Claudio Sartea
Docente de filosofía del Derecho Universidad Tor Vergata de Roma, Italia
Mucho se habla de los derechos humanos, y sin embargo, tal vez en obsequio al dictum de Bobbio (que se declaró convencido de que los derechos humanos no son un problema filosófico, sino más bien político, y que no habría que fundamentarlos, sino solamente defenderlos), poco se hace para fundamentarlos, o sea justificarlos de una forma que impida manipularlos hasta su negación completa, o hasta otra consecuencia no menos molesta, que consiste en su desmesurada extensión, por efecto de la cual acaban no teniendo ya ningún sentido normativo. En esta tarea de fundamentación, tan necesaria, la contribución de la filosofía del derecho es insoslayable, junto con la generosa obra de los prácticos del derecho nacional y del derecho internacional, de los políticos sensibles al tema (o sea, sensibles a las exigencias básicas de los seres humanos, la más crucial de las cuestiones políticas), y de tantas y tantos que trabajan en las iniciativas de promoción y tutela de los derechos humanos, en todo el mundo.
Como escribió a lo largo del segundo conflicto mundial, poco antes de encontrar la muerte, Simone Weil estaba convencida de que antes de hablar de derechos deberíamos hablar de deberes. La prioridad, lógica y cronológica (o sea, histórica) de los deberes, sería en su opinión algo indiscutible, ya que si existiera solamente un ser humano en la tierra, no tendría derechos, pero sí tendría deberes (hacia la naturaleza, hacia sí mismo, hacia Dios). A mayor razón, como no estamos en la así dicha “condición robinsoniana”, sino en constante relación con nuestros semejantes, se pone un problema de coexistencia como deber: podríamos decir que en virtud de la condición plural en la que se desenvuelve la existencia de cada ser humano (perspectiva muy subrayada por parte de Hannah Arendt, otra importante pensadora judía del siglo pasado), en el plano operativo que es el que ocupa la reflexión jurídica se presenta como prioritaria la necesidad de proteger las relaciones, de volverlas pacíficas y no conflictivas, de garantizar su actitud constructiva neutralizando o al menos disminuyendo su potencial destructivo.
Hay más: la coexistencia se muestra como algo necesario en sí, ya que no es una opción ni una condena, sino el hábitat para que el ser humano salga a luz, respire, crezca, se desarrolle, hasta consumir su parábola vital y morirse. No es cierto que nacemos y morimos solos: nuestra llegada al mundo depende esencialmente de la relación entre nuestros padres, incluso cuando hubiera habido violación, y el niño constituyera lo que más lejos está del fruto del amor; en nuestros comienzos personales siempre hay una pareja (al menos, de gametos de sexo diferente), una relación gestacional, un desarrollo físico y psíquico necesariamente mediado por una madre (o al menos una nodriza), y tal vez un padre y en algunos casos también hermanos y otros miembros de una familia. Ni siquiera la muerte se consuma en la soledad, por lo menos porque nos acompañan, con consuelo o con angustia, si no las personas queridas, al menos los años que hemos vivido junto a ellas. Lo que se sigue es coherente con las premisas: toda nuestra existencia se desarrolla en el seno de redes relacionales complejas pero necesarias, y esas redes, a la vez que nos procuran dificultades, molestias, agresiones, miedos, nos brindan también seguridad, descanso, confianza, responsabilidad, plenitud.
Quien recuerda la película Cast Away, de Robert Zemeckis, con Tom Hanks (Chuck en la película) que naufraga en una isla desierta y renueva las aventuras de Robinson Crusoe, no podrá cierto olvidar que desde el inicio de su insólita aventura el protagonista del cuento intenta rodearse de compañía humana, aunque en la soledad más absoluta: y por lo tanto pinta el rostro de su novia en la pared de la gruta que lo protege de las lluvias y de las tinieblas, y busca la improbable y por eso tanto más conmovedora cercanía de una pelota de voleibol de la Wilson, que por la huella de su mano ensangrentada se transforma en la sonrisa de un amigo con el que Chuck puede hablar, desahogarse, bromear, e incluso llorar por su desaparición en las olas del océano, después de la fatigosa partencia del isla.
