Carlos Alza Barco
Docente y Coordinador de Políticas Públicas y Gestión Pública en la Escuela de Gobierno PUCP y Coordinador del Grupo de Investigación en Políticas Públicas y Gestión Pública PUCP
Vivimos en un mundo heterocéntrico. Canciones, novelas, familia, normas, códigos, fiestas, quinceañeros, chistes y matrimonios están centrados en relaciones entre hombres y mujeres. Si te preparas para salir, te preguntan quién es la novia (si eres hombre), o el novio (si eres mujer); si eres presidente tendrás primera dama, y así el heterocentrismo no sólo existe sino que quiere y busca imponerse con absoluta vocación totalitaria. Todo está estructurado para que así sea, porque así “debe” ser, y cualquier intento por reformarlo es inmediatamente aplacado con el más absoluto, encarnizado y descarado totalitarismo heterocéntrico. Algunos lo llamaron a esto también heterosexualidad obligatoria (Rich, 1980) y más recientemente heteronormatividad (Warner, 1991) refiriéndose a las formas que legitiman y privilegian la heterosexualidad y las relaciones heterosexuales como fundamentales y “naturales” dentro de la sociedad (Cohen, 2005). Las reglas y las normas del derecho forman parte de este fenómeno, estableciendo a través de códigos, leyes y reglamentos las normas e instituciones sobre el sexo, el cuerpo, la familia, la identidad de género, la sexualidad y el matrimonio.
Las nuevas generaciones, sin embargo, van redefiniendo muchas de estas cosas. Se abre espacio para un feminismo que ha ubicado a las mujeres como sujetos iguales en lo formal y con una lucha permanente para su igualdad material. Se redefinen masculinidades y estigmas sobre los comportamientos y relaciones entre personas del mismo sexo en lo que se ha denominado la revolución sexual. Las mujeres salen a bailar solas, los hombres también, hay cada vez más películas y obras de teatro en cartelera con historias de amores homosexuales[1]; hay canciones que –aunque aún con cierta “sutileza”- también hablan de amores gays. En espacios más jóvenes, se celebra la diversidad y hasta es “cool” –con cierto grado de esnobismo- tener amigos gays. Todo esto, sin embargo, no deja de ser –de algún modo- excepcional, materia de escándalo o materia de censura o invisibilización cuando se conoce, y no faltan los bien intencionados esfuerzos del activismo local que lucha por derechos y libertades básicas para la comunidad LGTB[2]. Empero, todavía existe un totalitarismo heterosexual de la vida cotidiana, del sistema jurídico heteronormativo, un paradigma dominante que nos obliga a vivir en mundos utópicos que algunos, felizmente, buscan revolucionar al reconocer los asesinatos, la violencia y los estereotipos y prejuicios que discriminan y afectan a la población LGTB[3].
Antes de 1993, la sexualidad simplemente no existía como parte del discurso internacional sobre derechos humanos. En la “Conferencia Internacional de Derechos Humanos en Viena” de ese año, la Declaración y Programa de Acción pidió la eliminación de la violencia, del asedio sexual y de la explotación contra la mujer. Ese mismo año se firmó la “Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer”. El año siguiente, en la Conferencia Internacional de Población y Desarrollo en El Cairo, el sexo, la sexualidad y la salud sexual ingresaron a los debates internacionales, sin que se produjera su difusión. En 1995 en Pekín, se siguió hablando de derechos reproductivos pero no de derechos sexuales u orientación sexual. En las Naciones Unidas se elaboraron resoluciones sobre el tema que el Perú se negó explícitamente a firmar, tanto en el 2008 como en el 2011. Igual ocurrió en el 2010, cuando la OEA aprobó la Resolución sobre derechos humanos, orientación sexual e identidad de género en las Américas. ¿Por qué esta resistencia permanente a invisibilizar e inclusive a erradicar la diversidad sexual de discursos, realidad y poder estatal? ¿Se trata de un mero esfuerzo de las fuerzas eclesiales? ¿Es que es un mero problema de un Estado no laico que se deja inducir por los denominados poderes fácticos religiosos?
