Inicio MayeúticaEl Vuelo del Búho El tiempo y la vida buena: algunas anotaciones iniciales

El tiempo y la vida buena: algunas anotaciones iniciales

por PÓLEMOS
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Gonzalo Gamio Gehri[1]

 “Dear Prudence, open up your eyes
Dear Prudence, see the sunny skies
The wind is low, the birds will sing
That you are part of everything
Dear Prudence won’t you open up your eyes?”

– John Lennon, Dear Prudence (1968)


1.- El problema de la vida buena.

¿Qué significa “llevar una vida buena”? En primer lugar, se trata de alcanzar y ejercer una vida de calidad.  Aquella vida no se define como “plena” o “lograda” por los ingresos o los recursos con los que cuentan las personas, sino por las actividades que podemos realizar, y, en sentido estricto, por los hábitos que podemos razonablemente elegir en el curso de una vida. Esta es la versión aristotélica del problema, formulada parcialmente en los términos del célebre enfoque de capacidades de Amartya K. Sen y Martha C. Nussbaum[2].  Una vida cumplida entraña ineludiblemente la adquisición y el cultivo de ciertas capacidades centrales: vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica / agencia; otras especies; ocio y juego; control sobre el entorno (político y económico)[3]. Se trata de una venerable visión de las cosas, así como una perspectiva profundamente contraintuitiva respecto a los “sentidos comunes” planteados en la modernidad tardía. En efecto, lo que hoy se identifica con la plenitud de la vida es el “éxito”, la acumulación de recursos, el cumplimiento del plan privado de la vida asociado a la posesión de bienes económicos y el status social. Mientras Aristóteles identificaba la eudaimonía con el ejercicio de las virtudes a lo largo de una vida en su totalidad, la cultura contemporánea destaca la vigencia de una ética individualista que implica la fragmentación del yo.

En nuestra época, el asunto de la vida buena tiende a replegarse, se le confina al reducto de la más radical intimidad, se ha convertido en una cuestión subjetiva, que hace una rigurosa y continua referencia a los deseos y a las preferencias a los que cada cual apela cuando diseña su proyecto personal. La eficacia es concebida como una solitaria “virtud”, forjada en la recia fragua del cálculo estratégico y la competencia. Los criterios objetivos de la felicidad tienen que ver más bien con las externalidades en la vida del individuo, como la situación financiera, el prestigio social, el tipo de relaciones humanas que entraña la posición económica y la ubicación de cada individuo en la estructura social. Estas presuposiciones suelen convertirse en una seria limitación para los estudios de los psicólogos sociales, que pretenden “medir” la felicidad, e incluso elaborar una extraña clasificación de países en los que sus habitantes son “más felices”.

Examinemos brevemente el subjetivismo ético que subyace a este punto de vista. Resulta sumamente cuestionable suponer que el valor de una acción o de un modo de ser descansa en el hecho de ser elegido o porque se le prefiere sobre otras opciones. Elegir o preferir algo no es suficiente desde una perspectiva ética; necesitamos discernir qué propósitos merecen ser objeto de adhesión o de compromiso. La deliberación se ocupa de examinar qué elecciones y deseos son dignos de ser cumplidos conforme a razones que podemos plantear y discutir en público. Nuestras elecciones pueden colisionar con otras, de forma que debamos evaluarlas a la luz de sus motivaciones, principios y consecuencias. Nuestra capacidad de razón práctica se pone en ejercicio cuando nos enfrentamos a conflictos éticos de gran intensidad. En tales situaciones críticas sometemos a prueba nuestras facultades y excelencias, tanto las que involucran el ejercicio del pensamiento como el cuidado de las emociones y actitudes relevantes para la persecución de una vida lograda. En tal sentido, requerimos del cultivo de las excelencias del intelecto –en particular la prhónesis, vale decir, la prudencia- y de las excelencias del carácter.

La búsqueda de la vida buena está asociada a la elección de un modo de ser razonable e intrínsecamente valioso, así como al ejercicio de la razón práctica y las excelencias. Por supuesto, perseguir y cultivar este modo de ser no solo implica necesariamente la disposición y la acción del agente, sino también la presencia de ciertas “condiciones externas” (económicas, sociales, etc.) que constituyen (o no) un escenario propicio para tales acciones. La práctica de los bienes interiores se revela como el núcleo mismo de la eudaimonía. No obstante, las presuposiciones vigentes en las sociedades noratlánticas contemporáneas –en abierta concordancia con los discutibles esquemas conceptuales de los psicólogos sociales- concentran su atención en la acumulación de recursos y posesiones, así como en la satisfacción de las personas. El sociólogo alemán Hartmut Rosa describe muy bien esta visión de las cosas.