Muchas maneras existen para expresar la necesidad de relaciones que tenemos como seres humanos, no solamente para nuestra utilidad y nuestra comodidad, sino más profundamente, para nuestro desarrollo humano. Desde la perspectiva de una corriente ancha y varia de la filosofía jurídica (que va de la fenomenología idealista de Hegel hasta la fenomenología transcendental y luego existencial de Husserl y de sus discípulos, hasta, en nuestros días, las propuestas teoréticas de Buber y Lévinas y la hermenéutica de Ricoeur), a la raíz misma de nuestra condición jurídica se coloca la exigencia de reconocimiento de parte de nuestro semejante, la dialéctica entre ego y alter ego que configura nuestra identidad, nuestra capacidad de comprendernos, la misma certeza de existir y de seguir siendo nosotros a lo largo del tiempo y con el paso de las edades, de los cambios físicos y existenciales, de la normal evolución de cada trayectoria personal de vida.
MacIntyre ha profundizado estas verdades llegando a la afirmación que el presunto “ideal” aristotélico de la autarquía, si lo entendemos en los términos de la autosuficiencia, del bastarse a sí mismo para conducir una vida humanamente lograda, es simplemente equivocado, falso, inadecuado. Según este filósofo, los seres humanos sí son animales racionales, como afirmó el maestro de Stagira, pero hay que añadir otra característica indispensable para describirlos, que es la dependencia. Dependent rational Animals es el título de su libro de 1999, en la que saca varias interesantes aplicaciones a su propuesta antropológica, todas muy interesantes incluso para la reflexión bioética y biojurídica.
Si la coexistencia no es solamente un problema, un riesgo, la fuente de insidias y amenazas para nuestra tranquilidad, para nuestra independencia, para nuestra misma sobrevivencia, sino también, y simultáneamente, la atmósfera en que necesariamente respira nuestra humanidad, entonces el derecho tiene entre sus tareas esenciales su protección y su promoción positiva. Es lo que con firmeza ha siempre afirmado y defendido otro grande filósofo del derecho italiano, Sergio Cotta. “El ser-con se manifiesta entonces como relación de mutua acogida, es decir como coexistencia. Esta es, por lo tanto, la condición fundamental e ineliminable de la existencia del individuo, que puede alcanzar una integral y auténtica realización de sí (exigida por la diferencia entre su ser y su existir) sólo entendiéndose y realizándose como existente” (La coexistencialidad ontológica como fundamento del derecho, en “Persona y Derecho”, 9 (1982), p. 13).
Si miramos al discurso jurídico en su conjunto, sin tecnicismos ni detalles excesivos, nos daremos cuenta enseguida de que hay algunas constantes diacrónicas (en las distintas épocas de la historia humana, desde las primeras evidencias de reglamentación legal hasta nuestros días), y también sincrónicas (en todos los pueblos organizados, en todas las civilizaciones humanas, incluso las más diferenciadas por otros aspectos): hay un derecho privado o civil, que protege la propiedad y reglamenta las relaciones básicas de la familia y del comercio, sancionando los daños injustificados a las cosas y a las personas; así como hay un derecho penal, que prohíbe conductas peligrosas o dañinas hacia los demás. El uno y el otro configuran precisamente un sistema más o menos orgánico y coherente de protección de la coexistencia: ayudan a construirla favoreciendo la confianza mutua y la cooperación, y amenazan con puniciones y sanciones de todo tipo a quienes la pongan en peligro o en discusión. El confín exacto entre civilización y barbarie, antes que en la literatura, en el arte, en la ciencia, se coloca en el derecho, ya que sin una adecuada protección de la libertad y de las relaciones libres entre las personas, todo lo que después venga no puede llegar a ver la luz.
En propósito, hay otra película de gran impacto visivo y narrativo que lo explica con especial eficacia, The Book of Eli, de 2010: el protagonista, Denzel Washington, debe pelear con el mundo entero para llegar a cabo una misión delicada y salvífica: la de asegurar la sobrevivencia de un libro, el último libro que permanece, en un mundo que ya ha perdido toda sensibilidad cultural por efecto de una catástrofe ecológica que ha provocado la derriba de toda institución pública capaz de garantizar el derecho. La consecuencia se representa en la película con extraordinaria eficacia: violencias, matanzas gratuitas, luchas de vida y de muerte para nimiedades, injusticias continuadas y una situación de constante incertidumbre y terror. En esta película como en otras del género catastrofista se aprende con cierta fuerza persuasiva que sin confianza mutua la coexistencia se hace cada vez más difícil hasta volverse dura, e incluso imposible. Por esto las instituciones humanas dirigidas a afianzar, proteger, custodiar, defender la confianza entre seres humanos, resultan tan indispensables a la sobrevivencia misma del género humano y de cada uno de sus miembros.
