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Filosofía, ciudadanía y acción

Anotaciones preliminares sobre la función pública de la filosofía

por PÓLEMOS
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Gonzalo Gamio Gehri

Gonzalo Gamio Gehri es Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.


1.- Introducción. La filosofía y los asuntos públicos.

Una de las interrogantes recurrentes de quienes se dedican a las ciencias sociales y al estudio “científico” de la política es para qué sirve la filosofía, qué aporta esta actividad intelectual al logro de la justicia y al incremento de las libertades públicas. Debo admitir que no puedo evitar sonreir. Difícilmente podríamos entender el magisterio de Sócrates -promoviendo la discusión filosófica en las calles de Atenas- si no tomamos en cuenta su propósito de que la reflexión se ponga al servicio de la mejora de las instituciones y la conducta de los ciudadanos. Pensar y actuar -al menos para los héroes griegos de la política que estamos evocando- no podían disociarse, entre otras cosas, porque pensar es una práctica que llevamos a cabo en público.

Los filósofos dedicados a la reflexión sobre la praxis solemos seguir esa senda. La filosofía no es en primer lugar una actividad teórica especializada, propia de las facultades universitarias. Es antes que nada una práctica intelectual y existencial que se propone explorar críticamente las presuposiciones que sostienen nuestras formas de orientación vital en los espacios comunes. En efecto, elegimos distintos cursos de acción en los múltiples escenarios de nuestra vida pública y privada, de modo que sostenemos estas decisiones en creencias y valoraciones que no siempre examinamos con rigor. Estas creencias y valoraciones a menudo están arraigadas en tradiciones heredadas que es preciso poner a prueba. Sopesamos las razones que subyacen a nuestras convicciones más profundas, con el fin de evaluar la pertinencia de ciertos compromisos y vínculos institucionales.

Estas presuposiciones son a menudo invisibles para los propios agentes, que simplemente suponen que las cosas son así. La reflexión filosófica hace explícitas tales creencias y las convierte en objeto de escrutinio racional. De este modo, las personas podemos hacernos conscientes de la naturaleza de nuestras adhesiones y decisiones. Se trata en ese sentido de hacer visible lo invisible, sometiendo al juicio intersubjetivo las creencias y valoraciones generalmente admitidos. Esta operación implica trasladar estas cuestiones al espacio común, en la medida en que filosofar es una práctica eminentemente dialógica. Si pensamos una vez más en Sócrates, esta tarea entraña ineludiblemente nuestra condición de ciudadanos, en tanto el pensamiento crítico aspira a despertar y sacar de su letargo a la pólis (Apol. 30e-31a). Esta es la función pública de la filosofía. El proceso estricto de explicitación, esclarecimiento e interpelación de las convicciones inscritas en el éthos pretende liberar a los agentes del cautiverio ideológico consistente en confundir el imperio de estas convicciones con la simple y llana organización del mundo.

Este proceso crítico permite a los ciudadanos exponer el carácter de nuestras presuposiciones sobre la realidad y la experiencia, así como des-cubrir (en el sentido de la célebre alétheia) nuevas descripciones o interpretaciones de los escenarios vitales con los que hemos de lidiar. Tal indagación hace posible la vision de nuevas opciones para el pensamiento y para la acción. El examen crítico y la clarificación de opciones para la práctica se mueven en el terreno del libre intercambio de argumentos. Este intercambio abre para nosotros genuinos espacios públicos, lugares compartidos para la deliberación y la acción común.

2.- El modelo representacional y el enfoque encarnado. Algunas consideraciones epistemológicas.

Las presuposiciones que orientan nuestras actividades y conexiones sobre el mundo no solo conciernen a la conducción ética y política de nuestras vidas, sino que involucran la imagen que bosquejamos del conocimiento científico y el control sobre el entorno. La poderosa influencia del naturalismo moderno -y en particular, del positivismo- ha llevado a muchos intelectuales y especialistas en ciencias a considerar que la realidad está constituida por “hechos” que pueden constatarse a través de la percepción. A su juicio, somos mentes desvinculadas que pretendemos emitir juicios apodícticos sobre el “mundo externo”, el sistema de objetos que simplemente nos “trasciende”. Las cosas están simplemente allí; su “sentido” es, en gran medida, un mero dato sensorial. Un enunciado es verdadero cuando se funda en una representación acertada de un hecho[1]. En la perspectiva del positivismo, es possible dar cuenta del contenido de nuestras representaciones a partir de una suerte de lenguaje de descripción neutro. Lo que suele denominarse “explicación” es la exposición de la conexión causal de las representaciones “objetivas” (que sería, por supuesto, el reflejo especular de la conexión causal de los hechos).

