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La importancia del Estado laico para el fortalecimiento democrático

por PÓLEMOS
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Joaquín A. Mejía Rivera

Abogado hispano-hondureño, Doctor con mención Cum Laude en Derechos Humanos por la Universidad Carlos III de Madrid, litiga casos ante la Corte y Comisión Interamericana de Derechos Humanos desde el 2002. Es especialista en Sistema Interamericano de Derechos Humanos, Derecho Internacional y Derechos económicos, sociales y culturales.

  1. Legitimidad democrática y Estado laico

Uno de los elementos fundamentales que distingue a un sistema democrático de uno autoritario es la legitimidad, es decir, el consentimiento y convencimiento de la ciudadanía, lo cual integra y fortalece el sistema de poder y hace menos necesario el uso de la fuerza. Legitimar es justificar y tratar de dar razón de la fuerza por medio de la fuerza de la razón, ya que la fuerza por sí sola no es del todo funcional para el mantenimiento de un sistema de poder. Por ello, el poder siempre pretende presentarse a sí mismo como legítimo, como algo necesario y justo. Necesita justificar la coacción y justificarse él mismo, ya que emplear “la fuerza y querer ser obedecido exige, desde luego, dar algún tipo de razones, exige ofrecer alguna justificación”[i].

En este sentido, la legitimidad de un régimen democrático tiene un doble origen: por un lado, el principio de la soberanía popular que se expresa en la voluntad de las mayorías. En virtud de ella, las funciones a través de las cuales se ejerce el poder público son desempeñadas por personas escogidas en elecciones libres y auténticas; y, por otro, la efectiva realización de cier­tos bienes e intereses -derechos y libertades- que son considerados fundamenta­les en una sociedad[ii]. El respeto a la soberanía popular y a los derechos humanos constituye el mecanismo idóneo para fortalecer el Estado de derecho y lograr las condiciones necesarias para la plena realización de la persona humana, de sus proyectos de vida y de su dignidad.

 Teniendo en cuenta la diversidad de proyectos de vida en una sociedad democrática que, en ocasiones entran en conflicto entre sí, el papel del Estado es garantizar que todas ellas puedan llevarse a cabo en alguna medida. El instrumento por excelencia para lograr la convivencia política es un Estado que reconozca y promueva la tolerancia frente a la pluralidad de concepciones valiosas de la vida, se oponga a cualquier fundamentalismo, entendido como la defensa de una única concepción absoluta de proyecto de vida, sea religiosa o ideológica[iii] y diseñe instituciones que faciliten la persecución individual de esos planes de vida y la satisfacción de los ideales de virtud que cada persona sustente, y que impidan “la interferencia mutua en el curso de tal persecución”[iv].

No obstante, a pesar de cuatro décadas de procesos de democratización, América Latina se ha convertido en la región del mundo con los niveles más altos de desigualdad, violencia y corrupción, lo cual tiene un impacto significativo en la legitimidad democrática y la confianza ciudadana en las instituciones, pues como lo demuestra el Informe Latinobarómetro 2018 2018 en los últimos diez años el apoyo a la democracia ha caído en 20 puntos, pasando de 44% en 2008 a 24% en 2018.

Esta erosión de la confianza ciudadana en el sistema democrático ha abierto una enorme grieta de legitimidad que pretende ser revestida con un discurso delicado para el Estado de derecho: el discurso religioso que vulnera el principio de laicismo, que obliga a quienes toman decisiones legislativas, administrativas, judiciales o de cualquier otro orden, a justificarlas y basarlas únicamente en razones seculares que solo respondan a aquellos valores y principios que representan los derechos y libertades reconocidos en las normas constitucionales e internacionales.

  1. Igualdad deliberativa y Estado laico

Una de las manifestaciones de lo anterior es el establecimiento de alianzas entre el poder político y el poder religioso que le otorga un espacio y una voz privilegiada al segundo, erosionando la igualdad deliberativa que debería asegurar un Estado democrático, de derecho y de naturaleza laica, único instrumento llamado a garantizar la libertad, la igualdad, la justicia, el pluralismo y la dignidad humana. De esta manera, se promueve y normaliza la participación de ministras y ministros religiosos en espacios públicos privilegiados que generan confusión institucional entre las funciones del Estado y las funciones de las confesiones religiosas.

