Inicio Penal Breves apuntes sobre la dogmática de los Delitos Sectarios: límites entre la libertad de conciencia y la coacción

Breves apuntes sobre la dogmática de los Delitos Sectarios: límites entre la libertad de conciencia y la coacción

por PÓLEMOS
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Carlos Bardavío Antón

Doctor en Derecho y Profesor asociado en la Universidad Internacional de la Rioja (España)


La referencia específica a los delitos sectarios la acuñé en mi tesis doctoral (Bardavío Antón, 2018) como referencia a aquellos comportamientos criminales relacionados con organizaciones, grupos o relaciones sectarias, esto es, aquellos comportamientos que, por motivos de conciencia o, por convicción o enemistad al Derecho, quebrantaban la norma. En este mismo sentido, la diferenciación entre comportamientos conforme al derecho a la libertad ideológica, de conciencia o religiosa y los comportamientos criminales motivados por la ideología, la conciencia o la religión es difusa, y precisa de un análisis pormenorizado de los casos en concreto. Por ejemplo, en relación a los comportamientos que incurren en un tipo penal por motivos de conciencia, la doctrina suele encontrar argumentos normativos a favor de la disminución o exoneración de la responsabilidad o por falta de necesidad de una pena, mientras que en los comportamientos por convicción o enemigos se reclama la máxima responsabilidad y pena (ampliamente, Bardavío Antón, 2018). La delimitación entre unos y otros comportamientos que quebrantan -aparentemente- el tipo penal suele basarse en la gravedad del hecho y en la forma comisiva, esto es, si la forma de comisión es activa y el hecho es grave suele haber mayor incomprensión del motivo de conciencia, pero si la forma de comisión es omisiva y el hecho es de menor gravedad se suele alegar una mayor comprensión del acto criminal, sin embargo, consideramos que la forma de comisión delictiva ni la gravedad no condicionan las categorías conceptuales y normativas referidas, sino la relación  entre Sociedad, norma y persona (Jakobs, 1996). Por un lado, porque la forma comisiva es intercambiable según el contexto organizacional del delito y, por otro, la gravedad sólo informa de una parte del injusto total, de modo que, también el objetor de conciencia o el autor de conciencia pueden cometer hechos criminales graves sin perjuicio de que, en ocasiones, pueda existir una merma de la responsabilidad, y viceversa, que los autores por convicción o enemigos puedan cometer hechos menos graves, también sin perjuicio de que pueda existir una merma de la responsabilidad en casos especiales. Es decir, también consideramos que dichas categorías pueden ser moldeadas por un previo déficit de socialización atribuido a la propia norma por déficit de comunicación (falta de alternativas comportamentales conforme a Derecho), o atribuido a un tercero por educación totalitaria y/o criminal o por educación tradicional (Jakobs, 1997).

Trataré de explicar lo anterior con dos ejemplos. En el paradigmático caso del Testigo de Jehová que omite el deber de socorro en el consentimiento a una transfusión de sangre a su hijo menor de edad, pongamos 5 años, ese mismo comportamiento varía, por ejemplo, si llama o no a las asistencias, esto es, si procura la intervención de un tercer garante. En caso negativo, el motivo de conciencia sigue persistiendo si bien el hecho criminal pasa de la omisión del deber de socorro al homicidio en comisión por omisión. En ambos casos, hay situaciones en las que la norma penal de comportamiento, solidaridad mínima del deber de socorro o infracción de deber institucional en el homicidio, se activa sorpresivamente, esto es, el autor no desea per se, ni previamente acabar con la vida de su hijo, ni tampoco que muera por su falta de consentimiento. La educación y la conciencia durante los años previos y la fe amparada por el Derecho a la libertad de conciencia o religiosa impide, según los casos, que el sujeto repentinamente amolde su comportamiento a la norma, precisamente porque la norma que obliga se activa sorpresivamente por un hecho casual, la necesidad vital de transfusión. En ambos casos, se podría apreciar, tal y como desarrollé en mi investigación (Bardavío Antón, 2018), un estado de necesidad exculpante completo o incompleto por déficit de comunicación de la norma en relación al sistema social y a la persona en concreto o, dicho de otro modo, la norma penal, en dicha situación y caso, ha sido incapaz de orientar hacia la conducta permitida del sujeto porque la norma no ha dotado de alternativas de comportamiento permitido, sino exclusivamente una única manera de cumplir con ésta. Además, también se une el motivo de la falta de necesidad de la pena, pues el sujeto está, en verdad, socializado por la norma previa al suceso, como es la socialización realizada por el derecho a la libertad de ideológica, de conciencia o religiosa (ampliamente sobre los límites de la libertad de conciencia en el Derecho penal, Baucells I Lladós, Cugat Mauri; Flores Mendoza; Jericó Ojer; Jordán Villacampa; Luzón Peña; Maqueda Abreu; Martín Sánchez; Navas Renedo; Redondo Hermida, Tamarit Sumalla).