Lo que he descrito en el párrafo anterior se conoce como el “modelo representacional”, construido desde Descartes y Locke. El positivismo aportó, desde Comte, la version hoy vigente en algunas comunidades científicas. Muchos investigadores asumen que así funciona la ciencia y que de esto trata el conocimiento. El positivismo es nuestro “sentido común epistémico”, a pesar de que constituye un importante tópos argumentativo en la filosofía desde inicios del siglo pasado -común a la fenomenología y al pragmatismo- la refutación de este modelo epistemológico. El pensamiento crítico actual deja constancia que nuestro acceso a las cosas siempre está mediado: somos seres encarnados, inscritos en el mundo, agentes que nos relacionamos con las cosas y con otros agentes a través del cuerpo y el lenguaje[2]. El mundo nos circunda, nos movemos en él. “El “mundo” es, al mismo tiempo”, señala Martin Heidegger, “suelo y escenario y, como tal, forma parte del ir y venir cotidiano”[3].

El cuerpo y el lenguaje son nuestros canales de conexión con las cosas del mundo y con los otros; uno y otro subyacen a cualquier clase de experiencia. El cuerpo es el centro de referencia para cualquier forma de orientación en el espacio y en el tiempo[4]. El lenguaje, a su vez, es la matriz de la inteligibilidad de la experiencia; el lenguaje nos remite a una comunidad de hablantes, pues es una práctica social que hace explícita formas de vida. Nos posicionamos en el mundo y en la comunidad recurriendo a interpretaciones que formulamos y contrastamos en procesos comunicativos. La información que recabamos de los objetos siempre están mediados por interpretaciones[5]. Constituye un mito el remitirse a hechos “en bruto”. Las interpretaciones re-velan sentidos no previstos en los objetos. Construir una perspectiva lúcida en torno al mundo que nos rodea requiere la formulación de interpretaciones que “esclarezcan nuestra vision” de las cosas[6].

La enunciación y contrastación de interpretaciones contribuye a justificar y orientar nuestras acciones. Los juicios y las prácticas se constituyen de cara a horizontes de significado. Un horizonte no solamente es un marco semático, sino un trasfondo de preguntas, inquietudes y debates que otorgan inteligibilidad al examen (y a la elección) de nuestras ideas y formas de comportamiento. Los horizontes acompañan nuestros juicios y adhesiones; podemos someter a crítica sectores importantes de estos campos hermenéuticos a través de procesos de interpelación[7]. No es posible poner a prueba todos los aspectos de un horizonte en simultáneo, sencillamente porque no se trata de un objeto. El escrutinio debe ser ineludiblemente progresivo.

El “modelo representacional” asume como dados los hechos “desnudos” que son presuntamente captados por mentes desvinculadas de todo contexto de enunciación y trasfondo significativo. Por ello consideran que la descripción que puede hacerse de sus objetos es “neutral” en el sentido, precisamente, de la ausencia de arraigo en marcos hermenéuticos, así como la renuencia a contraer compromisos de carácter “teórico” y práctico. No obstante, tal modelo es poco lúcido respecto a lo que hacemos cuando percibimos, juzgamos, valoramos y en general cuando realizamos actividades que conciernen a procesos de cognición. El enfoque encarnado -común al trabajo de la fenomenología y del pragmatismo- que he bosquejado líneas arriba pone de manifiesto las formas en las que el cuerpo y el lenguaje son protagonistas en nuestros modos de lidiar con las cosas.

