Inicio InterdisciplinarioGénero y Derecho La evolución de la participación política de las mujeres en el Perú entre los años 1930 y 1950

La evolución de la participación política de las mujeres en el Perú entre los años 1930 y 1950

por PÓLEMOS
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Karen Poulsen

Licenciada en Historia por la PUCP.

En unas pocas semanas, el 10 de abril, acudiremos a las urnas para elegir al presidente y a los miembros del Congreso que nos representarán en el periodo 2016-2020. Se trata de una ocasión en la cual los ciudadanos (hombres y mujeres) mayores de edad, ejerceremos nuestros derechos de libre elección y elegibilidad, a semejanza de otras democracias. Dentro de este contexto, postulan a la presidencia dos mujeres y al Congreso otras varias.

La elección de mujeres no representa una coyuntura inédita en el Perú, pues en 1956, en virtud de la ley que otorgó el sufragio femenino, nueve mujeres alcanzaron el Parlamento y en lo sucesivo, otras han llegado a ocupar curules y sillones municipales. Pero, sí denota que en el transcurso de unas generaciones la política peruana ha dado un giro de tuerca. Hace 60 años las mujeres no eran consideradas ciudadanas y por lo tanto no participaban en la política nacional. En este artículo se reflexionará, desde una perspectiva histórica, sobre los antecedentes y el contexto en el cual fue aprobada esta ley, que sin lugar a dudas, contribuyó al fortalecimiento de la democracia, a la construcción de ciudadanía y de una sociedad más equitativa.

La primera discusión a nivel oficial se dio en la Asamblea Constituyente de 1932, cuya finalidad fue elaborar una nueva carta magna. Cabe precisar, que se vivía en un ambiente de turbulencia política, a nivel internacional y nacional, debido a la penetración de nuevos actores en el entramado social (obreros, estudiantes universitarios, burócratas, empleados y mujeres) que reclamaban derechos, entre ellos el del sufragio. Para comprender las motivaciones femeninas por acceder a la ciudadanía, citemos el pensamiento de Aristóteles en La Política: ciudadano es aquel que tiene voz deliberante en la asamblea pública y en el tribunal. (Ascárate, 2005: 1). El sociólogo T.H. Marshall acota que la ciudadanía se confiere a quienes son miembros de pleno derecho de una comunidad. (1949: 312). Mira Yuval Davis, investigadora sobre derechos de las mujeres, señala que la ciudadanía confiere derechos a la vez que obligaciones. (1997: 35). No era de extrañar que ellas se rebelaran ante un mundo dominado por los intereses masculinos, en el cual las leyes no las amparaban; en el cual sentían la gran desproporción entre sus obligaciones y sus derechos: largas jornadas de trabajo, menores remuneraciones y vejaciones; esquemas familiares patriarcales, invisibilidad como sujetos.

En este contexto de efervescencia social fue significativa la impronta que dejaron en el imaginario las sufragistas y suffragettes anglosajonas (Susan B. Anthony, Millicent Garrett Fawcett, Emmeline Pankhurst, Emily Davison), quienes con sus discursos, manifestaciones y actos vandálicos obtuvieron el anhelado reconocimiento, en los EEUU en 1920 y en el Reino Unido entre 1917 y 1928. En Alemania y en la URSS, las mujeres adquirieron derechos de ciudadanía en 1918, de manos del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) y del bolchevismo, respectivamente. Entre ellas, destacan Rosa Luxemburgo, Clara Zetkin, Alejandra Kollantay y Nydezhka Krupskaya, la esposa de Lenin. Estas y otras luchadoras sociales contribuyeron al despertar de las conciencias, acto motivador del cambio. Resonaron también los planteamientos de vanguardia de los filósofos e ideólogos Stuart Mill, Condorcet, Liebknecht, Bebel, Kautsky y Duguit.