La experiencia nos dicta que en muchas ocasiones el poder religioso aprovecha estos espacios favorecidos para plantear sus posiciones abiertamente contrarias a la dignidad humana, particularmente de las personas lesbianas, gays, transexuales, bisexuales e intersex, y de las mujeres, y evitar que el Estado cumpla con sus obligaciones constitucionales e internacionales de garantizar el ejercicio y goce de todos los derechos humanos sin discriminación alguna. Con esto no se niega que en el debate público todos los sectores sociales tienen derecho a participar y opinar, no obstante, las confesiones religiosas no tienen un plus de sabiduría en ningún tema no referido a los dogmas cristianos, y, por tanto, en una sociedad democrática y un Estado laico sus argumentos nunca pueden ser que “es palabra de Dios”[v].

En este sentido, las ciudadanas y ciudadanos de una comunidad democrática estamos obligados a darnos “razones recíprocamente”[vi] y ser capaces de explicarnos unos a otros cuando se trata de cuestiones fundamentales para la sociedad, por lo que al momento de defender nuestras opciones solo podemos apoyarnos en valores de la razón pública[vii], ya que las posiciones basadas en una revelación divina pueden ser decisivas para las personas creyentes, pero tienen nulo valor en la discusión intersubjetiva con quienes no tienen las mismas creencias. Bajo esta lógica, en una sociedad democrática “no se puede presentar una propuesta política concreta con el argumento de que ‘Dios así lo quiere’”[viii] y, por tanto, se debe eliminar del discurso político la posibilidad de hablar “en nombre de Dios”, de sacralizar la política o de legitimarla religiosamente[ix].

Cuando se trata de la garantía de los derechos humanos debemos tener claro que el Estado de derecho “se basa en la libertad, la justicia, la seguridad, la equidad, el respeto por la dignidad de las personas y el laicismo de las instituciones”, y que tratar de imponer una concepción religiosa o moral, aunque sea mayoritaria en una sociedad, atenta contra las libertades individuales, e implica el sometimiento del poder político al poder religioso[x], lo cual es característico de los Estados teocráticos y confesionales, y, en muchas ocasiones, de regímenes autoritarios y dictatoriales.

Sin embargo, ante la erosión de la legitimidad democrática en muchos países de la región el uso del discurso religioso y la confusión entre las funciones estatales y religiosas en asuntos de interés público constituye un acto de naturaleza grave y violatoria del principio de laicidad del Estado que es el álter ego del derecho a la libertad de religión, y que constituye uno de los valores más importantes que caracterizan los sistemas constitucionales modernos al igual que la democracia, la libertad, la igualdad y la soberanía popular.

Además, no solamente se vulneran los derechos individuales de cada persona, sino el de la sociedad en su conjunto que, en el marco de la garantía del derecho a la libertad de religión y el derecho a la igualdad, adoptamos un modelo constitucional de Estado laico que constituye un “moderno instrumento jurídico-político al servicio de las libertades en una sociedad que se reconoce como plural y diversa. Un Estado que, por lo mismo, ya no responde ni está al servicio de una doctrina religiosa o filosófica en particular, sino al interés público, es decir, al interés de todos, manifestado en la voluntad popular y el respeto a los derechos humanos”[xi].

  1. Democracia y Estado laico

            El derecho a la libertad religiosa tiene una doble cara: La objetiva, en virtud de la cual se espera y se exige de los poderes públicos una neutralidad religiosa e ideológica, y la subjetiva, que “se concreta en una autodeterminación religiosa que habrá de conllevar una consecuente opción de exteriorización de esas creencias religiosas con el único límite constitucional derivado de la observancia del orden público”[xii]. En otras palabras, la libertad religiosa es una libertad negativa que prohíbe cualquier intromisión estatal o de particulares en las convicciones más profundas de las personas, y es una libertad positiva “que supone la posibilidad de profesar activamente nuestras creencias”[xiii].

El Estado tiene la doble obligación de proteger la dimensión interna de la libertad religiosa en el sentido de garantizar que ningún poder público impida o sancione a una persona por creer o no creer, y la dimensión externa de la libertad religiosa en tanto que los poderes públicos deben permitir que las personas desarrollen libremente sus convicciones con el único límite de respetar los derechos ajenos[xiv]. Obviamente, en nuestra sociedad existe una inmensa diversidad de valores morales y de creencias, los cuales muchas veces pueden entrar en conflicto entre sí, y, por ello, es preciso garantizar que todas ellas puedan desarrollarse libremente.

La separación entre Estado e iglesia garantiza un régimen de tolerancia y el imperio de la ley y de la razón en el marco de una sociedad ideológica y religiosamente diversa, lo cual implica (a) la no equiparabilidad, es decir, que no solo se excluye cualquier confusión institucional entre ambos, sino que las iglesias no desempeñen una función política y las autoridades públicas no persigan una finalidad religiosa; (b) los criterios religiosos no pueden constituirse en parámetros de legitimidad de las normas y decisiones de los poderes públicos; (c) el Estado no puede tomar ninguna decisión fundamentada en motivos religiosos; y (d) la autonomía e independencia del Estado frente a las iglesias y la no intervención de estas por parte del Estado[xv].