Pero es posible dar un paso más, acaso más decisivo. El “modelo representacional” presupone que la mente -sí, una mente individual- está de un lado y, del otro, temenos a los objetos. El vínculo cognitivo con el mundo se construye a través de representaciones. De este modo el “conocimiento científico” se convierte en la actividad humana por excelencia. El enfoque encarnado sostiene, en contraste, que los seres humanos somos agentes inscritos en el mundo, de manera que nuestro vínculo con el mundo es práctico[8]. Somos agentes antes que “sujetos”, seres que pretendemos movernos socialmente en el mundo con el propósito de lograr libertad y bienestar en las formas concretas de habitarlo[9]. Para alcanzar esta meta diseñamos herramientas: instrumentos de labranza y construcción de vivienda, armas, reglas de convivencia social, instituciones, prácticas comunes. Los conceptos y las valoraciones son también sutiles instrumentos de esta clase. No elaboramos conceptos para reflejar fielmente el mundo “allá afuera”; desarrollamos esos conceptos para conducirnos con mayor perspicacia en el mundo[10]. Nuestros conceptos y enunciados sobre las cosas son válidos y razonables en la medida en que aclaran problemas y dilucidan conflictos prácticos. Los conceptos y los enunciados se traducen en conductas que pueden formular con clarividencia -y acaso resolver[11]– estos problemas y conflictos.

3.- El esquema positivista y la división del trabajo entre la filosofía y la ciencia política.

El modelo representacional tiene notables influencias en el desarrollo de las ciencias sociales. De hecho, ellas pretenden reproducir los esquemas metodológicas y las exigencias de validez propias de las ciencias naturales. La tesis de que nuestras formas de percepción y conocimiento están arraigadas en el lenguaje y la corporeidad, que los diferentes modos de saber y pensar tienen una encarnación histórico-social le resulta extraña a muchos investigadores de los asuntos humanos. El positivismo clásico y el contemporáneo aceptan sin cuestionamiento tener acceso a los “hechos en bruto” y aspiran a emitir juicios incontaminados de interpretación y valoración. Advierto que no estoy tratando de sugerir que la vision epistemológica subyacente al trabajo de las ciencias sociales sea el positivismo. Tengo muy claro que existe una pluralidad de posiciones sobre la materia. No obstante, siendo el positivismo una perspectiva muy influyente en el panorama general de las ciencias, considero sumamente relevante examinar algunas de sus intuiciones básicas en torno a lo político.

Quienes se dedican al estudio del “fenómeno politico” y están instalados en esta concepción positivista de las ciencias, tienen una lectura puntual sobre el lugar de la filosofía en el espectro de la investigación sobre la política. Para ellos, los científicos se ocupan de los “hechos”, es decir, el funcionamiento de las instituciones, el comportamiento de los actores y sus transacciones en la arena pública. En resumidas cuentas, su trabajo consiste en investigar “lo real”. Lo real y concreto, está allí y su sentido está a nuestra disposición de manera inmediata y no controvertida. En contraste, quienes se dedican a la filosofía reflexionan en torno al deber ser, construyen un programa normativo que consideran podría trazar un camino para la sociedad y sus instituciones. Se proponen diseñar y discutir un conjunto de principios y reglas que estructurarían la organización pública de la sociedad. En el mejor de los casos, este programa normativo expresa ciertos “valores” o incluso “deseos” sobre cómo debiera ser una sociedad justa y sensata, y no cómo ella es en verdad.  Los filósofos tejen abstracciones, los científicos registran “hechos”. En el seno de una cultura académica que aprecia categóricamente lo materialmente constatable y que incluso reconoce como “real” solo aquello que se puede medir, ni siquiera necesito dejar en blanco y negro qué disciplina suele calificarse como prescindible cuando se trata de pensar la política.

Esta rudimentaria dicotomía no se sostiene. No existe un abismo entre el es y el debe ser. Las actividades humanas tienen un contenido normativo de naturaleza inmanente, incluso en el caso de las actividades más sencillas. Aprender a tocar un instrumento o adquirir un segundo idioma -por poner un ejemplo- constituyen prácticas que entrañan la observancia de ciertas reglas y el desarrollo de excelencias (aretái), entre ellas las que son inobjetablemente morales[12]. El cumplimiento de tales reglas y excelencias es condición indispensable para el ejercicio cabal de estas prácticas. El deber ser no está planeando aparatosamente a distancia de “la realidad”. Los elementos descriptivos y normativos están presentes ineludiblemente en los fenómenos sociales y políticos.

