Luis Eduardo Coronel Cárdenas
Seudónimo: José Leonor
Segundo Puesto de la VI Edición del Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris
Yo inventé fragmentos de la vida tantas veces; la imaginé con albores y desdichas; le di siempre un tañido de esperanza; y la guardé qué mucho en el recuerdo. Mi oficio me condujo a crear personajes con rostro, alma y vida propia; cosa increíble, además, le asigné a la muerte muchas formas, humanas o teratológicas, realistas o ficticias. Sin embargo, inventar la memoria de mi padre fue ajena ventura para mis destrezas. Nunca pude, siquiera, hilvanar el relato de mamá con alguna imagen de aquel hombre al que no le vi la cara ni en los sueños más utópicos. Mi madre solía contarme los momentos felices de su idilio, las huellas indelebles que papá dejó en los pueblos y las gentes; es como si la viera, entre lágrimas y sollozos, ahora que los árboles pasan cual efímeras personas, rogando a la luna un poco de luz para la cabellera. Porque así, a oscuras, la soledad ahorca el alma y la estruja hasta dejar sin verdor a las hojas. Así, la carretera extiende sus kilómetros y me lleva de regreso; me señala los recuerdos de una pugna perdida; el reclinar de los asientos me apunta el doblez de las conciencias; y el bus descorre mi tiempo. Pues, en la llegada al sitio mismo de donde salí, nada habré obtenido, salvo la cruda realidad que la justicia nos revela.
Si me permito esta confidencia, ¿para qué guiar mi dolor al límite? ¿Para qué volver a los hechos si, en este momento, soy un funeral de emociones y, de ellas, desligarme no podré tal vez? Si me permito, decía, contar esta historia es porque la literatura puede ser un tribunal donde se juzgan las causas que, en lo jurídico, padecen el olvido y el letargo; la derrota con que empiezan a tratarse; el resultado predispuesto a la condición de quien las inicia o las fomenta. Y, en este tribunal, espero que ustedes, ¿quiénes?, puedan coser la herida que sigue abierta en mí y a la cual relamo para sentir la amargura del dolor, el sabor de la tristeza.
Doy cuerda, entonces, al relato —llámelo, usted, como quiera —.
Conocí sobre papá en mis años amanecidos, dulce recuerdo, por las evocaciones de mi madre; los pormenores heroicos y vívidos que mamá soltaba de sus labios o, mejor aún, de su cariño. Mi padre fue shirimpiaré de los Asháninkas, sabio guía de las ánimas; en lo álgido de su obra, poníase la piel tan verde como las hojas “¿No son los árboles la primaria fase del alma?; ¿la sangre del mundo no es, acaso, el total de los ríos?”, decía mi madre. Sendero Luminoso lo mató —así fue impuesto —, a los cuarenta y cinco años de su edad, en un ataque a la Comunidad el año 1992. Tras los acontecimientos, mamá tuvo que emigrar. Con ella, nos llevó a mi hermano mayor y a mí, con 6 meses de nacido, empacando nada más que penas y nostalgias. Arrastrados del bosque a Lima, del origen al caos, al destierro forzado de nuestra cultura y a la sobrevivencia en un lugar tan distinto a la cuna, ¿será verdad eso de la adaptabilidad del hombre?; ¿sentirá, tal vez, la ciencia el dolor humano?
Anhelé, siempre, volver a la Comunidad, regresar al germen de mi ser, ir a construir para mí la vida de papá. Mientras mi madre vivía, nunca pude cumplir el anhelo, no porque ella me prohibiera: los recursos económicos, más bien, no lo permitían. Fue a tres años después de su muerte cuando diéronse las condiciones. Veintisiete abriles tuve que contar en mis anales para emprender el itinerario hacia la selva.
Qué poco reparé en el viaje: sólo me importó el destino. Fui a tomar un bus de la ruta Lima – Satipo y no calculé las horas en que nos demoramos al llegar. Fueron horas para el bus; para mí, fue la vida entera regresando a su morada, aunque Satipo era, nada más, un paraje. El último destino era Puerto Ocopa.
A Satipo, llegué de mañana. El terminal municipal me pareció algo extraño, quizá por ese “deseo de enmarañar todo con cemento y arrinconar al bosque” —mi padre repetía mucho esa frase, según mamá—. Aunque, eso sí, empecé a ver el rasgo asháninka en algunos rostros confundidos, entre colonos y turistas. Me percaté, es decir, que mi rostro, al fin, parecíase a otros.