De otra, en los delitos del autor por convicción y/o el enemigo, sobre los que se suele reclamar la máxima responsabilidad y pena, hay casos excepcionales en los que un previo adoctrinamiento totalitario, criminal o educativo pueden afectar a la responsabilidad sin repercutir a la categoría conceptual y normativa. Por ejemplo, los menores adoctrinados en organizaciones criminales (juventud hitleriana, Jakobs 1997) o en tradicionalismos educativos religiosos desde la juventud pueden cometer delitos por déficit de socialización atribuidos a terceros (jefes de organizaciones criminales, líderes sectarios, padres, etc.). Es decir, un tercero crea la categorización del sujeto como autor por convicción o enemigo (también podría crear la de autor de conciencia). En dichos casos excepcionales también puede operar una causa de exculpación basada en el estado de necesidad por esa previa desocialización causada en esta ocasión, ya no por la norma y su relación con el sistema social y la persona, sino por un tercero que crea el mismo efecto de falta de alternativas de comportamiento conforme a la norma.

Pues bien, en ambos casos, tanto en objetores o autores de conciencia como en autores por convicción y/o enemigos, los motivos de comportamiento son tan ineludibles para la voluntad, por lo que la diferenciación conceptual y normativa no puede hallarse en los motivos, salvo que el Derecho opere como paradoja, es decir, criminalizando los motivos con base a otros motivos discordantes (moralidad), sino en la relación apuntada entre Sociedad, persona y norma, en definitiva, en la falta o no de comportamientos alternativos conforme a la norma. En concreto, el autor de conciencia en casos excepcionales quebranta la norma por sí, para sí y puntualmente porque no tiene otra alternativa para cumplir la previa socialización realizada por el Derecho a la libertad de conciencia, esto es, no lucha contra la norma sino que se ve abocado a incumplirla aunque desee respetarla (conflicto de conciencia), mientras que el autor por convicción y/o enemigo luchan contra la norma, tienen alternativas normativas para cumplir el mismo fin comportamental (por ejemplo, en ciertos independentismos violentos modificar la constitución por los cauces legales establecidos en vez de asesinar o realizar un golpe de Estado), pero en ocasiones, como decíamos supra, aun existiendo alternativas de comportamiento normativo, el sujeto se ve igualmente abocado al delito por la meritada superioridad de la voluntad de un tercero por adoctrinamiento criminal, educativo o por una previa persuasión coercitiva (manipulación o coacción psicológica, lavado de cerebro) atribuible penalmente a un tercero, de modo que, si bien su comportamiento, por ejemplo, en el seno de una organización criminal o fanática, lleven a considerar la máxima criminalidad por el hecho, la atribución de un déficit de socialización a un tercero puede fundamentar, excepcionalmente, una merma de la responsabilidad penal por estado de necesidad exculpante sin que varíe su categorización conceptual y normativa (Bardavío Antón, 2018).

