se cortaba una cabeza, surgía otra. Del mismo modo, cada una de estas versiones del comunismo, al derrumbarse, daría lugar a una nueva versión actualizada, pero inspirada en la misma búsqueda de poder sobre los pueblos.
Se trata de un discurso de dudosa credibilidad entre quienes cuentan con algunas lecturas básicas de filosofía, ciencias sociales e historia, y que se esfuerzan por observar los conflictos del presente sin prejuicios. No veo esa articulación que los conservadores locales denuncian con ese ánimo tan destemplado. Marx consideró siempre los asuntos culturales – que Hegel identificaba como expresión del espíritu objetivo– como meras representaciones de la superestructura ideológica, que buscan legitimar el control de ciertas clases sociales sobre los modos de producción económica. La religión, la literatura, o la política no tienen vida propia, son emanaciones etéreas de la estructura económica. Constituyen para el marxismo ortodoxo formas de falsa conciencia. Este reduccionismo económico fue duramente cuestionado por Adorno, Marcuse y Habermas, por citar sólo algunos exponentes de la Escuela de Frankfurt. Estos autores tomaron distancia respecto del marxismo ortodoxo en la academia y en el terreno político, así como se volcaron a desarrollar la teoría crítica en términos del diálogo entre Hegel, Marx y Freud (para agregar luego a Kant). Estas importantes diferencias teóricas (que produjeron controversias políticas) le resultan irrelevantes al teórico de la conspiración – que no se mueve en el terreno del argumento y de la evidencia -; para él, se trataría de escalones de un supuesto “proyecto revolucionario” del que participarían por supuesto Marx, Lenin, Stalin, pero también los teóricos críticos de Frankfurt e incluso sus adversarios intelectuales posmodernos (Lyotard) y desconstruccionistas (Derridá), entre otros pensadores. Increíblemente, incluso los discípulos actuales de Nietzsche y Heidegger son rotulados como comunistas camuflados, colaboradores de este gigantesco y brumoso plan político-cultural. Todos caen dentro de ese improvisado cajón de sastre de la estrategia del “neomarxismo” y del “marxismo cultural” presuntamente en marcha.
Pero esta misma simplificación la encontramos allí donde los censores de este supuesto plan evocan la cultura y las tradiciones que los conservadores dicen defender. Hace poco tiempo el portal conservador El montonero publicó una entrevista a un conocido abogado internacionalista y antiguo político de la década fujimorista. Señalaba el entrevistado que la forma de resistir a este programa cultural neomarxista consistía en perseverar en la “tradición occidental de la libertad”[2]; bajo estas banderas ubicaba a Platón y Aristóteles, pero también a los filósofos escolásticos, John Locke, Ludwig von Misses, entre otros muchos referentes intelectuales de diverso origen. Mezclaba así sin mayor cuidado tradiciones filosóficas heterogéneas, de controvertido ensamblaje, cuyas conexiones conceptuales tendrían que ser discutidas con rigor. Se trata de “términos paquete” (como también lo son el “neomarxismo”, o la “izquierda”), que pueden resultar útiles para desarrollar estrategias de agitación y propaganda entre periodistas y empresarios con una escasa formación académica y considerable visceralidad ideológica, pero que no pueden ser tomados en serio por personas que apuestan por construir una esfera pública razonable, abierta al trabajo intelectual y a la deliberación cívica. Los conservadores nacionales denuncian una delirante conjura, pero no ofrecen argumentos para rescatar ese supuesto “lenguaje” y trasfondo hermenéutico que les habría sido arrebatado; les basta con sumirse en la mera queja o practicar otra vez el tristemente célebre “terruqueo” contra el oponente. Lamentan con amargura haber perdido el espacio académico, pero han renunciado hace mucho a la disciplina del concepto.
3.- Diversidad, derechos y ejercicio de la política.
Atendiendo fundamentalmente al desarrollo de la filosofía política y a la historia de las ideas, debo decir que las reivindicaciones de derechos que los nuevos movimientos sociales plantean hoy –acaso con la solitaria excepción de los defensores del medio ambiente– tienen una notoria herencia liberal, no marxista. Se siguen de la idea del ciudadano como titular de derechos individuales universales, un agente autónomo, merecedor de un trato igualitario, depositario de un valor intrínseco, no susceptible de negociación. Voy a desarrollar brevemente este argumento.