Esta oposición positivista entre ser y deber ser introduce una curiosa y cuestionable demarcación entre las tareas de la ciencia política y el quehacer de la filosofía práctica (es decir, la ética y la filosofía política). Ella descansa nuevamente en el terreno de la presuposición. En tal línea de reflexión, el politólogo investiga la cadena causal de los hechos en torno al ejercicio del poder y la organización de las instituciones. Atribuye a los actores la observancia de racionalidad en sus decisiones; la racionalidad se concibe aquí como el cálculo entre costos y beneficios, esquema que permite al científico entender y aún predecir el comportamiento político. El filósofo restringiría su estudio al debate acerca de los cimientos argumentales que subyacen a las ideas y las valoraciones que estructuran lo político.

Esta extraña división del trabajo no corresponde al modo cómo los especialistas cultivan sus disciplinas. Los politólogos se acercan a su objeto de estudio a partir de un aparato crítico de conceptos y categorías que ponen a prueba a través de la discusión teórica y el manejo de material empírico. La comunidad científica puede (y debe) pedirles cuentas a los cientistas políticos sobre la consistencia de los modelos teóricos empleados; no tendría sentido examinar la vigencia de la cultura política en nuestro país sin ofrecer un concepto de libertad política o de justicia, por ejemplo. De manera semejante, el filósofo de la practica debe estar en capacidad de articular las ideas políticas con el terreno de las mentalidades y con el curso de la experiencia. Los filósofos toman distancia de una noción reductiva de racionalidad porque el esquema de la rational choice desconoce la diversidad de valoraciones, motivaciones y procesos de razonamiento que acompañan el ejercicio de la deliberación pública y privada[13]. La distinción epistemológica entre las funciones de la ciencia política y el rol de la filosofía de la práxis, siendo importante en el escenario de la teoría en cuento tal, es esencialmente una cuestión de acentos. Una pone énfasis en la investigación empírica, otra privilegia el examen de las ideas. Pero ambas matrices de indagación racional son esenciales al estudio de la vida pública.

La relación entre la teoría y la realidad es, en todos sus aspectos, filosóficamente problemática. Constituye una clamorosa ingenuidad epistemológica (además de ontológica) considerar “genuinamente real” -como pretende el positivismo- aquello que simplemente podemos señalar con el dedo. Allí está el objeto, a la mano e inexpresado. Se trata de lo que Hegel llama en la Fenomenología del espíritu la inmediatez del “esto” en el capítulo sobre la certeza sensible[14]. No podemos remitirnos a la cosa misma sin la mediación del “aquí” y el “ahora”, es decir, el espacio y el tiempo. Asimismo, interviene en toda referencia “objetiva” el “esto” (la remisión a la cosa), así como el “este”, a saber, el yo que capta -o pretende captar- el objeto en cuanto tal. En fin, si nos disponemos a describir la cosa tenemos que recurrir al lenguaje como sistema simbólico y como fuente de significados. En esta senda de argumentación nunca tenemos ante nosotros a la cosa misma en su pura inmediatez; nos aproximamos a la cosa siempre desde un trasfondo teórico. Lo que necesitamos como investigadores es hacer progresivamente explícito este trasfondo y examinarlo rigurosamente.

4.- La “vida examinada” y la acción cívica en los espacios comunes.

La superación de este objetivismo ingenuo, naturalmente, no es condición suficiente para afirmar la relevancia de la filosofía para el estudio crítico de lo público. No cabe duda de que el ideal socrático de la “vida examinada” -como factor básico de la función pública de la filosofía- puede desplegarse desde espacios y enfoques diferentes, todos sumamente fructíferos para entender y para cuestionar los sentidos que configuran la actividad política. Voy a concentrarme en la importante cuestión de la práctica de la ciudadanía, la centralidad de la deliberación y la movilización pública como claves ineludibles en el ejercicio democrático del poder y la edificación de lo público.

