Susana Mosquera
Doctora en Derecho con mención de doctorado europeo por la Universidad de A Coruña, España. Docente principal de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Directora del Programa de Doctorado en Derecho y Vicedecana de investigación de la Facultad de Derecho de la Universidad de Piura. Investigadora calificada por el CONCYTEC.
En los primeros días de mayo, los medios de comunicación de todo el mundo comenzaron a enfocar hacia Israel. En primer lugar, el proceso electoral celebrado en marzo de 2021 vaticinaba el declive político del presidente Netanyahu quien, tras un intento fallido de formar una nueva alianza conservadora en Israel, veía como el miércoles 5 mayo el presidente encargaba al moderado Yair Lapid formar gobierno. En ese contexto de inestabilidad política, sin saber aún quién será el nuevo presidente, se desencadena la crisis “inmobiliaria” en Sheikh Jarrah, el barrio de Jerusalén este en el que viven varias familias palestinas. Se trata de 70 palestinos que fundaron este barrio cuando en 1948 Israel pasó a ocupar Jerusalén. Sin embargo, después de la construcción de sus viviendas, la Corte Suprema determinó que los dueños de los predios en los que habían edificado pertenecían a una asociación religiosa judía que los había adquirido mucho tiempo antes de la creación del Estado de Israel.
Estas constantes disputas de complejo entramado jurídico, que están relacionadas con los primeros asentamientos de población judía dentro del territorio de lo que todavía era la colonia controlada por el Reino Unido son habituales en toda Cisjordania, generando frecuentes tensiones entre la población árabe y judía. En esta oportunidad, las familias palestinas habían pedido a la Corte Suprema que reconozca su legitimación activa en el proceso para poder discutir los derechos de propiedad sobre esas viviendas en Sheikh Jarrah. Pero, el alto tribunal canceló las audiencias programadas para el lunes 10 de mayo debido a la escalada de tensión que se vivía en esos momentos en el barrio. Lamentablemente la tensión ya estaba en las calles, incentivada por décadas de conflicto entre sionistas y palestinos. Violencia que alcanzó la explanada de las mezquitas el 7 mayo, último viernes del Ramadán. Probablemente al igual que los conflictos inmobiliarios en Sheikh Jarrah, el caso de Al-Aqsa ilustra perfectamente la complejidad que tiene la solución del conflicto árabe-israelí, puesto que el tercer lugar más sagrado para el islam, se alza sobre la misma zona que ocupan los restos del Antiguo templo de Salomón para los judíos.
De ese modo se gesta la tormenta perfecta para una escalada de violencia que no se veía en Jerusalén desde hacía décadas. Ataques de Hamás desde la franja de Gaza activan los sistemas de defensa de Israel, que devuelve el ataque; tras 11 días de escalada bélica se aprueba un alto al fuego entre Israel y Hamás, que entra en vigor el 21 de mayo. La escalada de tensión deja tras de sí numerosas víctimas, población desplazada, infraestructuras destruidas, pero sobre todo reactiva un problema de muy difícil de solución. Las tensiones por los derechos de propiedad en Sheikh Jarrah, mantendrán vivo el enfrentamiento entre la población Palestina e Israel, la ayuda internacional permitirá reconstruir a los edificios destruidos en la franja de Gaza, se activarán los mecanismos para ofrecer ayuda humanitaria a la población desplazada, Israel reforzará y mejorará su sistema de escudo antimisiles, mientras que Hamás tratará de reorganizar su red de túneles subterráneos y de perfeccionar el ataque a objetivos concretos israelíes. Lo cierto es que el paso del tiempo, hace cada vez más compleja la solución de este conflicto. Así, cada vez que se logra desentrañar un elemento jurídico de esta maraña se descubre un nuevo nudo en la madeja: nudos políticos, internos e internacionales, nudos económicos, nudos geo-estratégicos, nudos religiosos, solo por mencionar alguno de los problemas más evidentes que presenta el conflicto. Por razón de extensión, en este breve comentario solo podemos plantear una aproximación al conflicto desde la perspectiva de análisis que ofrece el Derecho internacional de los derechos humanos, pero que quede evidencia de que muchas otras aristas seguirán pendientes de solución.
Después de la Segunda Guerra Mundial surge la ONU con una intención muy clara: evitar que los Estados vuelvan a utilizar las armas para resolver las controversias entre ellos. De ese modo, la buena fe en el cumplimiento de las obligaciones internacionales, el respeto a los pactos y obligaciones asumidos libremente, la igualdad soberana de los Estados, o la libre determinación de los pueblos son algunos de los bondadosos (y un tanto utópicos) principios que guían al mundo tras el devastador escenario del genocidio judío. En ese escenario, en el año 1948, Israel proclama su independencia y se convierte en un nuevo Estado miembro de la comunidad internacional aprovechando justamente estos nuevos principios inspiradores de la convivencia global. Sin embargo, no habrá paz en el territorio de Israel y la tensión entre judíos e israelíes se convertirá en un tema constante de análisis para las siguientes generaciones.
