Barbara Beatriz Yulissa Ramos Arce
Estudiante de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú y Ex- presidenta de la Asociación Civil Derecho y Sociedad. Columnista.
“El mal no tiene cura”
Mario Bellatin, Salón de Belleza,
pág. 42
El regreso del mal
“Esta peste cobró una gran fuerza” escribe Giovanni Boccaccio, allá en el año 1351 “los enfermos la transmitían a los sanos al relacionarse con ellos, como ocurre con el fuego a las ramas secas, cuando se les acerca mucho. Y el mal siguió aumentando (…)”. Uno de los episodios más oscuros de Europa y de sus continentes vecinos fue la aparición de la peste bubónica, enfermedad que cobró millones de vidas y redujo considerablemente la población mundial. Su relación con el color negro yace en el estado putrefacto de la piel una vez que la infección avanzaba, ennegreciendo el cuerpo y llevándolo hasta el colapso.
Fuera de su relevancia para la medicina, la peste negra tuvo una serie de repercusiones sociales que hoy nos sirven para analizar el efecto de los fenómenos de la salud, no solo en el cuerpo y mente, sino también en las relaciones entre colectivos e individuos. ¿Qué ocurrió durante los siglos 16 y 17? Rebrotes de peste negra y junto con ellos, una de las temporadas más fuertes y fatales de la cacería de brujas. Y efectivamente, «la cacería de brujas no era solamente una respuesta al caos, pero también una forma en que el gobierno intentaba controlar la ansiedad de la población» (Christian 2011: 26).
El exterminio de mujeres y niñas durante estos años fue funesta, pero no cae en la calificación de coincidencia. Ante la enfermedad y la muerte, se necesitaba una válvula de escape y no se encontró alguna más accesible, más cercana y absolutamente vulnerable que el de la mujer. Ya en otra oportunidad me he detenido a explicar la figura del chivo expiatorio del filósofo francés René Girard, pero en términos simples, el pensador occidental nos indica que desde las sociedades más antiguas, una comunidad es capaz de purgar sus deficiencias a través de la expulsión o aniquilación de un grupo poblacional mayormente vulnerable y rechazado.
La peste bubónica desapareció y con ella la caza de brujas. No obstante, el fenómeno no ha desaparecido, sino que solo ha cambiado de nombre, de lugar y de personajes. En el universo médico, el VIH es uno de los agentes infecciosos más complejos y nocivos de las últimas décadas. Hasta el día de hoy se discute mucho sobre su origen, sus síntomas y lo más importante, su cura, la cual hasta ahora permanece como un misterio, independientemente de los tratamientos que existen para controlar el avance de la enfermedad. Así como ocurrió con la peste negra hace cientos de años, el VIH y el sida han traído consigo una serie de mitos y fantasmas muy arraigados en la sociedad.
Si alguien consigue desarrollar estos últimos aspectos, es el escritor peruano-mexicano, Mario Alfredo Bellatin Cavigiolo, quien en una de sus obras más célebres “Salón de Belleza” (1994), relata el tedio y la angustia de un protagonista anónimo encargado de una antigua peluquería, ahora transformada en un moridero en donde los hombres, infectados por un mal desconocido, acuden a pasar sus últimos días.
Sobre el estigma de la enfermedad
Tal como ocurrió con la peste negra y con otras docenas de enfermedades alrededor de la historia, la aparición del VIH/SIDA despertó una serie de prejuicios y estereotipos fuertemente arraigado en las sociedades del siglo pasado. Hablar del estigma no es lo mismo que hablar de actos discriminatorios y esto se debe a que el estigma puede definirse como “una ideología que identifica y vincula VIH/SIDA con comportamientos y grupos negativamente definidos en nuestra sociedad” (Jewkes 2006: 359). Los actos de discriminación, por otro lado, son aquellos actos que reducen u obstaculizan los derechos de los pacientes que sufren esta enfermedad.
¿Por qué? Para Aggleton, Parker y Maluwa, “las verdades raíces del estigma asociado al VIH/SIDA descansan profundamente en las estructuras genéricas, económicas, raciales y sexuales que pueden encontrarse en cada sociedad” (2011: 144). Desde un principio, Bellatin deja en claro que el universo del salón de belleza se ha hundido en una vorágine de miseria y desdicha en la cual el personaje principal se acomoda a ver pasar la muerte sin inmutarse, acostumbrando al imparable avance del mal que devora a todos los huéspedes. No es para menos. Es un hecho irrefutable que desde su primera aparición, el VIH/SIDA ha sido relacionado con la pobreza, la suciedad y las practicas inmorales. Ya entre los setentas y ochentas, los norteamericanos “acusaban pues, a los haitianos, especialmente a los inmigrantes ilegales, de llevar la nueva peste de un país de condiciones higiénicas desastrosas a un país limpio y bien organizado (…)” (Grmek 1992: 68).