El voto es una práctica básica para el cuidado de la ciudadanía. Constituye una herramienta política fundamental, en la que cada individuo afirma su voluntad política y vindica su derecho a elegir representantes en la función estatal y, eventualmente, ser elegido. El voto ciudadano es también un eje de combate ético-político contra la desigualdad y contra la discriminación por razones de clase, cultura, género u orientación sexual. En efecto, mi voto cuenta tanto como el de cualquier otra persona; en el acto electoral -al menos en este sentido- los privilegios de las élites no anulan la capacidad de los excluidos de hacer valer su derecho a expresar su voluntad y que esta se respete. El derecho al voto es un reducto democrático categórico, universal y no negociable. Por supuesto, al lado de este derecho, el ciudadano tiene el deber de emitir un voto informado, someter a escrutinio a sus potenciales candidatos para sopesar la solidez de sus propuestas, así como evaluar su trayectoria. Se hace necesario construir espacios de opinion pública en los que discernir estas cuestiones[15].

4.1. La democracia necesita de ciudadanía activa. Cuestiones sociales estructurales y asuntos de participación pública.

Una democracia liberal saludable requiere, junto al voto ciudadano, la práctica de la deliberación pública como una dimension esencial de la actividad política. Se trata de un proceso intersubjetivo de razonamiento conducente a la evaluación crítica de principios y programas de acción de puedan convertirse en focos de interés común. La deliberación puede esclarecer la orientación del voto, pero asimismo ella sirve como una actividad esencial para exigir a las autoridades elegidas rendir cuentas por sus decisiones en el ejercicio de la función pública. El discernimiento cívico permite que los agentes puedan examinar iniciativas legislativas; incluso pueden convertirse en coautores de la ley o introducir en la agenda pública temas que la comunidad o un sector de ella valora. La vigilancia cívica es un propósito fundamental de la deliberación: ella hace posible el trabajo de fiscalización de la gestion de los representantes, así como la defensa del Estado de derecho bajo situaciones de crisis. Este argumento puede describirse como el elemento republicano, que es fundamental para la viabilidad de las democracias[16].

El sistema de derechos, que es el corazón de toda democracia liberal, no se sostiene sin la praxis ciudadana. En esta perspectiva, la deliberación pública es importante, como relevante es el voto. La apatía política corroe los cimientos mismos de nuestras normas e instituciones. Ahora corresponde a mis colegas y amigos politólogos esbozar una sonrisa. Ellos me atribuirán un cierto “idealismo politico” -por demás ingenuo- y no les faltaría razón. Estoy apelando aquí a la “capacidad de acción en concierto” -aquello que los atenienses describían como dynamis y que Arendt llama “poder” [17]– que a nivel local e internacional se ha puesto en juego en contadas ocasiones y que evoca una cultura política que de acuerdo a algunos especialistas sería prácticamente inexistente en el Perú. Los científicos politicos de nuestro país han realizado un trabajo impresionante en torno a la ausencia de genuinos partidos politicos. En esa línea de argumentación. no contamos con organizaciones sólidas -presentes en todo el territorio nacional- que puedan revelarse como plataformas de diseño de planes de acción y compromiso público. Lo que temenos son franquicias precarias, que recuperan cierta vigencia en periodos electorales, asociaciones que convocan personalidades interesadas en alcanzar una curul parlamentaria, a menudo en representación de grupos de poder económico formal e incluso illegal. Estas organizaciones suelen prestarse a las decisiones autoritarias de líderes improvisados y al mero caudillismo, actitudes que tienen eco en ciertos sectores de la población[18]. Sin partidos politicos robustos no existe una auténtica democracia. Sin esta clase de espacios, resulta muy difícil construir una ciudadanía activa.

Pero esa es solo una parte del argumento crítico. No solo carecemos de partidos politicos, sino que padecemos graves problemas estructurales que conspiran contra la acción cívica. Las profundas desigualdades sociales y económicas, la falta de acceso a servicios universales de salud y educación, así como acceso al sistema de justicia. El no contar con estos servicios en condiciones de calidad no solamente perjudica la atención adecuada de necesidades esenciales de las personas; se trata de espacios igualitarios y de encuentro. La enseñanza pública es el caso más nítido. Cuando existe una buena educación pública, ciudadanos de todos los orígenes, culturas, estrato social y estilos de vida se encuentran, comparten una formación temprana y establecen vínculos de tipo personal: tales lazos hacen possible la edificación de un proyecto común. La edificación de una educación pública con probados niveles de excelencia tendría que ser una prioridad para un Estado democrático, pues se revela como un factor poderoso de integración social. Cuando el dinero constituye un requisito fundamental para alcanzar una educación sólida, los individuos de los sectores medios o altos ya no transitarán por estos lugares compartidos, fortaleciendo la division en todas sus formas[19]. La discriminación por razones de género y cultura son una dolorosa y repudiable realidad en nuestra sociedad.  Esta clase de injusticia básica impide el desarrollo pleno y extendido de una cultura política democrática que enarbole la participación del ciudadano como un modo de vida potente y valioso.