En mi opinión, es mucho más que eso. La diversidad sexual y la interculturalidad son dos elementos absolutamente revolucionarios, su existencia y vigencia, si se logra, cambiaría radicalmente las bases mismas del sistema en el que nos movemos. Cuestiona y remueve los criterios básicos de la construcción de la realidad que “vivimos” hasta ahora y que nos ha llevado a una sociedad excluyente y discriminadora y a un totalitarismo heterocéntrico, celosamente protegido. Más complejo aun cuando se cruzan espacios como la diversidad sexual, por un lado, y el origen étnico y la pobreza, por otro. Por ello existe una permanente resistencia a su vigencia, a su visibilización, a su institucionalización y hasta a su conocimiento. Esta actitud es explicable, aunque no se justifique. No trataré aquí el problema de la interculturalidad, pero si el de la diversidad sexual como revolución (quizá también intercultural), como cambio fundante de un paradigma que durante cientos de años viene siendo el imperante, y que sostiene las relaciones de poder, que muchos no quieren modificar resistiéndose a su inminente suceso.
La sexualidad: del discurso teológico a las relaciones de poder.
La tradición judeo-cristiana ha generado una “proliferación discursiva” fundada en la sagrada familia heterocéntrica y que mantiene el modelo patriarcal básico. La patria potestad del pater familia presente incluso en Justiniano, se ha extendido profundamente en la sociedad occidental, construyendo imágenes del poder centradas en el varón, no sólo respecto del poder institucionalizado, sino inclusive en el poder del espacio íntimo, en la casa y hasta en la cama, como dirían mis amigas feministas. La familia en Latinoamérica ha sido el resultado de una convergencia entre la iglesia católica y las clases dominantes,
“cuyo ideal, la utopía del mando irrestricto del patriarcado, se transparenta en unas cuantas acciones: monogamia de aplicación unilateral (sólo para las mujeres), ocultamiento o negación del placer, uso político de prohibiciones (y tolerancias) sexuales, elevación de la ignorancia al rango de obediencia de la ley divina y de la ley social, represión enaltecida a nombre del deseo de una mayoría jamás consultada al respecto.” (Mosiváis, 1995)
Con ello surge el odio a lo diferente, la manipulación de los prejuicios y el desarrollo de una nación patriarcal, continúa Mosiváis. La sexualidad diversa ataca precisamente estas formas más profundas de estructura de poder, por lo que resultó mejor condenarla a la animalidad.
Es recién en el siglo XVIII, con la aparición de la modernidad, que se produce una “proliferación discursiva en torno al sexo” (Foucault, 1984). Hasta ese entonces, la discusión sobre la sexualidad era básicamente teológica, concentrada en la valoración moral de la procreación, la identificación con la sagrada familia y la indiscutible separación de roles entre hombres y mujeres. Ella siempre seguirá al marido, y él siempre será el pater familia. Después y durante el siglo XIX, la sexualidad se convirtió en un asunto de especialistas médicos, educadores y penalistas. El derecho penal serviría para criminalizar la inmoralidad y servir de protección a la comunidad de conductas eventualmente dañosas. La fuerza de la tradición judeo-cristiana que hace aparecer al matrimonio y a la sagrada familia como centro de la “naturalidad” humana, hicieron que la discusión sobre la sexualidad sea fundamentalmente reproductiva. Cualquier otra práctica sería antinatural, contraria a los fines reproductivos y, por tanto, lejana de los designios divinos sobre el cuerpo. Los términos médicos abundaron, y conllevaron a la comprensión de otras prácticas sexuales distintas al coito vaginal heterosexual como disfuncionales o perversas: onanismo (autoerotismo), safismo (lesbianismo), sodomía e invertidos (homosexualismo), entre otras.
Un tiempo después, la antropología desarrolló una perspectiva crítica sobre la sexualidad. El relativismo cultural de Malinowski o las visiones etnográficas de Margaret Mead fueron introduciendo la “reflexión antropológica al tema de la diversidad sexual al evidenciar la existencia de un conjunto de costumbres sexuales que resultaban legítimas más allá del canon hegemónico occidental.” (Bracamonte, 2001:15). A esto se sumó la sexología desarrollada ampliamente con Kinsey en los Estados Unidos, entre otros varios investigadores.
Es recién hacia 1897 cuando Magnus Hirschfeld planteó la iniciativa del Comité Científico Humanitario, lanzando una campaña pública en defensa de los homosexuales. Poco después aparecería, entonces, toda una corriente en la que se vincula la diversidad sexual al género y la construcción cultural de los roles, “desde esta perspectiva se desarrolla todo un aparato crítico que devela cómo el género se construye culturalmente para naturalizar las relaciones sociales, sexuales y políticas existentes entre los sexos”. Sólo después, y muy recientemente, la sexualidad fue vinculada con “la construcción de la identidad, las relaciones de poder y los derechos humanos” (Bracamonte, 2001:16).
