Ivan Lanegra
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con estudios en Derecho y Ciencias Políticas. Secretario General de la Asociación Civil Transparencia. Profesor de Ciencia Política en la PUCP y la Universidad del Pacífico.
Arbildo Meléndez (Huánuco), Gonzalo Pío (Junín), Demetrio Pacheco (Madre de Dios) eran dirigentes ambientalistas amenazados por distintas mafias que veían en ellos un obstáculo a sus actividades depredadoras. Sin embargo, poco es lo que hicieron las autoridades. Este año, Melendez, Pío y el hijo de Pacheco, Roberto, fueron asesinados. La misma suerte corrió Lorenzo Wampagkit en el departamento de Amazonas [1]. Mientras tanto, los crímenes que le costaron la vida a Edwin Chota y a otros tres dirigentes indígenas en Ucayali siguen sin ser sancionados.}
Esta grave situación llevó a que, en abril de 2019, mediante la Resolución Ministerial N° 0159-2019-JUS, el gobierno nacional aprobara el “Protocolo para garantizar la protección de personas defensoras de Derechos Humanos”. Recientemente, mediante la Resolución Ministerial N° 0255-2020-JUS, el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos ha creado el “Registro sobre Situaciones de Riesgo de personas defensoras de derechos humanos” y ha aprobado los lineamientos para el funcionamiento de este registro.
Al respecto, Michel Forst, quien fue Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos, visitó el Perú a inicio de este año. En su declaración de fin de misión, saludó la aprobación del citado protocolo, pero al mismo tiempo solicitó tres medidas. En primer lugar, asegurar “los recursos humanos y financieros necesarios para su aplicación efectiva”. En segundo término, garantizar “una articulación y participación sólidas de los ministerios e instituciones estatales y regionales pertinentes, para la ejecución de las respuestas de prevención y protección del Protocolo, incluyendo el Poder Judicial, el Ministerio Público y la policía nacional”. Por último, pidió elevar “el rango normativo del instrumento que establece el Protocolo, asegurando su contenido y el respeto de los principios de derechos humanos que consagra.” [2]
Este contraste, entre el amplio reconocimiento del derecho a gozar de un ambiente sano de un lado, y el deterioro constante de los ecosistemas, así como las graves amenazas que sufren quienes intentan defender el ambiente, del otro, merece una profunda reflexión. Cuando en setiembre de 1990 se promulgó el Código del Medio Ambiente y los Recursos Naturales -Decreto Legislativo N° 613-, hubo mucha expectativa sobre la posibilidad de construir una política ambiental explícita y sistémica. Esta norma, ya traía varios de los principios que serían reconocidos universalmente en la Cumbre de Río de 1992. En el Título Preliminar de dicho Código se recogió el derecho a la información, a la participación (artículo IV) y al acceso a la justicia ambiental, estableciendo la posibilidad de interponer acciones legales, incluso cuando “no se afecte el interés económico del demandante o denunciante”, en tanto el “el interés moral autoriza la acción” (artículo III). Sin embargo, partes importantes de esta norma fueron derogadas al poco tiempo, y otras debieron esperar por un desarrollo legislativo que recién se concretó una década después.
Los avances del Código del Medio Ambiente fueron recogidos en la Ley General del Ambiente, Ley N° 28611, de octubre de 2005, reconociendo tanto el derecho de acceso a la información (artículo II), el derecho a la participación en la gestión ambiental (artículo III) como el derecho de acceso a la justicia ambiental (artículo IV), mejorando y ampliando los alcances consagrados en 1990. En resumen, el Perú ha sido pionero en el reconocimiento de los denominados “derechos de acceso” en materia ambiental y cuenta con 30 años de experiencia en su aplicación. Pero, la efectividad de estos derechos depende de políticas públicas efectivas que los garanticen. Esto es aún más relevante si es necesario lograr cambios significativos en patrones de comportamiento muy extendidos y arraigados socialmente, así como ampliar las capacidades estatales en territorios muy extensos, como el peruano.
Así, de nada vale contar con los derechos de acceso a la participación, a la información y a la justicia ambiental, si no existen las políticas públicas que los hagan efectivos. Como recuerda Michel Forst en su declaración citada, la protección de las personas que defienden el ambiente debe enmarcarse en el contexto de las tres obligaciones que las normas internacionales de derechos humanos imponen a los Estados: “respetar los derechos humanos absteniéndose de violarlos; proteger esos derechos interviniendo mediante medidas de protección en favor de las personas defensoras contra las amenazas de agentes no estatales, como las empresas privadas; y cumplirlas garantizando un entorno seguro y propicio para que las personas defensoras disfruten de sus derechos y realicen sus actividades”.