Llegados a este punto, conviene acotar a qué nos estamos refiriendo con la persuasión coercitiva, eje central y motriz de los demás delitos sectarios. La persuasión coercitiva (tradicionalmente denominada lavado de cerebro) restringe la libertad de la voluntad mediante un ataque indirecto, sutil, imperceptible y progresivo. Las técnicas de persuasión coercitiva, por ejemplo, el control emocional, cognitivo, volitivo, ambiental, de la información, etc., que por motivos de espacio no podemos desarrollar (ampliamente, Almendros; Bardavío Antón; Cuevas Barranquero; Perlado; Rodríguez-Carballeira; Saldaña) constituyen, en nuestra opinión, una forma de vis compulsiva contra la capacidad de libre voluntad cuando causan un déficit de socialización, o en los casos más graves de vis absoluta cuando producen una adicción comportamental o trastorno psíquico completo que afecte por entero a la voluntad. Las técnicas de persuasión coercitiva constituyen, en este sentido, por su ataque a la capacidad de libre voluntad, una violencia semejante al concepto normativo de violencia del delito de coacciones. De aquí que la persuasión coercitiva suponga una forma especial de violencia, si  bien con ciertas similitudes, por ejemplo, con la violencia de género psicológica en aquellos casos en los que la víctima justifica la agresión, entonces, constituye la persuasión coercitiva, igualmente, un delito autónomo de coacciones grave que sirve de eje motriz (imputación objetiva) de otros delitos contra la víctima (lesiones psicológicas, estafas, agresiones sexuales, trata de personas, delitos contra la vida) pero, también, fundamenta que la víctima sirva de medio para perpetrar una persuasión coercitiva contra terceros y otros delitos asociados (Bardavío Antón, 2017).

Lo dicho hasta ahora tiene consecuencias en la tradicional dogmática jurídico-penal de la autoría y participación. Tal y como hemos fundamentado el déficit de socialización en sus variantes, salvo casos de plena incapacidad de la voluntad (autoría mediata), éste permite horizontes de libertad, esto es, el déficit de socialización no permite en todos los casos una merma plena o completa de la capacidad de voluntad del autor, sino que causa una restricción del horizonte de expectativas: el sujeto aún tiene ciertos márgenes de libertad. Esto lleva a considerar que la víctima de un déficit de socialización atribuido a tercero, por ejemplo, por previa manipulación o alteración psicológica o persuasión coercitiva por un líder sectario-criminal, se exponga en el hecho criminal ordenado por el tercero ya no como autor inmediato del autor mediato (autoría mediata) sino como coautor de su propia persuasión coercitiva, si bien, claro está irresponsable, y coautor del delito ordenado -sutilmente- junto a ese tercero o terceros sin perjuicio de la disminución de la responsabilidad o exoneración por los motivos fundamentados.

A este modelo de responsabilidad bidireccional le he denominado la víctima-autor para significar su doble dimensión y sentido de la dirección de la responsabilidad, sin perjuicio de la disminución o exoneración de la responsabilidad por la participación de la víctima de la persuasión coercitiva en otros injustos contra terceros (Bardavío Antón, 2018). Muy significativa al respecto es la Sentencia del caso chileno Antares de la Luz (Bardavío Antón, 2018), en el que el abuso de superioridad espiritual del líder del grupo llevó a que las víctimas participaran en los abusos sexuales a otras víctimas. Sin embargo, tanto en este caso, como en otros (Bardavío Antón, 2019), no se condenó por persuasión coercitiva sin perjuicio de los concursos para fundamentar mayor penalidad, sino por el resultado injusto del abuso sexual (consentimiento viciado), lo cual, según lo mantenido aquí es erróneo puesto que al tratarse la persuasión coercitiva de una forma especial de violencia se debe criminalizar por agresión sexual (obtención del consentimiento por medio de violencia).

Ejemplo paradigmático de esto es también el reciente caso en Perú de Félix Steven Manrique, condenado por delito de trata de personas, entre ellas, una española, Patricia Aguilar, que abandonó su familia el mismo día de cumplir 18 años para ser su sierva incondicional y sufrir repetidos malos tratos y violaciones. En concreto, Patricia Aguilar, siendo menor de edad, 16 años, fue contactada por Félix Steven Manrique Gómez a través de una página de Facebook sobre esoterismo. La menor en ese momento no padecía trastorno o vulnerabilidad especial conocida, salvo el presumible desarrollo de su personalidad por la minoría de edad, pero sí estaba atravesando un periodo de luto por el reciente fallecimiento de un familiar muy cercano. El autor se valió de la información suministrada por Patricia a través del tema esotérico de conversación para introducirle progresivamente la idea de que sólo él, mediante sus poderes especiales, podía elevarla a un conocimiento especial y que a través de él ella podía salvar a la humanidad ante el inminente apocalipsis que iba a acaecer, repoblando la tierra en el futuro con la estirpe que ambos crearían. En este sentido, como veremos a continuación, el consentimiento de Patricia a cada una de las situaciones fue progresivamente arrancado de una primera forma sutil a una forma más explícita de violencia, llegándose en los últimos meses a agresiones sexuales y malos tratos explícitos.