Estas observaciones que cuestionan el “espíritu republicano” de la vida cívica -centrado en la deliberación pública- son muy importantes y no pueden desestimarse sin más. Considero que deben ser tomadas en serio; de hecho, he dedicado parcialmente mis últimos tres libros a intentar responderlas[20]. Ambas críticas son acertadas, por ello creo que entrañan razones que hay que saber recoger con honestidad y lucidez. Sin embargo, hay matices que rescatar que le otorgan una renovada fuerza a la tesis republicana. Mi argumento central es que la democracia como sistema de normas e instituciones y como forma de vida no pueden prescindir sin movilización y deliberación pública: la democracia liberal no puede funcionar sin estas practicas. Como he señalado, el Estado constitucional de derecho no se sostiene sin el reconocimiento y el compromiso cívico. La aventura autoritaria de un gobierno que vulnera las libertades básicas de los individuos solo puede ser conjurada si los ciudadanos están dispuestos a coordinar acciones y protestar; del mismo modo, el fenómeno del “vaciamiento democrático” solo puede ser enfrentado a través del ejercicio de la agencia política. No es posible defender con perspicacia y eficacia un regimen libre sin recurrir a la práxis en el espacio común.

La democracia liberal demanda autogobieno, el elemento básico del republicanismo que he evocado aquí. Con frecuencia los estudios sociales y politicos actuales omiten toda referencia a la necesidad de la acción cívica para asegurar la salud de las democracias. Por lo general, se describe la democracia moderna como un regimen que básicamente administra la coexistencia de individuos que persiguen el logro de libertades personales y bienestar. La producción, el trabajo y el consumo son las actividades que permiten a cada uno acceder a estos bienes, concebidos como estríctamente privados. Se tiende a invisibilizar los bienes comunes y las practicas cooperativas que se proponen alcanzarlos. No solo es el caso de la política, también el trabajo es concebido como una actividad productiva eminentemente individualista. Se soslaya el hecho de que el trabajo es también vehículo de reconocimiento recíproco y fuente de bienestar social. La idea de proyecto común tiende a desaparecer en el imaginario politico contemporáneo.

La segunda crítica es todavía más contundente. Es completamente cierto que las diferentes formas de injusticia estructural constituyen un enorme obstáculo para la participación cívica. Eso llevó a una serie de actores politicos, tanto de derechas como de izquierdas, a sostener que los programas de acción colectiva tendrían que orientarse a resolver las cuestiones de carácter estructural, para luego -como una especie de acto segundo– afrontar los problemas relativos a la construcción de una cultura política democrática basada en la ciudadanía activa. Considero que aquí hay una trampa, potencialmente autoritaria. Ella consiste en asegurar que la configuración de la cultura política democrática deberá ser puesta en suspenso mientras los temas de desigualdad permanezcan irresueltos. Las personas tendríamos que tolerar incluso procesos políticos que impliquen la restricción de derechos civiles y politicos básicos con tal de encarar las cuestiones de justicia material.

Reconocemos aquí viejas promesas antidemocráticas, formuladas en ambos extremos del espectro ideológico. La trampa reside en asumir que primero debemos atender los problemas de injusticia estructural y posteriormente los asuntos de participación cívica. Una concepción democrática de la vida pública exige que ambas cuestiones deban ser enfrentadas en simultáneo[21]. Solo se pueden construir las bases de la vida democrática practicando la democracia. Solo es posible denunciar y combatir la corrupción y el abuso de poder si los ciudadanos se movilizan, coordinan acciones y realizan actividades de control politico. Si nuestra “clase política” implementa leyes que promueven la impunidad de agentes del Estado que han cometido violaciones de derechos humanos o impulsan medidas que favorecen a organizaciones criminales, la única manera de conjurar iniciativas nefastas como estas pasa por el fortalecimiento de la capacidad de agencia pública del ciudadano.