Si aceptamos como punto de partida la existencia de la humanidad y asumimos el deber de preservarla en nosotros y en las generaciones futuras (piénsese en el principio de inspiración kantiana que anima el intento de Hans Jonas de fundamentar su “principio responsabilidad”: es bueno que la humanidad exista como nuevo imperativo categórico que caracterizaría la que él llama “civilización tecnológica”), entonces toda institución idónea a proteger la confianza en las relaciones que es lo que garantiza la posibilidad de un mundo humano, es útil o incluso irrenunciable. Los derechos humanos, desde el momento en que se ha empezado a pensar en su concepto (puede que con Francisco de Vitoria y su Relectio de Indis, pero hay muchas genealogías posibles y legítimas), constituyen en lo jurídico una de las herramientas más eficaces, ya sea en el plano teórico, ya sea, paulatinamente, en el plano operativo. Cada uno de esos derechos, como reflejo de la condición humana de su titular, manifiesta en el terreno político y legal la acabada dignidad de cada perteneciente a la especie humana en su estructura relacional: la libertad de palabra o de enseñanza, por ejemplo, expresa un perfil de nuestra humanidad que tiene que ver con la comunicación, con la plenitud de relación que entre humanos procede también por las contenidos conceptuales y los conocimientos; de forma parecida, el derecho a la salud muestra la plena humanidad de nuestro cuerpo, que participa de la dignidad personal y no se reduce al objeto de una voluntad ajena, sino se integra con las facultades psíquicas y las hace posibles, y por esta razón merece todo cuidado en condiciones de realística igualdad. Lo mismo podría decirse: del trabajo como emanación social de la personalidad y de los talentos individuales, y deber y derecho fundamental de cada uno de nosotros como animal social; de los derechos de participación en la vida pública; de la familia como relación primigenia y esencial, a la que cada ser humano tiene derecho y a la que está llamado, con plena libertad e igualdad; la religión también es una relación, con Dios y entre los que creemos, así que también uno de los derechos humanos considerados más íntimo y de la conciencia individual, se muestra intensamente relacional; y adelante con todos los derechos que ya clásicamente consideramos humanos (por ejemplo, por estar el la lista de la Declaración ONU de 1948).
Una última cuestión hay que poner en claro antes de concluir esta breve reflexión introductoria sobre la fundamentación de los derechos humanos en la coexistencia como bien esencial para todo ser humano. Y se trata de los límites de dichos derechos. Podemos resumirlos en tres: primero, no son derechos simples, sino complejos (es su característica esencial la indisponibilidad, por ejemplo), ya que no se reducen a poderes individuales sino remiten a bienes necesarios para el pleno reconocimiento de la dignidad personal de cada uno; segundo, por consecuencia de lo primero, no tienen contenido arbitrario sino intrínsecamente vinculado a nuestra humanidad y a su bien esencial (es el sentido profundo de todo el presente discurso, como se habrá notado); tercero, no agotan lo que se debe a la persona humana en su dignidad específica, ya que se limitan a señalar el nivel mínimo de reconocimiento y de actuación necesaria: en otras palabras, el derecho es, como decían los antiguos, la primordial forma y manifestación del amor, pero seguramente no lo agota, aunque resulte tan necesario para empezar a reconocer a cada persona lo que le es debido (fiat iustitia, ne pereat mundus).
Esto quiere decir que, después de asegurarlos a todos a través de las instituciones públicas y, con la actual conciencia jurídica, los derechos humanos (y el camino para realizar eso de forma acabada aparece aún muy largo), todavía queda muchísimo que hacer para entregar a cada ser humano lo que merece definitivamente. Sin embargo, explorar las relaciones entre el derecho y el amor, tarea fascinadora y compleja, va mucho más allá de lo que se propone esta pequeña contribución a la reflexión y al debate sobre fundamentación de los derechos humanos, que por lo tanto aquí puede acabarse.