Hugo R. Gómez Apác
Catedrático en la Maestría en Derecho de la Propiedad Intelectual y de la Competencia de la Pontificia Universidad Católica del Perú, en la Maestría en Derecho Administrativo Económico de la Universidad del Pacífico, entre otros.
Una de las cosas que les suelo decir a mis alumnos del curso de Derecho Ambiental de la Facultad de Jurisprudencia de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador es que la protección ambiental cuesta, y este costo, cuantificado al menos con cierta aproximación, no solo debe ser de conocimiento de los que propugnan dicha protección, sino también de las autoridades y de la población en general. Y que cueste no significa que no haya que continuar con los denodados esfuerzos por reducir las emisiones de dióxido de carbono (CO2) y otros gases de efecto invernadero, disminuir el consumo de plástico, incentivar la economía circular, depositar los residuos que no pueden ser reciclados en adecuados rellenos sanitarios, forestar las áreas deforestadas, preservar los recursos hídricos, proteger la fauna y flora silvestre, erradicar la minería ilegal, financiar la fiscalización ambiental, entre otros. Una gasolina sin plomo ni azufre es una gasolina mejor para el aire que respiramos pero más cara. Dejar de producir electricidad sobre la base de combustibles fósiles y pasar a una matriz energética alimentada por energías limpias como la solar o la eólica cuesta, cuesta muchísimo. Debemos estar dispuestos a pagar más por el agua y la electricidad que consumimos, lo que incentivará un uso más racional de estos recursos. En síntesis, la protección ambiental cuesta, y es obvio que nos tiene que costar dejar un mundo más seguro y limpio para las futuras generaciones.
Los dos años de pandemia nos han demostrado que muchas labores se pueden realizar desde nuestros hogares, o desde cualquier lugar. Tanto en el sector público como en el privado hay actividades que no requieren presencialidad. Los abogados que laboran en las oficinas de asesoría jurídica pueden redactar sus informes en casa y enviarlos por correo electrónico. Las clases de derecho, sociología o historia pueden ser dictadas online. Reuniones de directorio, audiencias o entrevistas pueden hacerse por vías telemáticas. Otras actividades, en cambio, requieren intervención presencial, como operar maquinaria o una intervención quirúrgica.
Las cuarentenas y los toques de queda encerraron a las personas en sus casas, y tanto empleadores como trabajadores tuvieron que arreglárselas para llevar a buen puerto el «trabajo a distancia» [para efectos del presente documento, no distinguiremos conceptualmente entre teletrabajo y trabajo remoto, los que serán considerados como sinónimos]. Los legisladores (congresistas o asambleístas) efectuaron sus reuniones por videoconferencia, y por esta misma vía votaron en las plenarias. Los jueces y sus asistentes se adaptaron al trabajo remoto, de modo que las audiencias se hicieron por Zoom y las sentencias se notificaron a las casillas electrónicas de las partes procesales. Las autoridades administrativas aprendieron lo que son los procedimientos electrónicos y los expedientes digitales. De pronto, gran parte del trabajo privado y de la función pública se hizo por internet.
El trabajo remoto tiene muchas ventajas, especialmente para la naturaleza, los ecosistemas y el derecho humano a vivir en un ambiente sano y equilibrado. Durante la pandemia se redujo la emisión de CO2 (lo que no significa que se haya corregido el problema del cambio climático, por si acaso). Menos consumo de gasolina, de ropa y zapatos, de jabón y detergentes, de maquillaje y bloqueador solar, y de otros productos, lo que reduce la generación de residuos sólidos. Menos apremio en estar tan limpios. Menos tráfico vehicular y menos accidentes de tránsito. En ciudades grandes como Lima o Bogotá, el trabajo a distancia significó el ahorro de dos, tres o hasta cuatro horas diarias en movilización, tiempo valioso que puede ser utilizado en otras actividades, como el deporte o aprender un idioma nuevo o a cocinar, o pasar más tiempo con la familia. De hecho, utilizando medios telemáticos, se pueden tener más reuniones y en diferentes lugares. Un profesor puede empalmar rápidamente la clase que dicta en una universidad con otra clase en otra universidad (ubicada incluso en otra ciudad u otro país) sin moverse de su silla. Los funcionarios pueden atender más reuniones con la virtualidad. Se facilita el acceso al mercado laboral a personas con discapacidad.