La defensa de los derechos humanos constituye una de las columnas de la cultura política liberal. Este modo de pensar y de ejercer la vida social y política tuvo el mérito de sacar a la luz problemas fundamentales que involucran la justicia y las libertades básicas de las personas. Es común que en el Perú algunos políticos y periodistas que se autoperciben como liberales -aunque posiblemente no se hayan detenido en los grandes libros de la cultura liberal- aseveren que el núcleo de aquel sistema de ideas reside en la doctrina sola mercatus, solo el mercado salvará a la sociedad. Se trata de una suerte de doctrina catequética que encierra una cierta hemiplejia ética y política en lo que a la filosofía política liberal se refiere, en la medida en que incurre en una visión unilateral de esta perspectiva. El liberalismo defiende tanto la cultura de derechos humanos como la división de poderes, la neutralidad del Estado en materia religiosa, además de la vita activa en la esfera pública como la economía de mercado. Cultiva las libertades de la persona en todas sus dimensiones, incluyendo las políticas y las económicas. No obstante, en el Perú reina la confusión sobre este punto tan básico. En los espacios conservadores se ha sostenido reiteradamente que la lucha contra las izquierdas requiere de una alianza entre el liberalismo económico y el conservadurismo político. Una alianza como esa – tan atractiva para los regímenes dictatoriales de Pinochet y Fujimori – deja poco espacio para el cuidado del liberalismo como tal. Difícilmente puede defenderse desde la democracia liberal esta idea tristemente conocida de combinar mercados abiertos con espacios políticos cerrados.
Pero volvamos a la cultura de los derechos, uno de los grandes hallazgos del pensamiento liberal desde sus inicios. Esta categoría no fue en absoluto bien recibida por los primeros círculos socialistas. Para Marx los llamados entonces “derechos naturales” eran realmente “los derechos del hombre burgués”, una suerte de trampa ideológica en la que el proletariado no debía caer; esta perspectiva nunca formó parte de la agenda intelectual socialista. El compromiso universalista con la dignidad y la libertad de todas las personas al margen de su etnia, cultura, sexo, género, clase social o ideas constituye el corazón mismo del sistema de creencias liberal, y luego de la terrible experiencia de la Shoah y de la segunda guerra mundial se ha convertido en un elemento decisivo del imaginario progresista en las democracias liberales, que incluye a liberales en todas sus versiones, así como a socialdemócratas. La cultura de los derechos humanos es hoy un horizonte normativo que se ha traducido en un sistema local e internacional de justicia que busca proteger los derechos básicos de todos los seres humanos. Ese horizonte moral y legal no podría entenderse sin la obra de Locke y de Kant.
La pobreza y las desigualdades socioeconómicas constituyen graves problemas que impiden el acceso de las personas al ejercicio de derechos básicos y oportunidades concretas para lograr llevar una vida de calidad. John Rawls –en Teoría de la justicia y otros escritos– se pregunta qué principios universales invocaríamos los individuos en condiciones de imparcialidad, situados bajo el “velo de la ignorancia”, para distribuir con estricta corrección “bienes primarios” en la sociedad; llega a la conclusión que estos deberían promover igualdad de derechos y oportunidades para todos, así como atención especial a los sectores más vulnerables de la sociedad[3]. El economista indio Amartya K. Sen, por su parte, discute un nuevo modelo de desarrollo humano basado en la adquisición y el ejercicio de capacidades humanas básicas, que se traduce en la ampliación de libertades sustanciales[4]. Ambos autores se remiten a las raíces mismas de la cultura política liberal. Ninguno de ellos se propone imponer una “igualdad simple”, sino a reducir la pobreza dentro de un marco político institucional fundado en el respeto irrestricto de derechos y libertades personales. Se trata de un liberalismo particularmente comprometido con la idea de justicia social.
