Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
1.- Nuestro lugar en la fila
Resulta muy extraño y penoso el grado de crispación al que algunos candidatos y grupos están generando en la escena política peruana. A unas declaraciones del presidente de la República ha seguido una tormenta de comentarios dignos de las crónicas más crudas de la historia nacional de la infamia. El presidente Sagasti ha señalado que debe respetarse un orden en el proceso de vacunación en el Perú: primero los profesionales de la salud –que están en la primera fila en la lucha contra la enfermedad-, luego los sectores más vulnerables del país, hasta llegar a la población de menor riesgo. Aduce que los laboratorios solo están cerrando acuerdos con Estados, no con instituciones privadas. Sostiene, además, que no sería correcto que se inmunicen solo quienes tienen dinero.
Estas expresiones han sido recibidas con gran hostilidad por el sector más conservador de nuestra “clase política” y por nuestros autodenominados “líderes de opinión”. Se acusa a Sagasti de ser un “comunista” y de imponer un “igualitarismo que produce muerte”. Estos calificativos se fundan estrictamente en la visceralidad y en la más absoluta ignorancia. Lo que argumenta el mandatario no tiene nada que ver con el marxismo ni con el colectivismo: se funda en la igualdad civil y la búsqueda del bien común, que son principios básicos del pensamiento político liberal y de las democracias liberales. Habría que preguntarles a los promotores de esas plataformas conservadoras y a los trolls de las redes sociales si han oído hablar de los ideales de la Ilustración o si acaso les suena a algo Sobre la libertad de John Stuart Mill. No sorprende esta actitud bajo un clima de “guerra sucia” electoral –en el que lastimosamente todo parece valer-, en tiempos en los que el trabajo de las ideas y el diálogo con la academia parecen haber desaparecido. Esta es una época de ligereza intelectual en la que el examen de las ideologías ha quedado en manos de youtubers y activistas de aquí y de allá. El cuidado del argumento y la evidencia están ausentes en el debate público.
La contradicción salta a la vista. Muchos de los personajes que con razón se escandalizaron por el vacunagate ahora exigen que se tome en cuenta su dinero para lograr un buen puesto en la fila para la inmunización. Se hace a un lado a quienes de verdad tienen prioridad en este proceso de vacunación. Se condena a los ancianos y a los pobres al final de la cola. En el fondo, se reivindica esa antiliberal cultura del privilegio que denunciaban hace solo unos días. Actúan como aquellos que, durante el hundimiento del Titanic, reclamaban que los de clase social más acomodada tenían que ocupar los primeros lugares en los botes. No señores, en una República genuina debemos defender la tesis de que todos los ciudadanos somos libres e iguales. Tienen prioridad los médicos y las enfermeras, así como los grupos de riesgo. Luego vamos los demás.
2.- El sótano de nuestra escena política
Existen grupos que se han propuesto hacer que el aire que corre en nuestro espacio político se torne irrespirable, estimulando la propagación de posiciones extremistas e insensatas. Por un lado, una izquierda irreflexiva que postula la “desglobalización de la economía”; por otro, la rancia ultraderecha conservadora y confesional disfrazada de un supuesto “libertarismo” que, extrañamente, predica los valores tradicionales sobre la vida y la familia. En las últimas semanas, estas tendencias llegaron a su paroxismo cuando un candidato recomendó a una persona que padece una grave enfermedad – que lucha ante los tribunales para que se le permita poner fin a su vida- que se lance al vacío para no comprometer al Estado en esta causa. Este discurso cruel, esa frialdad y esa falta de empatía no son compatibles con la presunta devoción religiosa, de misa diaria, que proclama profesar el candidato en cuestión.
Otro ejemplo de esta situación vergonzosa es la absurda acusación de “genocida” dirigida al presidente Sagasti, acusación que los partidarios de aquella candidatura ultraconservadora tan alegremente deslizan en las redes sociales sin ninguna clase de justificación. Destilan ignorancia en materia legal y mala fe. El genocidio es un delito específico que implica la voluntad de eliminar a un grupo humano o privarlo de libertad por motivos étnicos, culturales o religiosos. Resulta absurdo y violento expresarse en esos términos. Es evidente que existen colectivos y grupos de interés que buscan desinformar y manipular groseramente a la opinión pública, con el único objetivo de ganar réditos políticos.