4.2. Justicia, práxis política y sociedad civil.

Una sociedad sensata se estructura a partir de ciertas dimensiones de la justicia. Desde los griegos, se define la justicia como dar a cada uno lo suyo. La justicia correctiva alude a lo que hoy se describe como “administración de justicia”, es decir, la determinación de premios y castigos a las acciones de las personas en el seno de un tribunal imparcial. La justicia distributiva se ocupa de discutir y decidir colectivamente la asignación de bienes sociales -acceso a servicios básicos, honores, seguridad, entre otros- entre los miembros de nuestras comunidades; aquí encontramos la especie de justicia que concentra su atención en las cuestiones estructurales. Una y otra conducen sus principios y elecciones a partir de procesos de deliberación. En los últimos años, Michael J. Sandel ha señalado juiciosamente que existe una tercera clase de justicia -la justicia contributiva-, aquella que examina y discierne las practicas y reglas que vertebran y orientan nuestros proyectos comunes.

“La justicia contributiva (…) no es neutra en cuanto al florecimiento humano o al mejor modo de vivir. Desde Aristóteles hasta la tradición republicana norteamericana, y desde Hegel hasta la doctrina social católica, las teorías de la justicia contributiva nos han enseñado que somos más plenamente humanos cuando contribuimos al bien común y nos ganamos la estima de nuestros conciudadanos por las contribuciones que realizamos. Según esta tradición, la necesidad humana fundamental es ser necesarios para aquellos aquellas con quienes compartimos una vida común”[22].

El ejercicio de los fines y las excelencias constituyentes de la justicia contributiva -bienes implícitos en las practicas de deliberación pública- constituye el trasfondo esencial del debate y las decisiones que ocurren cuando atendemos los asuntos concernientes a las otras dos especies de justicia. Esto se debe a que los bienes que mueven al ciudadano a intervenir en los actos judiciales o en la discusión acerca de los criterios distributivos implica el compromiso con la cohesión de alguna forma de comunidad política.

La deliberación pública precisa de espacios compartidos. La esfera pública tiene dos escenarios fundamentales. En primer lugar, el sistema politico, conformado por el Estado y las organizaciones políticas. En efecto, los ciudadanos pueden elegir a sus representantes a través del sufragio, o ser elegidos como tales en el gobierno o en el Congreso de la República. Ellos pueden además intervenir en la vida pública militando en partidos políticos que se organizan en torno a una vision de país y a un programa de acción. La ausencia de partidos politicos en el Perú pone de manifiesto un grave problema para la institucionalidad democrática. Se trata de una tesis incontestablemente verdadera, que ha sido corroborada de diversas formas. Se hace necesario recuperar estas asociaciones y revalorar la militancia partidaria.

No obstante, el sistema politico no es el único foro de práxis cívica. El ciudadano independiente puede reunirse con otros individuos en instituciones de la sociedad civil. Se trata de escenarios para la construcción de opinion pública, la discusión sobre asuntos de interés común, así como la movilización por motivos de fiscalización y control democrático del poder estatal. Las universidades, los colegios profesionales, los sindicatos, las Iglesias, las ONG, entre otras organizaciones, pertenecen a estos espacios de acción y formación de agencia pública. Se trata de instituciones cuyo funcionamiento es materia de estudio tanto para las ciencias sociales como para la filosofía política. A diferencia de los partidos, estas instituciones no son espacios de representación sino de participación cívica directa. A través de tales lugares, los ciudadanos podemos pronunciarnos sobre cuestiones de justicia y florecimiento humano y actuar juntos.