Llevaba yo, simplemente, una pequeña maleta y, en el bolsillo de mi camisa, un retrato de mi madre. Fui al mercado y desayuné; en realidad, los nervios me tenían cautivos. El pensamiento de conocer una vida que se me negó tanto tiempo era raro; era un cúmulo de emociones indistinguibles. Tomé, luego, una mototaxi y me enrumbé al paradero donde cogería un auto hacia Puerto Ocopa.
Ya en el paradero, había que esperar viajeros. Estábamos dos y faltaba otro par. Con suerte, el auto se llena en minutos o, si no, una hora, según dijo el chofer. Una banca de madera sostenía mis ansias. Conmigo esperaba una mujer, a quien se le notaban ya los años en el cuerpo y que, por simple curiosidad, me preguntó de dónde venía. De Lima, le dije. “Tienes el alma intranquila y los ojos gastados por la pena”, sentenció ella. ¿Cómo sabe usted? Si algo sabemos, los Ashéninka, aparte de ser guerreros, es distinguir el estado de las ánimas con una breve mirada; ¿a qué vas al Puerto? “A buscar mi vida”, respondí. Cuestión rara, me dijo, normalmente es al revés. Del Puerto, algún tiempo, salieron muchos a buscar su vida, esa que nos arrebataron o la atravesaron de manera perpetua.
—¿Señora, porque aún no nos hemos preguntado el nombre?
—El alma, hijo, es lo más importante; de ahí parten los atziris. El nombre es secundario: un dato y ya está.
En cada palabra de la mujer, notábase un conocimiento milenario. Y esa forma sencilla, de sabiduría, da a las personas una ternura enigmática.
—Yo sé, pues, que vienes tú de allá. El tiempo dio la vuelta y te trajo desde lo acontecido al ahora.
—¿Eso que usted dice es la forma circular de nuestro tiempo?
—Sí, pero no se trata de nuestro tiempo, solamente; es el tiempo universal.
—Mi madre solía decirme también aquello. Jeema fue mi madre. ¿Usted la conoció?
Entonces, la congoja empezó a tomarle la faz y atinó una tímida sonrisa, esa confusa sonrisa que no distingue alegrías o tristezas. Dejó al silencio hablar por ella y me abrazó. Después dijo algo corto, pero certero: “Manuelito, mucho te hemos esperado, pues, hijo”.
A los minutos, llegaron dos pasajeros más y partimos. En el trayecto, nuestra conversación fue solitaria, como si nadie, aparte de la mujer y yo, estuviera en el vehículo. Quizá mi atención en la charla me hizo pensar ello.
—Yo soy Paaki Pishagua; ya sabrás de mí luego. No he de contarte yo; es mejor que lo sepas con la soga sagrada. Ahí conocerás todo, no sólo de ti, también del mundo, de las cosas que quieres saber.
Antes del mediodía, estábamos en Puerto Ocopa. Yo pensé quedarme en la Misión Franciscana, pero Paaki me llevó a su casa. Me presentó a su familia; me recibieron cual si hubieran esperado el regreso de un hijo: con harto masato y pango. Después de la comida, don Santiago, el esposo de Paaki, me llevó a ver el río: “Ves el agua; ¿cómo no va a tener vida si hasta habla? Lo que pasa es que los virakochas no entienden su idioma”, me dijo.
Más tarde, Paaki, don Santiago y yo, surcamos por el río Perené y el Tambo y llegamos, de noche, a Poyeni. La maloka del shirimpiaré atraía la mirada y nos recibió con la paciencia que los espíritus dan a los sabios. Llevaba la cushma marrón, el atuendo cotidiano ashéninka. Don Santiago le entregó un puñado de sal. “A la medianoche será la ceremonia; yo debo insertarme ya en el bosque; ustedes —refiriéndose a Paaki y a don Santiago— conducen al atziri al lugar de siempre”. Y se cambió la cushma; por primera vez, vi la vestimenta especial que usan los shirimpiaré para sus rituales. Qué cerca sentí a mi padre; un hálito de su alma se me presentaba en las mientes.
Dio la medianoche y al bosque fuimos o, quién sabe, el bosque se metió en nosotros.