Y así llegamos finalmente a los hombres que tienen sexo con otros hombres, los HSH[1], quienes son uno de los grupos poblaciones lamentablemente más relacionados al VIH/SIDA. David Black ya mencionaba en 1986 muchos de los sentimientos populares:
«Esta enfermedad- dice una señora norteamericana entrevistada en esa época- afecta a hombres homosexuales, drogadictos, haitianos y hemofílicos, pero gracias a Dios todavía no se ha propagado entre los seres humanos» «Si atacara a todo el mundo sería una crisis terrible», declaraba otro de sus conciudadanos. Y cuando el periodista le preguntó cómo veía la situación si el mal permanecía circunscrito, respondió: «Es el castigo de Dios para los homosexuales» (Black 1986: 29) (Grmek 1992: 75).
Casi treinta años después de “The plague years: A chronicle of AIDS, the epidemic of our times”, estos desafortunados imaginarios aún no desaparecen. No obstante, Bellatin no se aventura a narrar las peripecias de cualquier tipo de HSH, sino que se lanza de lleno en una de las masculinidades más duras y complejas: el travestismo.
Ni héroes ni víctimas: Travestismo y los hombres de Bellatin
Es difícil diferenciar el tono melancólico o irónico del personaje principal. No se detiene en añorar por un futuro mejor ni el hallazgo de la cura para el mal que tantos hombres ha traído a su salón de belleza, sino que enfrenta la enfermedad y el horror que lo rodea casi con tranquilidad. Pero no estamos tratando con cualquier tipo de personaje. Nuestro protagonista se describe y acepta como un hombre que, por lo menos durante su juventud, se vestía con ropas femeninas y mantenía relaciones sexuales con otros hombres, sin perder en ningún momento su identificación con el sexo masculino.
Conocemos este fenómeno como el travestismo. “El travestismo rompe con una matriz de inteligibilidad heterosexual, cuestionando la idea de género como constructo cultural derivado de la diferencia sexual anatómica”, (Barreda e Isnardi 2006: 171) y por lo tanto representan su propio espectro de estereotipos e imaginarios. Precisamente por estos motivos es que la figura del travesti, mucho más que del “hombre homosexual convencional”, es asociada con más dureza a la transmisión del VIH/SIDA, en cuanto “irrumpen la tranquilidad de lo aparentemente “natural”, subvirtiendo el orden de las cosas y creando un fuerte sentimiento de rechazo, burla y estigmatización en la mayor parte de la sociedad” (2006: 175). En algún momento Bellatin nos menciona a dos elementos importantes que demuestran la negatividad alrededor del travestismo: los vecinos y una banda a la cual llama “Matacabros”.
El rechazo hacia los travestis en esta sociedad anónima (sobre la cual podemos intuir sin dificultad que se trata de la peruana y en específico, Lima) se esconde detrás y en medio del terror hacia la propagación de la enfermedad. Bellatin describe cómo una turba de vecinos amenaza con quemar el lugar por considerarlo un poco infeccioso, un nido de bacterias y suciedad. Irónicamente, el protagonista cuenta: “pude leer que pedían que desalojáramos el local de inmediato y que después la junta que habían formado se encargaría de echar fuego, pienso que como símbolo de purificación” (1994:30). Sobre el segundo elemento no hay mucho que mencionar: el rechazo hace el travestismo hace que su persecución se haya transformado (hasta el día de hoy) en un insano deporte.
El protagonista resiste ante la adversidad: reconoce las condiciones insalubres y calamitosas del salón de belleza, ahora convertido en un moridero, y sin embargo se rehúsa a dejar que lo destruyan. Su obsesión con los acuarios, de inicio a fin, no es nada más que uno de sus intentos por encontrar frescura y limpieza en medio de la podredumbre. No acepta el ingreso de medicinas ni de ningún remedio espiritual: el moridero no es un centro de rehabilitación ni una casa de reposo, sino un agujero en medio de la ciudad donde los huéspedes esperan la muerte sin ningún intento por salvarse.
Cabe hablar de una vulnerabilidad individual de los hombres que tienen sexo con otros hombres ante el VIH/SIDA, pues “se han identificado diversos factores individuales como los niveles de autoestima, la homofobia internalizada, las dificultades para establecer intimidad, entre otras” (Schifter, 1998) (Toro-Alfonso 2002, 81). El protagonista describe a su comunidad de HSH como alegre y agradable en cuanto duraron los años de juventud; pasadas estas épocas y avanzado el mal, no queda mucho de qué estar orgulloso, ni un claro sentimiento de colectividad.