“Si se les pregunta a las personas si están felices o satisfechas con su vida, por lo general estas responden refiriéndose a su dotación de recursos: estoy sano, tengo buenos ingresos, tres hijos a los que les va bien, una casa, un barco, muchos amigos y conocidos, gozo de gran prestigio… sí, soy feliz. (…) Todo esto conduce a una cultura en la que el fin último de la conducción de la vida [Lebensführung] consiste en optimizar los recursos: mejorar la posición laboral, aumentar los ingresos, ser más atractivo, estar más sano, en mejor forma, ampliar los conocimientos y capacidades, consolidar la red de contactos, obtener reconocimiento, etc. Pero (…) ¿Cuándo vivimos?”[4].

Esta concepción de la felicidad concentra su atención en los bienes materiales y posesiones de toda índole. Incluso el tiempo constituye un “recurso” más. Se trata del tiempo que se puede medir, en otras palabras, se trata del tiempo de los relojes. A la disposición de bienes económicos se suma el “estado de satisfacción” del individuo frente a sus circunstancias y entorno social. Quien así piensa no toma en cuenta las distorsiones de la autopercepción y las deficiencias de algunas formas rudimentarias de pensamiento; tanto Sen como Nussbaum nos previenen contra el fenómeno de las preferencias adaptativas, aquellas situaciones en las que personas que padecen violencia o injusticia ajustan sus deseos y expectativas a las presuntas posibilidades “reales” de vida que imponen ciertos estándares sociales. Así, los individuos interiorizan creencias y metas sociales altamente cuestionables que normalizan diversas manifestaciones de injusticia y daño[5]. Es víctima de preferencias adaptativas quien, por ejemplo, está sometido a injustas condiciones de subempleo y llega a creer que lleva un nivel de vida decoroso. Sucede algo similar con el individuo que sufre violencia psicológica a manos de su pareja, pero supone erróneamente que los celos son una extraña expresión de amor, y decide preserva el vínculo. En ambos casos, se construye una actitud trastocada de adaptación al daño. Estas personas abandonan la ilusión de acceder a un empleo digno o de vivir armónicamente en pareja porque consideran que estos propósitos son imposibles de lograr.

Es preciso examinar con cuidado la identificación de la vida buena con el acopio de recursos. Esta cosificación del bienestar, en medio de una “cultura del rendimiento” que exige de los individuos alcanzar los objetivos de la producción en un plazo cada vez más corto –la “aceleración” como factor esencial de la “estabilidad dinámica” del sistema productivo[6]-, lleva a los trabajadores a proyectar el tiempo de la plenitud de la vida hacia un futuro imaginado, el momento del retiro. En ese momento dejaremos de trabajar y de competir y podremos (por fin) disfrutar de los recursos que hemos conseguido gracias a la laboriosidad y al esfuerzo individual. Nuestras posesiones harán posible que finalmente el trabajo ceda su lugar al goce.  Se trataría de una suerte de utopismo post-laboral. Podría detectarse aquí una patología ético-espiritual que Hegel denominaba “conciencia infeliz”: situamos erróneamente la plenitud existencial o la verdadera libertad en un más allá de los escenarios de la práctica, en lugar de arraigar la plenitud y la libertad a nuestras prácticas habituales. A menudo ese “más allá” jamás toma forma en la realidad; ese “futuro idealizado” nunca se convierte en aquí y ahora[7].

2.- La temporalidad de los relatos. Discernimiento, kairós y manifestación de sentido.

La pregunta “¿Cuándo vivimos?” es absolutamente pertinente y constituye una clave de discernimiento respecto de la actitud algo retorcida que acabo de describir siguiendo la figura fenomenológica hegeliana de la conciencia infeliz. No tiene sentido intuir que la vita activa -la labor, el trabajo y la acción[8]– ceda su lugar al mero reposo o que opere aquí un radical cambio de actividad. El sentido de la vida debería ponerse de manifiesto en el ejercicio de nuestras actividades más valoradas y no verse postulado en un indeterminado futuro. Puede argumentarse, en contraste, que la vida buena se concibe como una héxis, como una forma de actuar en el tiempo, como un modo de ser que podemos perseguir y valorar por sí mismo[9]. Se trata de una manera de estar en el mundo y de relacionarnos con los otros que podamos amar. Hartmut Rosa reflexiona en esta dirección, destacando la conexión entre una vida lograda y el amor a nuestras prácticas ordinarias.