***
Todo pueblo está fundado sobre cadáveres y sangres derramadas. Entre los huesos deteriorados o el polvo de los primeros seres de nuestro ser, las naciones milenarias se levantan señaladas por el tiempo. Acá, en Quimirí, contábamos muertos como una actividad cotidiana, impuesta por un destino que nos llegó como la vida misma: violenta y descarnada. Perú: desde que conocimos esa palabra funesta no hemos dejado de ver a la muerte como una traición, repetida cada siglo más furiosamente contra nosotros. Antes la muerte, era el tránsito festivo a nuestra unión eterna con la tierra; era, pues, la celebración nocturna de nuestras ánimas que iban a los brazos de la gran madre.
Danos, ivénki raíz del mundo,
la llave de todas las puertas…
Ardiente trago, agita los fuegos
y muéstranos la historia…
Primero, vinieron en forma de católicos y hubo canto fúnebre; después, a manera de caucheros; hubo canto fúnebre; se vistieron de ejército; se pusieron el rótulo de “senderos”; y hubo canto fúnebre. Y todos ellos decían patria; todos arengaban la gloria del Perú. Nómades nos dicen; nómades fuimos antaño por nuestras creencias. ¿No es, acaso, el ánima un itinerante resplandor que va de cuerpo en cuerpo? Luego, fuimos nómades por instinto de supervivencia, obligados por los allqorunas, que venían a barrer el verde territorio como famélicos achúnis a la hembra.
Ahí va el haraweq,
cantando y dándole vida al manguaré,
canta ídem la unchala entre las ramas…
Aquella misión del “Partido” debió unir a los nativos a la noble causa de la “guerra popular”, sabíamos del espíritu guerrero de la tribu que nos daría la victoria en el Centro. Yo fui el encargado de la delegación; designé a veinticinco compañeros; y surcamos por el río Tambo en algunos botes con la esperanza al tope y el armamento necesario para cualquier situación adversa. Decían que los nativos tenían ojos entre los árboles y que ni bien estuviéramos cerca de su territorio, empezarían a llover las pukunas. Así fue, a poco del desembarque, nos lanzaban flechas; no sabíamos de dónde; y empezamos a soltar tiros desesperados entre la frondosa selva. Debieron ser avisos de autoridad, nada más, porque no nos hirieron (con lo expertos que son en la pukuna), pero nosotros ya habíamos matado a varios o, quizá, a todos los centinelas. Pues, cesaron los ataques. Desembarcamos y esperamos una respuesta que no llegó sino a la entrada. Ya se lograba ver la maloka cuando todo se salió de control: un compañero mató a un kaápa antes de que el nativo dispare su flecha; y pronto, muy pronto, la carne estalló en el fuego.
Katziboréri, protégenos de los malos espíritus,
¡oh gran padre, guíanos en la oscura noche!
¡Hubieran visto, humanos! Los nuestros caían ferozmente al lugar de la muerte, caían de a cientos y la tierra era un río de sangre en medio de la selva, parecía el relámpago español que cayó a nuestros abuelos, era como si la historia volvía a pasar en la maloka, eran como balas volando la memoria. Y quienes pudimos ver a los verdugos, en un arrebato de levantar la mirada, nos dimos cuenta: nuestros hermanos, eran, asháninkas, eran, disparando a su estirpe. Los mandaba un allqoruna; “el ciego”, así le decían. Tuvimos que huir, y algunos asháninkas de los “senderos” tal vez recordaban su origen por un instante y nos dejaron escapar. Al monte los tocados por la suerte y al recuerdo los desafortunados. ¿Murieron “senderos”? Cómo saberlo, todos los muertos eran asháninkas, todos se nos parecían.
El maligno llegará al mundo
y se insertará en el bosque
y volverá cada cierto tiempo con sus maldades…
Antes de llegada la noche teníamos el control de la maloka, tomamos rehenes y algunos asháninkas del partido enseñaron a sus hermanos los lineamientos de la “guerra popular”, la guerra que habría de liberarnos y liberarlos también a ellos. Esperaba un arduo trabajo de adoctrinamiento. ¡Otro paso a la victoria, compañeros!
En la banda está la redención del atziri,
mi nosháninka llama a las potencias…
Días después de caminar entre la pena y la hervida memoria, llegamos a las malokas hermanas. De haber llegado al menos nuestro cuerpo, porque el ánima nos molía el adentro, nos tendía la trampa de haber sobrevivido.
¿A quién debíamos esperar? El ejército no podía venir a defender a sus víctimas. ¿Se acuerdan, virakochas? Ustedes también nos mataron, también decían liberarnos de la ignorancia.