La tesis de la acción política como una dimensión crucial de la vida pública democrática es también un factor significativo de la agenda liberal. Los mecanismos representativos y los procedimientos de la democracia son esenciales y necesarios para garantizar un régimen constitucional libre, pero no son suficientes: la política democrática requiere de ciudadanos dispuestos a actuar juntos en los espacios públicos presentes en los escenarios del sistema político y las instituciones de la sociedad civil (universidades, colegios profesionales, sindicatos, ONGs, comunidades religiosas, etc.). El sistema de derechos y libertades que encarnan las sociedades liberales debe ser defendido en situaciones de crisis por ciudadanos comprometidos con aquellos principios y formas de vida.
Los ciudadanos son titulares de derechos, pero también agentes políticos, actores capaces de deliberar y tomar decisiones en conjunto, actividades que sostienen la democracia como un modo de vivir en común. Esta es una idea con frecuencia asociada a Hannah Arendt – una autora de una clara inspiración aristotélica – pero que proviene asimismo de la pluma de pensadores liberales sumamente relevantes, como Alexis de Tocqueville y John Dewey. Tocqueville sostenía que la única forma de revertir las formas de “despotismo blando” generadas por el creciente influjo del individualismo en la vida social pasaba por la construcción de “instituciones intermedias” – en particular la sociedad civil – espacios de acción cívica directa[5]. Dewey cuestionaba el “eclipse de lo público” y exhortaba a los ciudadanos a producir formas de vigilancia política desde estas instituciones sociales[6].
La defensa de la justicia de género está anclada en el principio del trato igualitario para todas las personas. La exclusión de las mujeres de la esfera pública y la desigualdad en el mundo del trabajo es incompatible con el sistema de derechos individuales. Este es un argumento que ha sido desarrollado en la cultura liberal desde los años de John Stuart Mill y Harriet Taylor e incluso antes. La diferencia sexual no constituye la única matriz de contenido de lo masculino y femenino; también existe el género, la configuración sociocultural de esa diferencia sexual, que es de carácter biológico. Para citar un ejemplo obvio de injusticia de género, el confinamiento de las mujeres al ámbito doméstico no tiene ninguna conexión con el hecho de tener un sistema cromosomático y órganos sexuales femeninos. Se trata de una práctica injusta que produce daño personal y social. Distinguir estos niveles y cuestionar estas formas de exclusión constituyen elementos cruciales de la acción política en esta materia[7].
Un argumento similar suele invocarse en el caso de la vindicación de los derechos de la comunidad LGBTIQ. La idea básica es que nadie – ni siquiera el Estado – puede determinar cómo las personas deben expresar su afecto, en la medida en que no se lesionen los derechos de los demás o se vulnere la ley. Cada uno elige su modo de vivir y de amar sin coacciones. El Estado debe dispensar igual trato a todos sus ciudadanos. Esto implica, siguiendo esta línea de reflexión, que quienes forman un vínculo de pareja con personas del mismo sexo tienen derecho a que su unión sea reconocida como legal por el Estado, que puedan heredar y administrar el patrimonio común, etc. Planteada de esta forma, esta perspectiva hunde sus raíces en el pensamiento liberal.
Los debates en torno a las identidades comunitarias y sus derechos – como en el caso de los derechos indígenas sobre la tierra y sus lenguas – tampoco constituyen la expresión de una especie de “arrebato colectivista” sino que convergen abiertamente con las reflexiones liberales sobre la identidad. Piénsese en los escritos de Will Kymlicka sobre los “derechos de pertenencia cultural” o las reflexiones de Kwame A. Appiah y Amartya K. Sen sobre el ejercicio de la libertad cultural. El cuidado de la identidad de las personas implica discutir acerca de la atención sobre el entorno (natural, social y cultural) en el que esta identidad puede o no florecer. Los “derechos de pertenencia cultural” son, en ese sentido, manifestaciones de la invocación al “derecho a ser uno mismo” que supone la interacción con un mundo de significaciones y vínculos sociales que configuran la trama de la vida[8]. Se trata de debates que no han concluido, pero que pueden comprenderse a partir de los desarrollos de la cultura moderna y la ética liberal.
4.- El miedo al otro como fuente política. Consideraciones finales.