A un grupo de políticos y de ciudadanos no le preocupa propagar el desconocimiento y el oscurantismo en la esfera de opinión pública. Los juicios de una candidata conservadora a la Vicepresidencia acerca de la condición de las mujeres, su derecho a la realización profesional y el uso de anticonceptivos son francamente inaceptables. Preocupa el nivel de desatención a la ciencia y a la cultura democrática que impera entre estos políticos conservadores. La pobreza de sus opiniones es manifiesta. Estamos hablando, por supuesto, de prejuicios nocivos que indignan, pero su difusión en nuestro medio no sorprende del todo. Se trata de los mismos grupos que explican los conflictos políticos que vive el Perú en la hora presente a partir de un presunto complot “globalista” urdido por la ONG Open Society de George Soros, el Foro de Sao Paolo y los líderes del “comunismo internacional”.
En realidad, nunca he visto una campaña electoral con un despliegue de tantas malas artes como esta. En particular, las redes sociales se han convertido en un campo de batalla en donde ni siquiera se respetan las reglas básicas de una confrontación política democrática. Se ha sustituido el intercambio de ideas por la estigmatización y el agravio sistemático. La mentira, a su vez, se ha convertido en moneda corriente en esta interacción tóxica. Quien no comparte las ideas del bando conservador se convierte automáticamente en un “comunista”, un “rojo”, o un “estatista”. El “terruqueo” se ha elevado a doctrina en medio de un notable desconocimiento no solo del mapa de las ideas políticas, sino también de la ausencia de un análisis razonado de estas ideas. Lo que tenemos hoy en el Perú es un bochornoso desfile de etiquetas sin valor. Hasta Hernando de Soto ha sido calificado por los conservadores como un “izquierdista caviar”. En nuestro escenario político cuentan las etiquetas, no los argumentos, y esto es deplorable. Denunciar “herejías” y proclamar dogmas es incompatible con las prácticas democráticas.
3.- Erosionando la democracia liberal. El nuevo discurso antisistema
Esta clase de discurso envilece la política. Una sociedad democrática y liberal es un foro abierto a una pluralidad de visiones políticas, pero también cuenta con un lenguaje público común, vinculado a la vigencia del Estado constitucional de derecho, el respeto por los derechos humanos, el cuidado de la diversidad, el ejercicio de las libertades públicas y económicas básicas. Este lenguaje común expresa un mínimo de valores públicos esenciales para coexistir en paz y llevar una vida de calidad. Esos son los valores públicos democráticos sobre los que descansa la deliberación política y la discusión legal. Las diferentes ideologías políticas presentes en la sociedad presuponen ese lenguaje público reflexivo y antiautoritario, pues es el trasfondo de la democracia como una forma de vida en común, como ethos. No es un léxico dogmático: podemos examinar y discutir los principios, los conceptos y las metáforas que lo constituyen. Sin embargo, existen ideologías que pretenden socavarlo impunemente, tanto desde la extrema izquierda como desde la extrema derecha. En eso consiste ser realmente antisistema, en intentar destruir ese mínimo común de valores públicos que sostiene una sociedad democrática y liberal.
Se equivoca un sector de la opinión pública cuando detecta la presencia de una ideología antisistema únicamente en las canteras de la izquierda. Se puede ser antisistema y conspirar contra la democracia liberal desde ambos extremos de la arena política. Desde la extrema izquierda, las instituciones y las prácticas de la política liberal son la expresión de una mera “superestructura ideológica”, una proyección etérea de las relaciones conflictivas de clases que se enfrentan para controlar los modos de producción. Desde la extrema derecha, las formas democráticas solo ofrecen el marco legal que brinda seguridad a la competencia entre agentes de interés privado. En un plano cultural, esta derecha está convencida de que existen “instituciones tutelares” –tradicionalmente las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica- que orientan los destinos de la sociedad, brindándole “orden” y “valores”. Como el lector comprenderá, una sociedad así – “conducida” por supuestos “tutores”- no puede ser democrática. Ese proyecto es incompatible con la idea misma del autogobierno ciudadano.
Se es antisistema cuando se pretende erosionar las bases de la economía de mercado, pero también cuando se proclama el abandono de la jurisdicción de las cortes internacionales de derechos humanos, o se propone la salida del país de la ONU, como predica el candidato ultraconservador antes citado. Abrazar el antiguo lema fascista Dios, patria y familia –asociado a Mussolini– como clave de la vida comunitaria es tan antisistema como promover la “dictadura del proletariado” como eje de acción política. Ambos polos ideológicos son autoritarios y radicales. Es justo señalar que en la actual escena electoral peruana ningún grupo político de izquierda plantea una agenda expresamente revolucionaria; hay que recordar que las reglas democráticas excluyen a quienes invocan la violencia como matriz de cambio político. En contraste, sí encontramos un movimiento conservador que enarbola tal cual el estandarte de una extrema derecha antidemocrática. Considero que resulta fundamental que los ciudadanos examinen con cuidado el ideario y los programas de las diferentes organizaciones políticas, a fin de identificar claramente las diversas formas en las que se puede lesionar la justicia y acabar con la libertad.