La corriente de opinión se polarizó a favor y en contra de aceptar a las mujeres en los predios de la política. Por ejemplo, en Chile, México y Argentina arraigaron tempranamente las asociaciones femeninas y feministas inspiradas en los acontecimientos que se acaban de relatar, que recibieron el impulso de las sufragistas norteamericanas Carrie Chapman Catt, Doris Stevens, Heloise Brainerd y posteriormente de Eleanor Roosevelt. Sin embargo, contaron con detractores acérrimos, que consideraban que la ciudadanía era un tema eminentemente masculino. Tan fuerte era este consenso que, en las constituciones “el ciudadano” era tácitamente “el varón”. En Ecuador, amparada en esta falta de explicitación, la abogada Matilde Hidalgo de Procel acudió a votar. Su actitud generó polémica, no obstante, el congreso de corte liberal extendió el derecho de sufragio a las mujeres, convirtiéndose en el primer país sudamericano en hacerlo en 1929. En la mayoría de parlamentos latinoamericanos la discusión fue creciendo, avalada por quienes tempranamente despertaron al reclamo de sus derechos. A Ecuador, le siguieron Uruguay y Brasil en 1932.

En el Perú, estos años coincidieron con la aparición de los movimientos Evolución Femenina fundado por María Jesús Alvarado en 1914 y Feminismo Peruano, organizado por Zoila Autora Cáceres en 1924. Así mismo, surgieron los primeros partidos de masas, el APRA y la Unión Revolucionaria y los partidos Socialista y Comunista (Socorro Rojo). En tales agrupaciones nacieron a la vida política Magda Portal, Yolanda Coco, Adela Montesinos y una pléyade de literatas, luchadoras y animadoras sociales. A ellas se suman los nombres de Nina Flores, Jefa de la Unión Nacional Democrática de Mujeres y Rosa Augusta Rivero Ricaldi la primera abogada cusqueña. Todas ellas fueron mujeres progresistas, quienes actuaron comprometidamente y con vocación social y política, para lograr un espacio en la sociedad.

Retomando las discusiones en la Constituyente de 1932, la propuesta de integración política de las mujeres fue percibida como revolucionaria por un influyente sector de nuestra sociedad tradicional y conservadora. Los congresistas, replicando sentimientos antifeministas, interpusieron argumentos similares a los escuchados en parlamentos del exterior: que con la mujer en la política el matrimonio y el hogar serían vulnerados; que a las mujeres no les interesaba la política y no habían pedido ser ciudadanas, que perderían sus atributos femeninos y que no tenían capacidades intelectuales para desempeñarse en este campo, reservado al dominio masculino.

En consecuencia, en la Constitución de 1933 se denegó el sufragio en elecciones políticas nacionales, pero se decretó el sufragio femenino municipal (local). El autor de la propuesta, el congresista Víctor Arévalo, argumentó que de esta manera el parlamento daría señas de no ser un ente retrógrado. No obstante, la ley no se reglamentó, lo cual indica el poco interés por promover el ingreso de las mujeres a espacios de toma de decisiones políticas. Es de suponer que esta reticencia causara sinsabores en los círculos antes descritos, donde las ideas progresistas alentaban la modificación de los criterios excluyentes, que aduciendo una supuesta naturaleza de la mujer (frágil, influenciable, intelectualmente inferior), la confinaban dentro del hogar. En los párrafos siguientes se verá que, tras este frustrante desenlace, hubo que esperar un par de décadas, hasta que en el Congreso se reabrió el debate.

Mientras tanto, el periodo de posguerra fue fundamental para la consolidación de las democracias nacionales, en aras de alejar los fantasmas dejados por los totalitarismos fascista y nacionalsocialista (que tuvieron sus réplicas en América Latina). Francia otorgó el sufragio femenino en 1945 y en Latinoamérica, Argentina y Chile en 1947 y en 1949. En esos años surgieron la ONU y la OEA con la voluntad de lograr la pacificación mundial luego de la Segunda Guerra Mundial y de velar y hacer cumplir sus postulados en cuanto a la no discriminación de los seres humanos por razones de raza, credo o sexo. A la vez, surgieron colectivos sociales que desplegaron una intensa movilización estrechando vinculaciones de género intercontinental. Ello denota la evolución en el pensamiento y la sensibilización en distintas capas sociales, debido a los logros que las mujeres venían obteniendo en campos considerados androcéntricos, llámense universitarios, de los negocios, del empleo y en las esferas del gobierno. Las sociólogas Alina Donoso y Teresa Valdés puntualizan que: las mujeres al percatarse de su potencial calidad de ciudadanas, lucharon por ser integradas en la vida política, por conseguir la equidad de género y por recibir el reconocimiento como sujetos sociales. (2007: 20).