Si bien hay que reconocer que el encierro fue bueno para el ambiente, no lo fue tanto para la economía. No obstante que algunas actividades económicas se beneficiaron con los efectos de la pandemia (v.g., el servicio de delivery, el uso de plataformas digitales para videoconferencias), establecimientos comerciales como restaurantes, discotecas, hoteles, entre otros, perdieron dinero o, en el peor de los casos, cerraron, lo que significó la pérdida de empleos.
La virtualidad laboral busca evitar el desperdicio de recursos producto de obligar a todos a ir al centro de trabajo, pero apostar por dicha virtualidad no significa que las personas no puedan trabajar desde una cafetería, desde el campo o desde la playa. Asimismo, virtualidad laboral no significa virtualidad social, pues el trabajo a distancia no se contrapone con el derecho de todos de salir a comer, ir a discotecas o viajar. El trabajo a distancia no busca regresar al encierro, sino utilizar de una manera más eficiente nuestro tiempo y recursos, especialmente lo relativo al uso de combustible en vehículos automotores.
Estamos en mayo de 2022 y nos alegramos de estar regresando a la presencialidad. Nuevamente se incrementa el tráfico vehicular, el bullicio regresa a las oficinas, los alumnos se reencuentran con sus compañeros, los vuelos se incrementan, los restaurantes se llenan. Sin embargo, ¿qué lección nos deja la pandemia?, ¿por qué no continuar con el trabajo a distancia y las clases online si es tan beneficioso para el ambiente?, ¿no seríamos una sociedad más ecoeficiente si continuamos, aunque sea parcialmente, con el trabajo a distancia y las clases online?
Es evidente que la presencialidad laboral ayuda a reactivar la economía y que la presencialidad educativa es beneficiosa para el desarrollo de habilidades sociales de los alumnos. Como seres sociales que somos, el contacto, la cercanía, nos anima, nos distrae, nos relaja y hasta aumenta nuestra productividad.
La presencialidad y la virtualidad tienen sus propios beneficios. ¿Por qué no buscar un equilibrio entre ambas? Una combinación armónica de presencialidad y virtualidad. Así, los empleados, que muy bien pueden hacer trabajo a distancia, podrían utilizar esta modalidad los lunes, martes y miércoles; y los jueves y viernes, presencialidad. Los tres primeros días de la semana gana el ambiente, y con los otros dos satisfacemos nuestra naturaleza social y apoyamos en la reactivación económica. Lo mismo tratándose de las clases. Aquellos cursos que pueden ser dictados a distancia sin menoscabar un ápice la enseñanza, que es lo que sucede en disciplinas como derecho, economía, historia, psicología, sociología, etc., podrían organizarse como en el ejemplo anterior, de modo que los profesores y alumnos se encontrarían en salones virtuales unos días de la semana, y los otros días el encuentro sería en las aulas del campus universitario.
Y si queremos evitar la congestión vehicular en determinados días a la semana, una opción de mejor organización para la ciudad podría ser que los trabajadores del sector público adopten la presencialidad los lunes y martes; los del sector privado, los miércoles y jueves; y los profesores y alumnos universitarios, los viernes y sábados.
¿La propuesta nos va a costar? Claro que sí. Tendrá un costo económico, social y emocional, pero el ambiente y las futuras generaciones nos lo van a agradecer. El costo debe ser asumido como una inversión por la naturaleza y la humanidad; una inversión por el futuro.
Quito, mayo de 2022.