Reunidos todos los shirimpiaré en el nuevo Quimirí, nombramos a las verdes potencias elementales, debimos volvernos del color de las hojas y fuimos cushmas en el pecho de la selva. ¡Cómo nos fluía el achiote en las dimensiones que unimos a fuerza de balatas! Y mandamos el ánima de Juan Santos a la misión que ya había realizado siglos antes.
Barbasco, arma nuestra,
por ahí va Juan Santos, padre…
En la selva, la noche es el largo recinto de los enigmas; una sola es la sombra; uno, el infinito.
Debió ser mientras dormitaba o cuando ya transitaba el sueño del que aún no despierto. Yo no sé bien si fui aquel “ciego”, solo sé que fui “sendero” en el objetivo “campa”. Sé que, una vez, disparé contra mi nosháninka y, por eso, me estrujo la pukuna en el alma, en las noches de luna henchida de tanto pasado que no pasa. Juan Santos, padre, me trajo hasta El Gran Pajonal y…
Voy cantando, voy silbando,
voy silbando, voy cantando,
ayaymaman llorarás,
ayaymaman ya vendrás…
Tu padre fue aquel ciego de los “senderos”; nosotros le tomamos el ánima. Y se volvió shirimpiaré, gran protector nuestro. A él no lo mató Sendero Luminoso; lo mató el ejército. ¿No eran, ambos, lo mismo? Los “senderos” atacaron el año 1987 y repitió acciones hasta 1989. Tu padre se hizo asháninka el mismo ochenta y siete; fundó la autodefensa; y logró ahuyentar la subversión. Con lo que no pudo es con el narcotráfico y el Estado. A partir del año 1990 el narcotráfico, el ejército, los jueces y fiscales, trabajaron juntos. Nosotros éramos un estorbo; sólo querían nuestro territorio, devorar al bosque.
En octubre del noventa y uno dimos con la noticia, a través de un ataque al bosque y a varias de nuestras comunidades —así nos informa oficialmente el Estado—, de que se había emitido un Decreto Supremo para el fomento de actividades económicas en la selva. “Empresas de exploración y cultivos tienen facilidades tributarias y jurídicas” —así decía el documento. Nos lo mostró un Juez de Satipo cuando fuimos a su despacho, dos días después del ataque. El Decreto estaba firmado por el presidente, un tal Fujimori.
Continuaron los ataques y algunas comunidades eran despojadas de su territorio; el narcotráfico construía sus laboratorios y plantaba sus cultivos. ¿Quiénes atacaban? El ejército; venían los soldados en avionetas, con armas. Qué sino el atraso, decían, representamos para el Perú. Nos quedaba sólo resistir, pero este poder era mucho más fuerte. Esta vez no era sólo Pachakamáite; era el maligno que no nos dejaba más alternativa que el destierro o la muerte.
En Satipo, tu padre buscó al doctor de leyes Arnulfo Vásquez después de que las autodefensas tomáramos la decisión, en asamblea, de requerir ayuda legal; lo contrató para que defienda nuestros derechos. Ya era diciembre. El doctor le dijo que cómo era posible tremenda barbarie; este caso es una lucha para reivindicar la humanidad. Habría que iniciar procesos judiciales y penales. Exactamente, le dijo: “Hay que incoar procesos para materializar la justicia y los derechos de las Comunidades Nativas. Pero, bien sabes, cieguito, que la quimba no se hace gratis; tiene un precio. Yo cobro lo que es justo; lo que cuesta es el trámite en los juzgados y en el Ministerio Público”. En la Asamblea, logramos juntar mil nuevos soles para esto, doctor. Perfecto, cieguito, será la primera parte del pago.
A la semana, el doctor fue al Puerto e informó en Asamblea su trabajo. Presentó las copias y demás documentos que daban fe, así decía, de su palabra. Aunque realizó un nuevo requerimiento, ahora con el fin de “aceitar” a los jueces y fiscales, porque “el Perú es un país corroído desde las oficinas locales hasta Palacio”, sentenció. “Este mal es, lamentablemente, necesario, sino nada se obtiene”.