La filosofía puede prestar servicios valiosos a la ciudadanía, en la medida en que brinda herramientas para el examen crítico de argumentos e intuiciones sobre el carácter de nuestra vida común. No ofrece una suerte de saber esotérico ni una doctrina epistémica; antes bien, ella promueve una actitud intelectual y moral ante las ideas -sean propias y ajenas- acerca de cómo orientar nuestras practicas e instituciones. A menudo los actores politicos permanecen en el ámbito del prejuicio, o son expresamente víctimas de cautiverio ideológico. Un ejemplo de ese cautiverio es la enorme dificultad de pensar la vida social desde la presencia de prácticas compartidas y bienes comunes: tales elementos de juicio y articulaciones de valor se han tornado invisibles para nosotros. La reflexión filosófica somete a discusión las concepciones e iniciativas que los agentes y los grupos de interés formulan en público con el objetivo de conducir los destinos de la sociedad. De este modo, las personas comunes podemos discernir en torno a la validez y pertinencia de tales propuestas, así como hacer valer nuestra condición de interlocutores ineludibles y agentes. Como en tiempos del viejo Sócrates, el propósito de la actividad filosófica es contribuir a que el ciudadano haga uso de la razón despierta al interior de los espacios de acción política.


[1] Cfr. Rorty, Richard La filosofía y el espejo de la naturaleza Madrid, Cátedra 1989. Véase los capítulos VII-VIII.

[2] Revísese Husserl, Edmund La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental Barcelona, Crítica 1988.

[3] Heidegger, Martin Ser y Tiempo Santiago, Escuela de Filosofía Universidad ARCIS 1997 p. 373.

[4]Consúltese Husserl, Edmund Problemas fundamentales de la fenomenología Madrid, Alianza Editorial 2020 p. 81.

[5]  Consúltese sobre este tema Taylor, Charles “La interpretación y las ciencias del hombre” en La libertad de los modernos, Amorrortu, Buenos Aires 2005, 143-198.

[6] Véase Murdoch, Iris “Contra la aridez. Esbozo polémico” en: Δαιμων. Revista Internacional de Filosofía, Nº 60, 2013, pp. 13-18.

[7] Sobre este tema de discusión revísese Gamio, Gonzalo “Actividad filosófica”, publicado en Pólemos  https://polemos.pe/actividad-filosofica-notas-fenomenologicas-2/ .

[8] Cfr. Bernstein, Richard El giro pragmático México, Anthropos 2014.

[9] Véase Dewey, John Naturaleza humana y conducta México, FCE 2014 pp. 33 y ss.

[10] Consúltese Rorty, Richard Verdad y progreso Barcelona, Paidós 2000.

[11] Véase Dewey, John “El carácter práctico de la realidad” en: La miseria de la epistemología Madrid, Biblioteca nueva 2000 pp. 157-174.

[12] Cfr. MacIntyre, Alasdair Tras la virtud Barcelona, Crítica 1987 capítulos 14-15.

[13] Consúltese, por ejemplo, Sen, Amartya K. “Rational fools: A critique of the Behavioral Foundations of Economic Theory” en:  Philosophy and Public Affairs Vol 6, Nº 4 (Summer 1977) pp. 317-44; Cfr. Williams, Bernard “Conflictos de valores” en: La Fortuna moral México, FCE 1993, (quinto ensayo).

[14] Véase Hegel, G.W.F. Fenomenología del espíritu México, FCE 1987, primer capítulo, “La certeza sensible”.

[15] Habermas, Jürgen Historia y crítica de la opinión pública Barcelona, Gustavo Gili 1982.

[16] Esta reflexión alude al “republicanismo” o “humanismo cívico”, presente en el pensamiento de notables filósofos, teóricos políticos e historiadores de las ideas políticas como Quentin Skinner, Michel Petit, Hannah Arendt, Charles Taylor, Judith Shklar, entre otros.

[17] Cfr. Arendt, Hannah La condición humana Madrid, Seix Barral 1976 cap. V.

[18] Revísese Flores Galindo, Alberto La tradición autoritaria Lima, SUR – APRODEH 1999.

[19] Véase Sandel, Michael Justicia Madrid, Debate 2013. Capítulo IV.

[20] Me refiero a Gamio, Gonzalo El experimento democrático Lima, UARM 2021; La construcción de la ciudadanía Lima, IDEHPUCP-UARM 2021; La crisis perpetua Lima, UARM 2022. Nótese que el elemento republicano constituye un elemento central -pero no es en absoluto el único- para fortalecer la salud de las democracias liberales.

[21] Cfr. Gamio, Gonzalo La crisis perpetua op.cit., primera sección, tercer capítulo.

[22] Sandel, Michael J. La tiranía del mérito Madrid, Debate 2021 p. 272.

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