Hoy por hoy los movimientos a favor de la defensa de las comunidades LGTBIQ no encuentran inconveniente alguno en defender públicamente su derecho al acceso a la justicia, a la salud, a un trato libre de discriminación y prejuicio. Sin embargo este no siempre ha sido el escenario y Bellatin demuestra que, por lo menos durante los primeros años de la crisis del VIH/SIDA en Lima, la comunidad travesti se mantenía como un secreto urbano y con pocas esperanzas. Jewkes insiste, después de una serie de investigaciones, que “estar médicamente etiquetado como portador del VIH es equivalente a que te digan que has sido elegido para una muerte prematura” (2006: 265). Esto, sumado con un ambiente de homofobia y estigma, explica el por qué la existencia del moridero, el por qué el protagonista se rehúsa a acudir a otros medios para si quiera intentar salvar a sus huéspedes o salvarse el mismo del avance de la enfermedad. Bellatin nos muestra cómo el VIH/SIDA, en poblaciones vulnerables y estigmatizadas, es capaz de destruir hasta la menor intención de sobrevivencia.
La lucha por los derechos humanos
“Al paisaje del sida, de por sí trágico, se le agregan las andanadas del odio y la irracionalidad, vinculadas a la homofobia, pero que no se quedan allí, abarcan un espacio vastísimo donde una enfermedad, tanto más brutal por inesperada, se convierte en el peor delito” (Monsiváis 1996: 80). Salón de belleza solo es un pequeño peekaboo a una realidad aún no del todo conocida, por lo menos en el Perú, en donde los estudios de género y aquellos particularmente basados en la población travesti son contados con las manos.
“Vivimos en una cultura que trata desigualmente a hombres y mujeres. Una cultura que transforma la diferencia en desigualdad social ¿Qué puede esperarles desde esta concepción, a aquellos que decidieron transgredir los mandatos de la madre naturaleza y cuestionar la indiscutible biología?” (Barreda e Isnardi 2006: 169). Poco se haba sobre proyectos o iniciativas desde el Estado que permitan desaparecer o por lo menos reducir gradualmente el espectro de estigmas y actitudes discriminatorias hacia la población homosexual y, en específico, hacia los hombres que tienen sexo con otros hombres. Nadie sabe si los anónimos personajes del universo de Salón de Belleza pasarían por los mismos dilemas existenciales si este se desarrollara en un Perú de iniciados el siglo XXI, pero hoy por hoy, a diferencia de 1994, hay muchas más posibilidades de mejorar la condición de los pacientes de VIH/SIDA pertenecientes a grupos sociales vulnerables.
Roberto López, coordinador para América Latina y el Caribe de la Red Acción Internacional para la Salud afirma que “en el Perú, fuentes oficiales estiman que hay 76 mil personas seropositivas al VIH [y] se calcula que alrededor de 7 mil están necesitando con urgencia este tratamiento [retroviral]”[2] (2011: 151). La protección del derecho al trato igualitario y el derecho a la salud quedaron claros después de la histórica sentencia de Azanca Meza en el Tribunal Constitucional que obliga al Estado a prestar tratamiento retroviral a los pacientes de VIH/SIDA, pero ya ha quedado claro que la discusión no se basa en un plano meramente jurídico.
El horror ante la peste bubónica llevó a la eliminación de millones de mujeres vinculadas con dicho fenómenos por una serie de prejuicios y estigmas arraigados en la sociedad de aquel tiempo. Hoy por hoy, el VIH/SIDA arrastra consigo una serie de mitos y leyendas urbanas que perjudican gravemente, quizá ya no a las mujeres, sino a otros grupos sociales, como son las trabajadoras sexuales y los homosexuales. Pasados cientos de años, y aun pasados miles de descubrimientos tecnológicos, aún no hemos conseguido como especie apartarnos de la búsqueda de un chivo expiatorio.
Bellatin nos deja con una pregunta entre líneas y es que ¿Hasta qué punto el estigma colabora a la expansión de la enfermedad, del llamado mal, de la infección? La respuesta es, naturalmente, una sola y la solución de igual manera. Hasta desaparecer y vencer la cadena de terrores irracionales al VIH/SIDA y aceptar su existencia como una enfermedad que debe ser tratada sin distinción de género, raza ni proveniencia, el mal, tal como indicó Bocaccio hace siglos y Bellatin en los años noventa, seguirá avanzando.