“La vida no es lograda per se cuándo somos ricos en recursos y opciones, sino cuando la amamos, cuando estamos ligados libidinalmente a ella. La vida son las personas, los espacios, las tareas, las ideas, las cosas y las herramientas que nos encuentran y nos conciernen”[10].

El sociólogo alemán considera que la vivencia de la plenitud está asociada a la experiencia de la resonancia, término que ha sido tomado del pensamiento de Charles Taylor, en particular de sus análisis de la poesía romántica. La resonancia alude a la posibilidad de tomar un genuino contacto con cosas y personas, de modo que unas y otras re-velan sentidos que nos enriquecen y configuran como seres humanos. Se trata de un encuentro comunicativo, en el que las personas y las cosas “nos dicen algo” cuando nos acercamos a ellas con una auténtica disposición de apertura y atención hacia su propia alteridad. Cuando acontece la experiencia de la resonancia tiene lugar un riguroso proceso de interlocución: las cosas “nos responden” y nosotros respondemos. Este tipo de comprensión existencial constituye el marco hermenéutico que subyace al discernimiento práctico y la acción.

La modernidad tardía ha incorporado una manera nueva –que para nosotros es habitual- de percibir el tiempo. Se le intuye como una sucesión de instantes homogéneos, que se manifiestan y desaparecen. El tiempo se ha convertido en un recurso que, supuestamente, podemos “medir” con instrumentos externos; de este modo, podemos experimentar que “ganamos” o “perdemos” tiempo. En esta época marcada por la “aceleración” en el ámbito del trabajo y de la producción, “medir”, “gestionar”, o “aprovechar” el recurso del tiempo se convierte en una prioridad para las personas. En el mundo de las antiguas tradiciones, los seres humanos se esforzaban por lograr establecer una conexión entre el tiempo ordinario y alguna forma de “tiempo superior” –la eternidad, el tiempo de los orígenes, el eterno retorno, entre otras posibilidades-; a través de los ritos, de las fiestas religiosas o cívicas, participamos de estos grandes acontecimientos históricos. En otros casos se vinculaba ciertas celebraciones comunidades a acontecimientos centrales de la historia sagrada. Ciertos espacios, actividades e investiduras eran consideradas sagradas y exigían el desarrollo de determinadas actitudes y respuestas de parte de los usuarios de la traditio. En contraste, los ciudadanos de sociedades liberales conciben las instituciones y la membresía comunitaria como expresión de prácticas que se constituyen en la temporalidad de la vida común[11].

No resulta problemático describir el tiempo como el flujo sucesivo de instantes, pero sí se torna cuestionable el considerar que estos son simplemente vacíos y homogéneos. El hecho es que no percibimos todas las vivencias temporales de una misma manera ni las juzgamos desde un único parámetro de sentido. En ocasiones nos parece que el tiempo se detiene, en otras, damos testimonio de que este transcurre muy rápido. Ciertos acontecimientos se nos revelan como iluminadores respecto de qué debemos hacer, de tal manera que reconocemos ciertos momentos como propicios para actuar. Este es el kairós, el tiempo oportuno.  Desde Aristóteles, el discernimiento del kairós constituye un factor decisivo para el trabajo de la razón práctica.  Enfrentar situaciones kairóticas implica percibir determinados momentos como más significativos y valiosos para la acción que otros, de modo que una visión abstracta –que uniformiza las circunstancias de la vida- no recoge la riqueza y la diversidad de nuestras experiencias temporales.

¿Cómo es posible recoger la complejidad de estas vivencias? Cuando los agentes nos proponemos dar razón de nuestros deseos, razonamientos y decisiones, componemos un relato que pretende enlazar estos elementos de la práxis con los contextos y los vínculos interhumanos que nos toca afrontar[12]. El proyecto de hacer inteligible el curso de nuestras vidas nos lleva a narrar la trama de nuestros conflictos, relaciones y aspiraciones; esta narración es de carácter retrospectivo y dialógico, en tanto construimos y reconstruimos el relato desde el presente hacia el pasado, de cara al contacto con otros agentes[13]. “Qué tipo de narración sea y las vías por las que seamos conscientes de ella”, subraya Alasdair MacIntyre, “son cuestiones que se entienden mejor considerando lo que significa para cada uno de nosotros ser responsables”[14].