Los intentos de crear dos Estados fracasan estrepitosamente, inicialmente por la oposición de los vecinos países árabes, pero también por los deseos y necesidades de expansión que tiene la población israelí. Así Cisjordania se convierte en zona ocupada en la que un grupo extenso de colonos judíos se establece dentro del territorio que el derecho internacional había asignado a la soberanía Palestina. La existencia de dos estructuras dispares, la Autoridad Nacional Palestina controlando el territorio de Cisjordania y el grupo armado Hamás (descrito en muchos momentos como un grupo terrorista) controlando la franja de Gaza, hace muy difícil el entendimiento entre la propia población Palestina y con ello limita su posible transformación en estructura estatal. En un intento de avanzar en esa dirección, la Autoridad Nacional Palestina ratifica en 2015 el Estatuto de Roma permitiendo de ese modo que la Corte Penal Internacional pueda tener jurisdicción sobre los graves crímenes de guerra cometidos en Palestina. Este movimiento puede llegar a tener una significativa repercusión para incorporar los Derechos Humanos en el escenario del conflicto palestino-israelí, una ruta que Israel siempre ha tratado de evitar.
Es evidente que los derechos humanos están presentes en este conflicto y lo han estado desde el primer momento. Categorías jurídicas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos como la del refugio, la limitación de la libertad personal, la discriminación laboral, la restricción de derechos y libertades, la violación del derecho a la educación, libertad de expresión o asociación, derechos de propiedad y garantías del debido proceso, son bien conocidas por la población palestina que ha sufrido de forma directa todas esas vulneraciones, muy especialmente en la sobrepoblada franja de Gaza. Lo que ha llevado a más de un experto a describir la situación ahí como un nuevo Apartheid. Del lado israelí también se conocen consecuencias de lo que significa vivir en una zona de conflicto, especialmente la inseguridad, la afectación a la integridad física y el riesgo de posibles ataques, razones que justificaron la necesidad de contar con un sistema de defensa frente a los posibles ataques que pudieran venir de los grupos armados palestinos o de los países vecinos.
Sin embargo, en un momento como el actual, en el que muchos países árabes vecinos han reconocido el Estado de Israel (estableciendo relaciones diplomáticas), reduciendo con ello la posibilidad de un ataque externo, corresponde plantearse una importante pregunta respecto a la proporción de uso de la fuerza. Las imágenes de las pasadas semanas eran ilustrativas: misiles interceptados por un escudo balístico se deshacían en el cielo como fuegos artificiales, mientras que Israel hacía desaparecen con ataques de enorme precisión objetivos estratégicos en Gaza (incluido el edificio sede de la prensa en unos minutos). El resultado de este intercambio de fuerza ha sido manifiestamente desproporcionado en víctimas mortales: 256 víctimas mortales del lado palestino (incluidos 66 niños) y 13 muertos israelíes (incluidos 2 niños).
La comunidad internacional no ha permanecido pasiva ante estas cifras y por vez primera ha comenzado a dejarse oír una voz crítica contra Israel (significativa ha sido la que llega desde EE.UU, su principal valedor a lo largo de las últimas décadas); una voz que llama la atención sobre un elemento que hasta el momento se había considerado parte de la ecuación: la legitimación del uso de la fuerza por parte de Israel para repeler los ataques que sufre por parte de grupos insurgentes palestinos. Hasta la fecha no se había cuestionado el derecho de Israel a defenderse, pero esta última escalada de violencia ha dejado evidencia sobre la capacidad real de ataque que tiene cada uno de los dos contrincantes.
En este escenario, la opinión establecida por la Corte Penal Internacional en febrero de este año de que su jurisdicción se extiende no solo sobre Cisjordania, sino también sobre la franja de Gaza y Jerusalén este, puede hacer de este episodio de enfrentamiento la tormenta perfecta para que finalmente, se puedan activar mecanismos coactivos de aplicación del Derecho Internacional de los Derechos Humanos por los graves crímenes cometidos, al tiempo que se depuren responsabilidades por los hechos ilícitos. Ciertamente, el proceso no podrá incluir a los ciudadanos israelíes, pero la posibilidad de que un actor internacional independiente investigue los hechos es un significativo avance, que podría tener consecuencias indirectas que ayuden a encontrar una nueva ruta para las relaciones políticas entre palestinos e israelíes.