Con estas reflexiones he querido llamar la atención acerca de cómo la discusión en torno a los derechos y la diversidad no constituye una manifestación de un “complot marxista”; se trata de ideas que no son extrañas a la filosofía política liberal, sino que entroncan en ella. Allí están los autores y los libros para sostener este argumento. Por supuesto, no estoy aseverando que esta discusión cuente con una fuente exclusivamente liberal; por ejemplo, la preocupación por la protección del medio ambiente nos remite a un planteamiento de origen “posromántico” –un derrotero intelectual inscrito en el ethos del pensamiento moderno-, y así en otros casos. La tesis de la conspiración comunista se desinfla por falta de argumentos y de evidencia. Como decía el teólogo Francisco Chamberlain, no debemos buscar soluciones simples a problemas complejos.
Considero que este recurso a las teorías conspirativas enturbia severamente cualquier atisbo de una auténtica investigación social y política; con él se desciende a lo más oscuro y virulento del terreno de la ideología. Me parece que estas alusiones a la infiltración neomarxista en el corazón de la sociedad se asemeja a otros viejos motivos del imaginario sensacionalista conservador, por ejemplo, la tesis formulada por el tradicionalismo religioso de hace dos siglos, acerca de la existencia de una siniestra “conspiración masónica” presuntamente situada a la base del movimiento ilustrado y liberal, con el afán de erradicar de Occidente todo lo que es valioso y sagrado, en especial, el “orden natural de las cosas” y el antiguo sistema jerárquico[9]. Se trata de una narración similar, la estructura es la misma, el tono hiperbólico también. Entonces, como hoy, el miedo a la alteridad pesaba más que la claridad para entender rigurosamente los problemas. Así, a juicio de ese tradicionalismo, la legítima preocupación ética y política por la libertad, la igualdad y la justicia procedimental no se explicaba a partir de los problemas reales de exclusión y violencia anclados en los regímenes jerárquicos; las ideas liberales solo encarnaban un programa sectario, basado en el resentimiento social y en el odio a la verdadera fe. Algo de ese pathos (así como el espíritu de su curiosa arquitectura literaria) puede encontrarse en el airado alegato actual sobre la “conjura comunista”.
Uno de los problemas de esta penosa actitud amarillista es que para ella no existe forma en que sus hipótesis puedan verse realmente refutadas. A lo expuesto en estas líneas los teóricos de la conspiración replicarán que sí, que es cierto que en los temas de las políticas de atención a la diversidad hay viejos motivos liberales, por la sencilla razón de que el pensamiento propio del liberalismo habría sido penetrado por el comunismo internacional, que habría reescrito su agenda y redefinido susestrategias políticas. Aducirán que el concepto de sociedad civil habría sido acuñado por Gramsci –y no por Hegel y Tocqueville-, aunque esta aseveración sea completamente falsa. Sostendrán que Sen y Rawls son realmente socialistas disfrazados de liberales, aunque esto sea francamente absurdo. Incluso sugerirán que quizás yo mismo soy un comunista o un marxista encubierto –a pesar de que nunca he militado en algún partido de izquierda o que mis escritos se remiten más bien a la ética de Aristóteles, Esquilo, Dewey y Hegel-, y que seguramente estoy sirviendo a esos cuestionables intereses políticos. Quien haya leído estas páginas caerá en la cuenta de que una insinuación como esa resultaría ridícula. Las teorías conspirativas no suelen retroceder ante los argumentos y las evidencias. Se trata simplemente de acomodar, como sea, la realidad para que se adecúe a una hipótesis ideológica, conceptualmente precaria, básicamente propagandística. Flaco favor se le hace al propósito de fortalecer la cultura de la libertad entre nosotros. Sobre la base del miedo hacia el otro no será posible edificar libertad alguna.