En nuestro país, un claro ejemplo de lo descrito lo personifica una generación de jóvenes que maduró en los años 1950. Fueron mujeres que asumieron sus responsabilidades en distintos campos de la vida pública, cuando venía siendo notoria su contribución en lo profesional. Entre ellas, se menciona a la doctora Teresa Pasco, a la diplomática Carmela Aguilar Ayanz, a las educadoras Teresa Berninzon e Irene S. de Santolalla, quien llegó a ser la primera senadora por el Movimiento Pradista. Por su parte, las activistas reunidas en la Asociación de Abogadas Trujillanas, entre quienes se cuenta a María Julia Luna, Amable León, Sarita Llosa, Bertha Santa María y Rosa Estrada, luchaban por alcanzar la igualdad de derechos en el ejercicio de su profesión. Luna[1] relató que ellas sentían que se vivía en una “democracia coja”. Sin embargo, enfatizó que a las manifestaciones acudieron universitarios de ambos sexos, que reclamaban la igualdad política de las mujeres. Tres profesionales de esta agrupación, las abogadas León, Llosa y Estrada candidatearon al congreso, en su nuevo rol de ciudadanas.

En el contexto de la guerra de 1941 contra el Ecuador, el Comité Nacional pro Derechos Cívicos y Políticos de la Mujer, liderado por Elisa Rodríguez Parra de García Rosell estrechó vínculos de género con mujeres al otro lado de la frontera, por encima de los sentimientos patrióticos. Este comité congregó a mujeres de distinta extracción socio-económica, comprometidas con la conquista del sufragio, a la vez que con mantener una presencia activa en la comunidad.

En la coyuntura electoral de 1956, María Luisa Montori formó el Comité Cívico Femenino, al cual se adscribió Matilde Pérez Palacio, futura diputada por Acción Popular. Estas mujeres estaban dejando atrás el viso que caracterizó a sus predecesoras de ser excepcionales y de vanguardia. Para ellas, el sufragio llegó en extensión lógica de sus labores cotidianas. Sin ser transformaciones traumáticas, fueron configurando un nuevo espacio de interacción entre los sexos, en el cual por la fuerza de la costumbre, se fueron atenuando las posturas otrora radicales. Con su postulación al congreso, algunas mostraron sus intenciones proselitistas, en paralelo con sus motivaciones por acceder a los campos académico y laboral.

En 1955, se llevó a cabo la segunda discusión en la esfera oficial. Eran momentos culminantes en el gobierno de Manuel Odría, que coincidieron con el conjunto de transformaciones sociales relatado. En esta ocasión el debate en el Congreso fue bastante árido puesto que este recinto era un bastión odriista y también porque resultaba anacrónico continuar denegando la ciudadanía a un sector de la población que por sus calificaciones acreditaba largamente para obtenerla. En consecuencia, luego de un breve ciclo de discusiones retóricas, el parlamento dio la venia a la ley 12391, que el presidente orgullosamente había promovido meses antes.

La historiografía y el mito popular señalan que Manuel Odría actuó por cálculo político, para contar con el voto de las mujeres en las próximas elecciones y que María Delgado de Odría fue la gestora. En efecto, otorgar el sufragio fue una artimaña que urdió el presidente para legitimar su imagen y la de su entorno, pues el régimen era calificado de trasgresor de los postulados de la democracia. En este sentido, el politólogo Norberto Bobbio[2] afirma que la democracia se rige por principios fundamentales: de legitimidad del gobernante, de igualdad de los ciudadanos ante la ley y del goce de libertades (de expresión y sufragio). Consecuentemente, Odría apeló a una medida democratizadora para atenuar las demandas ciudadanas, para que otros no le ganaran por puesta de mano[3] y para trascender en la historia como un benefactor.