Ser responsable es ser capaz de responder, ante uno mismo y ante otros, acerca de las motivaciones y los argumentos que mueven a la elección de un curso de acción o a la configuración de un modo de vivir. Esta capacidad pone de manifiesto la radical interdependencia de los agentes humanos, dado que las acciones (y omisiones) de las personas tienen consecuencias directas en las vidas de otros individuos[15]; algunas de estas consecuencias imprevistas y no susceptibles de control instrumental. Incluso estamos expuestos a las vicisitudes de la tyché, las circunstancias de la vida que escapan al dominio de nuestras decisiones. Exigimos a otros una rendición de cuentas acerca de sus elecciones y acciones y otros agentes nos confrontan de la misma manera. Algunas veces ocurre que nosotros mismos nos sentimos perplejos ante nuestras propias decisiones y nos formulamos preguntas difíciles de contestar. La única manera de aclarar las interrogantes propias y ajenas pasa por elaborar una narración perspicaz y coherente sobre la forma de vivir.

La estructura narrativa de la acción constituye el marco que nos permite discernir y enfrentar diferentes vivencias temporales, incluyendo, por supuesto, el proceso de deliberación que conduce al descubrimiento del kairós. El reconocimiento del tiempo propicio se revela como un eje de orientación de la práxis, al lado de otros componentes esenciales de la vida buena, como el ejercicio de las aretái o la ocurrencia de la resonancia. De hecho, podría decirse que tanto el ejercicio de las virtudes como el acontecer de la resonancia requieren del cultivo de cierta lucidez frente a situaciones kairóticas (lucidez que, como es natural, forma parte de las habilidades que entraña la razón práctica).  Poner en juego las virtudes implica saber cómo y cuándo actuar. Del mismo modo, la resonancia solo puede tener lugar en una situación de apertura, configurada intelectual y actitudinalmente por el propio agente.

La narrativa vital no solo otorga inteligibilidad a las acciones, sino que puede brindarle unidad y coherencia a la comprensión encarnada de la identidad personal. El relato evidencia que el agente es el protagonista y a la vez coautor de una vida única[16]. Es coautor porque a menudo el relato debe incorporar situaciones radicalmente nuevas, que exijan la reescritura de episodios e importantes, e incluso la reformulación de la trama completa. La imagen de que el agente es capaz de ejercer un control pleno sobre las situaciones que describe e interpreta la narración es clamorosamente errónea. En efecto, la irrupción de ciertas personas en nuestras vidas introduce giros novedosos e insospechados en la narración, en la medida en que nuestras vidas toman nuevas direcciones y asumen nuevos retos. Estos giros y rumbos tienen que ser tomados en cuenta en la composición del relato de la vida, con el fin de asegurarle consistencia y clarividencia. La consistencia y la clarividencia del relato constituye una expresión de virtud (en este caso, la presencia de la prhónesis).

El relato de la vida tiene un carácter conversacional. Examinamos nuestras decisiones y las situaciones que encaramos a través del diálogo con otros agentes. No se trata de un proceso de esclarecimiento puramente individual. De hecho, descubrimos facetas importantes de nuestra identidad en el contacto con personas que aparecen en el curso de nuestras vidas; más precisamente, nos reconocemos en las interpretaciones e historias que otros agentes elaboran sobre nosotros. Este es un fenómeno que los griegos describían como anagnórisis, que Homero presenta con particular agudeza en el canto VIII de la Odisea. Ulises no puede contener el llanto al escuchar cómo el aedo Demódoco evoca las argucias de Agamenón por sembrar la cizaña entre el propio Odiseo y el feroz Aquiles[17]. El guerrero se reconoce en las situaciones que declama el poeta[18]. Descubrimos quiénes somos a través de la interacción, de cara a marcos de interpretación que compartimos con otros agentes.

La condición del agente como coautor de la narrativa de su propia existencia echa luces sobre su radical vulnerabilidad. No somos sujetos autosuficientes sino agentes interdependientes. Estamos expuestos al impacto de las acciones de otras personas en nuestra vida, así como nuestras acciones tienen efectos en las vidas de otros individuos. Como he mencionado, hay ocasiones en las que las consecuencias de nuestras propias decisiones nos desconciertan y nos mueven a revisar críticamente nuestras creencias y convicciones. Nuestros votos en las elecciones, por ejemplo. Somos sensibles a la presencia de la fortuna en nuestras vidas y estas circunstancias ponen a prueba nuestras capacidades, nuestro temple y compromiso con la virtud[19].  El modo cómo las enfrentamos y formulamos las situaciones de crisis constituye un factor fundamental en el proceso de esclarecimiento existencial que vertebra la orientación de nuestras vidas.