Si lo que queremos es pensar rigurosamente nuestra sociedad y sus posibilidades, resulta urgente que nos deshagamos de estas etiquetas y prejuicios funestos. Creo fervientemente en el poder de las ideas como instancias potencialmente esclarecedoras de la práctica. Considero que hay que juzgarlas por su consistencia, por su profundidad y por su encarnación práctica antes que por su origen. Esta extravagante feria de estigmas y estereotipos ideológicos carece de utilidad y degrada la discusión política. El espacio público peruano afronta un crudo invierno intelectual, en el que el trabajo del concepto brilla por su ausencia[10]. En este penoso escenario los apologetas de las teorías conspirativas intentan beneficiarse de esa situación de aridez, en lugar de reflexionar en público y polemizar. Estoy convencido de que una sociedad democrática necesita de la presencia viva de una derecha liberal, de una izquierda humanista y de un conservadurismo abierto al intercambio de argumentos. He aprendido mucho de las agudas meditaciones de autores conservadores como Alasdair MacIntyre, Allan Bloom y G.K. Chesterton, a pesar de no compartir sus tesis centrales por razones filosóficas. No creo que el debate razonado con esos pensadores deba detenerse. No estoy en contra de que exista una posición como esa (o cualquier otra perspectiva intelectual y política) en los foros públicos; este ensayo no debe ser interpretado como un ejercicio de estigmatización, pues es precisamente aquello que pretende cuestionar. El diálogo convoca a todas las voces presentes en la sociedad, siempre que se respeten las reglas básicas de la conversación y se cultive el falibilismo como actitud. Lo que debemos desterrar de los espacios de opinión pública es la opinión infundada, la ceguera voluntaria, el amarillismo y la caricatura, más allá de cuál sea el signo político de su emisor.
Pero encontramos aquí un problema adicional, asociado a la teoría de la conspiración y su modus operandi. Lo que se nos dice es que la cuestión de la desigualdad socioeconómica y la discriminación por razones de cultura, sexo, género o condición social no son fenómenos relevantes por sí mismos que lesionan la idea misma de ciudadanía y minan cualquier proyecto democrático razonable. Para ellos solo son temas de carácter ideológico y de pugna política de facción; aducen que si se trata de temas que han puesto en debate los llamados “sectores progresistas” (sean liberales, socialdemócratas o socialistas), entonces no se trata de problemas reales que hay que enfrentar en la esfera pública, sino asuntos de la supuesta agenda de los nuevos rostros del comunismo internacional que habría que dejar fuera de la discusión académica y cívica. Al punto que han puesto en duda los peligros del cambio climático y desestimado los programas de protección ambiental presentes en los acuerdos internacionales sobre la materia. Craso error. Lo que debería preocuparnos es la cosa misma. Los temas que discutimos son importantes, al margen de su fuente intelectual o política. No tiene sentido privilegiar la denominada “batalla ideológica” o “cultural” (la famosa Kulturkampf) por sobre la atención a los problemas que corroen los cimientos de una genuina cultura política liberal, inclusiva y republicana. Más allá del carácter de los debates públicos en el marco del “juego de fuerzas político”, deberíamos concentrarnos en comprender y afrontar seriamente los conflictos que aquejan a la sociedad.
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BIBLIOGRAFÍA:
[2] https://elmontonero.pe/dialogos/la-ofensiva-cultural-neomarxista .
[3] Cfr. Rawls, John Teoría de la justicia México, FCE 1985; véase asimismo Rawls, John Liberalismo político México, FCE 1996.
[4] Sen, Amartya K. Desarrollo y libertad Buenos Aires, Planeta 2000.
[5] Tocqueville, Alexis de La democracia en América Madrid, Sarpe 1984; 2 tomos. Para un estudio contemporáneo de este tema, ver Bellah, Robert y otros Habitos del corazón Madrid Alianza Universidad 1989 e idem The good society New York Knopf 1991.
[6] Dewey, John La democracia como forma de vida Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana 2017; véase también Dewey, John La opinión pública y sus problemas Madrid, Morata 2004 capítulo IV.
[7] Cfr. Shklar, Judith N. The faces of injustice New Haven and London, Yale University Press 1988 capítulos 1-2.
[8] Kymlicka, Will Ciudadanía Multicultural Barcelona, Paidós 1995.
[9] El relato de la conspiración masónica – construido hace más de dos siglos – sin embargo, todavía tiene alguna vigencia en algunos círculos católicos conservadores. Por mucho tiempo se asoció falazmente el surgimiento de las nuevas ideas liberales a ese movimiento.
[10] Véase al respecto Gamio, Gonzalo “Hábitos de la mente. Acerca del valor de la deliberación pública” en: Pólemos https://polemos.pe/habitos-de-la-mente-acerca-del-valor-de-la-deliberacion-publica/