Cabe recordar que, Odría irrumpió en Palacio en 1948, tras un golpe de estado. Algunos meses más tarde fue elegido presidente constitucional, al quedar de candidato único, luego de descalificar y deportar a su único contendor el también general Ernesto Montagne. A ello se sumó su alianza con los EEUU, que lo comprometió en una lucha contra el comunismo en el conflicto ideológico de la Guerra Fría. La promulgación de la Ley de Seguridad Interior le permitió eliminar a sus opositores políticos (apristas y comunistas en su mayoría) y manejar el poder a su antojo. Sin embargo, su actuación, además de que no fue bien recibida por la población, le demandó cumplir con lo estipulado por los entes supranacionales (liderados por los norteamericanos) en cuanto a igualdad de género.[4]

A lo expresado, se adicionan un par de hechos ocurridos en 1954 que terminaron de socavar la estabilidad del régimen e hicieron palpable su desgaste. En abril, el principal líder de la oposición, Víctor Raúl Haya de la Torre fue puesto en libertad, tras una larga reclusión en la embajada de Colombia. Odría le había negado durante todo el Ochenio un salvoconducto para abandonar el país, insistiendo en que no era un preso político, sino un delincuente común. En agosto, la insurrección de su antiguo escudero Zenón Noriega dejó en claro que sus compañeros de arma ya no le querían en Palacio.

Así las cosas, el otorgamiento de la ley del sufragio en el Perú, se debió a una síntesis de factores. De un lado, los de orden político ligados al año 1954. En un momento crítico para la gobernabilidad, cuando estaba en juego la democracia a la que Odría le había dedicado tanta labia, fue un espaldarazo al régimen, sin ánimo electorero. Con esta medida democratizadora de la sociedad, Odría salvó la reputación de un gobierno de “fachada democrática” que venía en picada y posicionó al país al nivel de las naciones democráticas del continente (y del mundo). No en vano, ha trascendido en la historia gracias a esta ley.

María Delgado tampoco fue artífice del sufragio femenino, puesto que sus funciones dentro del Ochenio fueron de carácter populista y estuvieron vinculadas a los sectores más necesitados, mayormente analfabetas, inhabilitados para sufragar. Sin embargo, su actuación en el papel de Primera Dama sintonizó con la de otras mujeres quienes también habían accedido a los medios políticos y sociales, con quienes compartió el escenario público.

En cuanto a los factores de orden social, desde las primeras décadas del siglo XX hubo mujeres interesadas en hacer valer sus derechos civiles y políticos. Debe ponderarse el esfuerzo y sacrificio de estas pioneras que se abrieron paso en un mundo hostil. Sin embargo, en la conquista del sufragio, en sus múltiples espacios, las mujeres no dieron batalla en solitario. Tempranamente, hubo ideólogos y políticos que entendieron el problema en su dimensión social. En consecuencia, el otorgamiento del sufragio femenino, zanjó una deuda con gran parte de la sociedad, que había vivido en los extramuros de la democracia, contribuyó a construir un peldaño en el ascenso hacia la equidad de derechos y coadyuvó en el proceso de construcción de ciudadanía. Por su parte, la Historia nos permite recuperar la memoria de aquellos acontecimientos que en la actualidad pueden pasar desapercibidos.


[1] Entrevista realizada por la autora de este artículo a María Julia Luna de Ciudad, en Trujillo, en el 2009.
[2] Bobbio.2004. Enlace consultado el 5 de marzo de 2016.
 http://lacantera.blogia.com/2004/072701-democracia-norberto-bobbio.php
[3] El Congreso había recibido los proyectos de ley para otorgar el sufragio femenino presentados por los congresistas Francisco Pastor y Luis Osores.
[4] El Perú fue de los últimos países latinoamericanos en otorgar el sufragio femenino.

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