Es en este marco que debemos entender el posible impacto que puede tener en el país la ratificación del Acuerdo Regional sobre el Acceso a la Información, la Participación Pública y el Acceso a la Justicia en Asuntos Ambientales en América Latina y el Caribe, conocido como el Acuerdo de Escazú. Este tratado, más allá de recoger los derechos de acceso, desarrolla el deber estatal de dar protección a los ciudadanos y ciudadanas que defienden el ambiente, a través de un conjunto de políticas públicas que den sostén a los derechos ambientales. Con la reciente ratificación de Argentina, son 10 los países que han el acuerdo, siendo necesarias 11 ratificaciones para que el tratado entre en vigor. Los gobiernos de Colombia y México han remitido las propuestas de ratificación a sus respectivos parlamentos. En el otro lado, Chile, país que lideró el acuerdo, finalmente no lo firmó. Lamentablemente, el gobierno peruano, que remitió al Congreso el proyecto de ratificación, ahora vacila y aboga por una “amplia discusión” sobre los beneficios del acuerdo, en lugar de promover activamente la ratificación de Escazú.
Las razones para esta actitud dubitativa no están en el texto del tratado, resultado de un largo proceso de negociación que incluyó a actores de la sociedad civil y del sector privado. El contenido de Escazú tiene como base medidas vigentes en la legislación latinoamericana. como hemos visto ocurre en el caso peruano, y salvaguarda el control soberano de los estados sobre sus recursos naturales. El rechazo al acuerdo es una reacción a variados intereses. Algunos actúan así frente al temor de no poder reducir la rigurosidad de la política ambiental o frente al empoderamiento de actores sociales. Otros, como los beneficiados por las actividades extractivas ilegales, ven en la posibilidad de una mejora de las capacidades estatales una amenaza para sus intereses particulares. Además, detrás de todo encontramos las tensiones existentes en un país que depende históricamente del aprovechamiento de sus recursos naturales, a lo que se suma la urgencia de obtener nuevas fuentes de ingresos en el contexto de la crisis sanitaria, social y económica que ha generado la pandemia del Covid-19–.
Sin embargo, mientras algunos ven en Escazú una amenaza a las inversiones -públicas o privadas– apelando a argumentos de dudosa consistencia o llanamente falsos, otros lo ven como una oportunidad para generar un clima de confianza que permita llegar a nuevos acuerdos, más sostenibles y bajo esquemas de gobernanza más justos e inclusivos. De esta manera, piensan estos actores, será posible lograr la legitimidad social que las políticas y los proyectos de inversión necesitan. Como he sostenido en diversos lugares, considero que la oposición a la ratificación del Acuerdo de Escazú es una señal muy negativa, en un momento que necesita de acuerdos amplios para superar la crisis en curso. Si no apostamos por el diálogo y la participación, los conflictos sociales alrededor del aprovechamiento de los recursos naturales pueden agravarse, lo cual suele traer consigo más violencia y vulneraciones a los derechos humanos. Anita Ramasastry, presidenta del Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre las empresas y los derechos humanos, ha dicho que Escazú “no solo ofrece garantías de buena gobernanza medioambiental y de derechos humanos, sino que también es un catalizador del desarrollo sostenible y de la conducta empresarial responsable en la región”. [3]
Sin embargo, en estos momentos, el rechazo al acuerdo sigue siendo dominante en el parlamento. Quizá la próxima campaña electoral obligue a las bancadas a repensar su posición. Los asesinatos de los más defensores ambientales nos siguen interpelando por una acción decidida que cierre la brecha de derechos entre los peruanos. Escazú puede ser una oportunidad para saldar parte de esta deuda.
Referencias:
[1] Zapata, Ralph. Protección tardía: tres líderes ambientales solicitaron garantías antes de ser asesinados. Disponible en: https://ojo-publico.com/2133/tres-lideres-ambientales-pidieron-proteccion-antes-de-ser-asesinados
[2] Declaración de Fin de Misión, Michel Forst, Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los Defensores y Defensoras de Derechos Humanos. Visita a Perú, 21 de enero 3 de febrero de 2020. Disponible en: https://www.ohchr.org/sp/NewsEvents/Pages/DisplayNews.aspx?NewsID=25507&LangID=S
[3] Perú: Expertos de la ONU instan a ratificar el histórico Acuerdo de Escazú para promover una conducta empresarial responsable. Disponible en: https://www.ohchr.org/SP/NewsEvents/Pages/DisplayNews.aspx?NewsID=26159&LangID=S