La Sentencia núm. 27 del Juzgado penal núm. 31 de Lima, de 24 de enero de 2019, condenó a Félix Steven Manrique en calidad de autor por delitos de trata de personas del art. 153 del CP peruano a la pena de 23 años de prisión, con la agravante del apartado A por la existencia de pluralidad de víctimas, víctimas menores y por la especial relación entre autor y víctimas. Lo significativo de la Sentencia es que centra la imputación penal en el delito de trata de personas, y a pesar de que se afirma en la misma que las víctimas voluntariamente accedieron a estar con él y acatar sus órdenes, existía una explotación sexual exclusivamente en su propio beneficio, además de diversos malos tratos, esto es, la Sentencia condena consumiendo en el delito de trata otras formas de violencia.

En este punto es necesario advertir cierto error en el que, en nuestra opinión y en relación a la expuesto supra, incurre la Sentencia. La Sentencia no utiliza elementos propios de la persuasión coercitiva o de la violencia psicológica (coacciones) para explicar el medio violento de obtención del consentimiento, ni explica el posterior uso de violencia explícita para retener a las víctimas, cuestión que hubiera sido necesaria para fundamentar no sólo el injusto de la trata de personas en este caso, sino también la autonomía del injusto de la persuasión coercitiva como delito autónomo de coacciones para, por un lado, mediante los concursos alcanzar el límite máximo de la pena en su caso, es decir, agravar más la pena hasta los 25 años y no 23, y criminalizar de forma autónoma otros resultados de dicha violencia como es la agresión sexual/violación. Y es que se olvida en la Sentencia que el elemento subjetivo del injusto del delito de trata de personas pasa por cumplir los elementos objetivos señalados, esto es, una explotación económica en beneficio del autor, cuestión que en este caso no se aprecia, sino la esclavitud, una servidumbre total, laboral y especialmente sexual de las víctimas, no económicamente para el disfrute de terceros, cuestión clave de este injusto, sino como disfrute propio, comportamiento que lo asemeja más a una forma de esclavitud propiciada por la previa persuasión coercitiva. Dicho de otra forma, el razonamiento de la Sentencia es incoherente respecto al supuesto de un violador que retiene a sus víctimas para además servirse de ellas en otros aspectos (servidumbre). En verdad, el consentimiento inicial de las víctimas más que viciado fue arrancado imperceptiblemente. Recuérdese -señala la Sentencia- que las víctimas debían mantener relaciones con el autor para con ello salvar a sus respectivos padres del apocalipsis, de modo que la relación sexual, aunque aparentemente consentida, no era tal sino que a las víctimas les fueron restringidas las alternativas de comportamiento libre (capacidad de libre voluntad), es decir, los supuestos consentimientos sexuales iniciales se motivaban en una positividad creada por el autor a través de la previa persuasión coercitiva, en concreto, a través de un imperativo divino abusivo, incomprensible y deficitario que oculta no sólo la finalidad real del autor, sino especialmente que para cumplir el imperativo divino (cuestión per se amparada por el Derecho a la libertad de conciencia o religiosa) a la víctima se le incapacita de su libre capacidad de la voluntad, su dignidad como persona, y esto es incompatible con la libertad de conciencia o religiosa. Así, no se trata de un delito de trata de personas, no hay una explotación económica en beneficio propio a través de terceros, sino una violencia por medio de la cual el autor consigue que las víctimas se sometan a todos sus deseos: sexuales, servidumbre, etc. En este sentido, es más coherente concluir que existen cuantiosos delitos de violación propiciados por una persuasión coercitiva permanente (coacciones), en concurso de delitos por la especial gravedad autónoma de este último o, en concurso con el delito de secuestro.


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