La aparición en la esfera pública de las personas gays, lesbianas, trans y bisexuales también debe de ser leída como el reconocimiento no de un “otro”, sino como el reconocimiento a que cada uno necesita tener la libertad de vivir su vida del mejor modo posible y el Estado debería tener el fin de potenciar dichas facultades en los individuos y no restringirlas. Dicha aparición y ver la sexualidad como una parte importante del ser humano en las sociedades modernas es parte de un proceso reflexivo de la persona:
“En un nivel más personal, sin embargo, el término “gay” trajo con él una diseminada referencia a la sexualidad como una cualidad o propiedad de la identidad personal. Una persona “tiene” una sexualidad, gay o diferente, que puede ser reflexivamente asumida, interrogada y desarrollada” (Giddens, 2000:23).
El manto sagrado con el que se cubre la sostenibilidad de la especie humana ha sido otro elemento distractor y opositor para la emergencia de la diversidad sexual en el espacio público, político e institucionalizado. El heterocentrismo ha mantenido unidas la sexualidad, la reproducción y los afectos, para convertirlos en la tríade argumentativa que sustenta la vigencia de un modelo de relaciones de poder fundadas en la dominación del varón sobre la hembra, y en la que cualquier proceso que cuestione o modifique ese modelo sea expulsado y soterrado hasta lograr su aniquilación. Una apertura hacia la diversidad sexual cambiaría profundamente los moldes estéticos, la industria del vestido, del calzado, las reglas de relacionamiento, del protocolo, de la conformación de familias, y de las reglas de la identidad hoy fijadas en la bipolaridad física de un cuerpo con pene y otro con vagina denominados hombre y mujer respectivamente. Sexo, reproducción y afectos terminan vinculados inescindiblemente, negando cualquier otra posibilidad.
El derecho no está exento de esta realidad. Por el contrario, un instrumento de típicas características autopoiéticas como el derecho, constituyen un círculo de eterno retorno que recibe inputs de ese sistema de valoraciones y criterios sobre la forma de mantener las relaciones de poder existentes y, a su vez, retroalimenta el sistema con outputs que lo hacen cada vez más heterocéntrico.[4]
Cuando el Estado no es laico, y llega incluso a establecer presupuesto específico para una iglesia determinada, entonces este proceso se vuelve la regla, y la heteronormatividad de vocación totalitaria se hace más fuerte. Los Estados, entonces, no sólo desprotegen sino inclusive afectan derechos y libertades de algunos grupos sociales, como los de la población LGBT, negándoles protección, garantía de la vigencia de sus derechos, o respeto o promoción de los mismos.
La resistencia al matrimonio homosexual es explicable en un sistema jurídico embebido por los dogmas de la tradición judeo cristiana. Un Estado Laico, no tendría que admitir siquiera regular el matrimonio, figura típicamente religiosa. Por el contrario, la regla en el código Civil debería ser la unión civil, para cualquier ciudadano, hombre o mujer, con cualquier otro ciudadano, hombre o mujer, en el que las reglas de la familia, la paternidad, la identidad y el patrimonio sean iguales. Una interpretación de las normas Constitucionales innovadora e inteligente de algún juez bien podría resolver este entuerto.
La ausencia de un Estado Laico no solo implica que se use a la religión como un argumento frente a los reclamos de los grupos minoritarios, sino que aun peor, es parte de un enfoque transversal que acompaña los discursos, posturas y decisiones políticas. Esa apuesta puede verse en discursos y decisiones como la ocurrida en el 2011, cuando el Tribunal Constitucional rechazó una demanda de retirar los crucifijos y las biblias de los juzgados ya que sostenían que ello no iba en contra de la laicidad del Estado y la libertad religiosa de una persona[5].
En síntesis, se hace necesario sexuar el análisis legal y político, no sólo de la diversidad sexual como fenómeno de la realidad, sino también de las relaciones de poder que se tienen que deconstruir en nuestro entorno. La discusión sobre la unión civil no sólo es un cambio de reglas patrimoniales, sino que reconstituye las relaciones de poder construidas sobre modelos heterocéntricos y patriarcales construidos durante siglos, fortalecidos y cuidados por la tradición judeo cristiana. Si hay una revolución brutalmente crítica, es la de la diversidad sexual, imparable, inevitable, pero la consideración sobre su naturaleza revolucionaria también debe permitir explicar y construir estrategias para hacerle frente a la respuesta reaccionaria que quiere negar cualquier nuevo paradigma.