El noventa y dos, llegó como las desgracias llegan a los pueblos: soterradas y en cadena. En el nuevo viaje del ciego a Satipo, éste descubriría que el doctor nunca hizo su trabajo. Lo supo gracias a una secretaria del juzgado que lo encontró al frente de la Corte, donde quedaba la oficina de Arnulfo Vásquez. Sonia decidió ayudarlo porque era un nativo; desde la universidad defendió a los nativos. El doctor Vásquez no ingresó documento alguno respecto al caso ashéninka. Además, Sonia descubrió que la empresa “Cultivos del Centro” denunció penalmente a los principales líderes asháninkas por usurpación de terrenos; el letrado que la patrocinaba era el doctor Arnulfo Vásquez.
Tu padre, indignado, fue a una radio local para denunciar al abogado y convocar al total de las Comunidades Asháninkas a una medida de lucha que se extendería más allá de los territorios nativos e iniciaría ese mismo día. Al salir de la emisora, encontró a un periodista esperándolo, quien le reveló el dato de una red de corrupción entre el ejército, el Poder Judicial, el Ministerio Público, el narcotráfico y varios abogados, a través de una investigación que él mismo había realizado. La red era de altos y bajos mandos; probablemente, superaba el ámbito local. Al periodista, rechazaron el reportaje en el medio donde trabajaba. “Este diario no se mete en problemas”, le advirtieron. Ingresó la noticia al Ministerio Público y el fiscal, asignado para el caso; le llamó a decirle que no aceptaba chismes y menos si se trata de ayudar a los “chunchos”. ¿Cuáles chismes? Si en el reportaje adjuntaba pruebas —audios y fotografías. Ofreció, el comunicador, todo el apoyo necesario a la medida que tu padre estaba convocando y lo siguió hasta el Puerto.
Ya en el puerto, esperábamos al “ciego” para la protesta. Cerramos la entrada al pueblo y mandamos muchos guerreros al bosque para proteger las tierras. El Puerto amaneció tomado y los militares no demoraron en su respuesta. En helicópteros y carros, llegaban las tropas; decían tener órdenes de arriba, de la presidencia. “O declinan o claman a sus dioses”, dijo el Capitán. Don Santiago, también líder, enfatizó que no era razón de penas el morir defendiendo a la madre, como sí era una mácula en el alma vivir para la corrupción y el narcotráfico.
Y, como antes, la carne volvió a estallar en el fuego. ¿A quién no mataron? Pocos podemos contar lo que pasó. Ahí, murió tu padre. Los soldados botaron su cuerpo al río, como los de todos (incluido del periodista). Empezaron a quemar nuestras casas que poco tiempo tenían de haberse vuelto a levantar. En la quema, falleció, además, tu mamá; la hicieron cenizas. Ella era lideresa y, aquel día, los puso, a ti y a tu hermano, al cuidado de Paaki Marianto; llamábase, pues, tu madre.
Paaki logró escapar al bosque a esconderse. Algunos más lograron igual hazaña y, luego, bajaron a Poyeni en bote. Allí, amanecieron. Paaki los puso, a tu hermano y a ti, en salvaguarda de Jeema para que huyeran. Jeema fue la segunda esposa de tu padre.
El ejército informó, en los medios de comunicación de Satipo, que Sendero Luminoso atacó a los ashéninka de Puerto Ocopa. Y todos los canales repitieron la información hasta convertirla en verdad. Por último, dejaron constancia de esa verdad en los libros de historia oficial del Estado…
No has de irte más allá,
porque el ánima se pierde en el recuerdo,
porque la sangre desconoce al tiempo,
porque en el principio se queman los atziris…
Vuelve, jadeante ánima, vuelve a la materia del nuevo testigo universal —el shirimpiaré me llamaba y, a unos pasos de mi cuerpo, vi a las almas reservando mi lugar—. El icaro siguió el cauce del río y la ayawaskha fue secando el viaje.
***
—Señores pasajeros, la empresa de transportes Centro Selva les da la más cordial bienvenida a la ciudad de Lima. En breves momentos se estará llegando al terminal terrestre para el desembarque. Por favor, sírvase colocar los asientos en posición vertical y recuerde bajar cuando el bus esté completamente detenido. Disfrute su estadía…
He dejado lágrimas en el curso del relato y mi ánima en el Puerto. Si algo me reprocho es la oportunidad que no tuve de agradecer a mis muchas madres, a papá, a mi nosháninka. Y si algo me inquieta, aún, es la posibilidad de luchar por la memoria de mi pueblo, esa que un puñado de corruptos la manchó de olvido.
Pero, ahora, toca bajar del bus y llegar a casa.
– FIN –