La comprensión narrativa de la vida pone de manifiesto que la búsqueda de una vida buena no se identifica con el episodio “final” de la vida, aquel del “reposo” en el que se supera la vita activa; la encontramos en el ejercicio mismo de vivir, en el proceso de cultivar las capacidades humanas y sus excelencias, en el cuidado del discernimiento, la elección y la acción. De alguna forma participamos de la plenitud que buscamos; de otro modo no sabríamos cómo buscar. Y al mismo tiempo, no contamos de una manera incontrovertible con aquella plenitud; si dispusiéramos de ella no habría razones para buscarla. Acaso la plenitud de la vida habita en la búsqueda misma y en el esfuerzo por la virtud[20]. El sentido de la vida reside en la propia práxis y en ningún otro lugar (o tiempo). La conducción de la vida se remite a la temporalidad del relato. Las experiencias de crisis, de desasosiego e incertidumbre deben ser recogidas rigurosamente en la narración. Después de todo, una narración sólida debe exponer con valentía y perspicacia la complejidad del curso de una vida.


Referencias

[1] Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.

[2] Consúltese sobre este enfoque Sen, Amartya K. Desarrollo y libertad Buenos Aires, Planeta 2000: Nussbaum, Martha C. y Amartya K. Sen (Eds.) La calidad de vida México, FCE 1996; Nussbaum, Martha C. Crear capacidades Barcelona, Paidós 2012.

[3] Cfr. Nussbaum, Martha C. Crear capacidades op.cit., capítulo 2.

[4] Rosa, Hartmut Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo Buenos Aires, Katz p. 18.

[5] Cfr. Nussbaum, Martha C. Las fronteras de la justicia Barcelona, Paidós 2005 pp. 85-6.

[6] Rosa, Hartmut Lo indisponible Barcelona, Herder 2021 p. 21.

[7] Véase Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1987 pp. 128-139.

[8] Estas son las muy conocidas categorías de la actividad humana según Hannah Arendt. Consúltese Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976.

[9] Cfr. Aristóteles Eth. Nic. 1097b14 y ss. y 1112b y ss.

[10] Rosa, Hartmut Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo op.cit., p. 23.

[11] Cfr. Taylor, Charles La era secular Barcelona, Gedisa 2015. Tomo II pp. 648 y ss.

[12] Esta manera de entender la racionalidad se remonta al debate desarrollado inicialmente en MacIntyre, Alasdair “Epistemological crises, dramatic narrative and the philosophy of science” en: The monist, 60(4), 1977, pp. 453-472; MacIntyre, Alasdair Tras la virtud Barcelona, Crítica 1987, cap. 15. Véase también Taylor, Charles “La explicación y la razón práctica” en: Argumentos filosóficos Barcelona, Paidós 1997, pp. 59-90.

[13] He examinado este tema en Gamio Gehri, Gonzalo “La razón práctica como capacidad narrativa” en: La construcción de la ciudadanía Lima, IDEHPUCP-UARM 2021 pp. 120-30.

[14] MacIntyre, Alasdair Ética en los conflictos de la modernidad Madrid, Rialp 2018 p. 389.

[15] Véase Ricoeur, Paul “Justicia y verdad” en: Lo justo 2 Madrid, Trotta p, 64.

[16] MacIntyre, Alasdair Ética en los conflictos de la modernidad op.cit., p. 389.

[17] Odisea VIII 84 – 96.

[18] Cfr. Gamio Gehri, Gonzalo “La razón práctica como capacidad narrativa” en: La construcción de la ciudadanía op.cit., pp. 125-7.

[19] Revísese Williams, Bernard “La fortuna moral” en: La Fortuna moral México, UNAM 1993. pp.35-58. Asimismo, Nussbaum, Martha La fragilidad del bien Madrid, Visor 1995, Introducción y capítulo 1.

[20] Cfr. Nussbaum, Martha C. “Humanidad Trascendente” en: El conocimiento del amor Madrid, Machado 2005 pp. 647 – 694.

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