Lo anterior no implica que el Estado y las diversas religiones se vean y se traten con hostilidad o indiferencia, y que no puedan establecer relaciones de cooperación, sin embargo, debe evitarse cualquier confusión entre los oficios religiosos y los oficios estatales, lo cual podría producirse si en un Estado laico existiera un cuerpo de funcionarias y funcionarios, o personas en el ejercicio del poder público formado por ministras y ministros de una determinada confesión religiosa, lo cual genera el riesgo de que “el Estado se transforme en brazo secular de lo religioso y la religión en factor de cohesión política”[xvi], y que el Estado termine por “trasladar a la esfera jurídico-civil los principios o valores religiosos”[xvii].

En consecuencia, la estricta separación entre Estado e iglesia es fundamental para la plena realización de la laicidad, ya que requiere que el Estado asuma una posición neutral frente al fenómeno religioso en el sentido de (a) no considerar relevantes las ideas religiosas para ordenar su funcionamiento y perseguir los fines que mandan las constituciones nacionales; (b) garantizar que las actuaciones de los poderes públicos estén guiados únicamente por los valores seculares constitucionales; y (c) reconocer que dentro de esos valores “los derechos fundamentales constituyen el eje central del ordenamiento a cuyo servicio se coloca la estructura del Estado, constituyendo el mínimo ético que hace posible el pluralismo y la convivencia pacífica”[xviii].

Como lo señala Carpizo, “democracia es sinónimo de laicismo. La democracia es pluralismo y derecho a disentir. La democracia es laica o no es democracia”[xix].


REFERENCIA BIBLIOGRAFICA

[i] Díaz, Elías (1984): De la maldad estatal y la soberanía popular, Editorial Debate, Madrid, pp. 21-22 y 25.

[ii] Greppi, Andrea (2006): Concepciones de la democracia en el pensamiento político contemporáneo, Editorial Trotta, Madrid, p. 25.

[iii] Pereda, Carlos (2006): “El laicismo también como actitud”, en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, N° 24, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, p. 9.

[iv] Nino, Carlos Santiago (1990): “Autonomía y necesidades básicas”, en Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, Universidad de Alicante, Alicante, p. 24.

[v] Maldonado, Teresa (2009): “Laicidad y feminismo: Repercusiones en los debates sobre aborto y multiculturalidad”, en Viento Sur. Debates feministas, Número 104, Año XVIII, Madrid, p. 65.

[vi] Habermas, Jürgen (2006): Entre naturalismo y religión, Paidós, Barcelona, 2006, pp.129.

[vii] Rawls, John (1996): El liberalismo político, Crítica, Barcelona, pp. 252.

[viii] Maldonado, Teresa (2009): “Laicidad y feminismo: Repercusiones en los debates sobre aborto y multiculturalidad”… op. cit., p. 61.

[ix] Pereda, Carlos (2006): “El laicismo también como actitud”… op. cit., p. 17.

[x] Carpizo, Jorge y Valadés, Diego (2008), Derechos humanos, aborto y eutanasia, Universidad Nacional Autónoma de México, México, pp. ix-x.

[xi] Blancarte, Roberto (2008): Para entender el Estado Laico, México, Ediciones Nostra, p. 8.

[xii] Carazo Liébana, María José: (2011): “El derecho a la libertad religiosa como derecho fundamental”, Universitas. Revista de Filosofía, Derecho y Política, Nº 14, Madrid, p. 44.

[xiii] Salazar Ugarte, Pedro (2006): “Laicidad y democracia constitucional”, en Isonomía. Revista de Teoría y Filosofía del Derecho, N° 24, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, pp. 47-48.

[xiv] Salazar Benítez, Octavio (2008): “Libertad de conciencia, pluralismo e igualdad: En defensa del Estado laico”, en Ámbitos. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, N° 20, Asociación de Estudios de Ciencias Sociales y Humanidades, España, p. 161.

[xv] Carazo Liébana, María José: (2011): “El derecho a la libertad religiosa como derecho fundamental”… op. cit., pp. 36-67.

[xvi] Areces Piñol, María Teresa (2003): El principio de laicidad en las jurisprudencias española y francesa, Edicions de la Universitat de Lleida, Lleida, pp. 52-53.

[xvii] Carazo Liébana, María José: (2011): “El derecho a la libertad religiosa como derecho fundamental”… op. cit., pp. 36 y 51.

[xviii] Ibíd., p. 39.

[xix] (Carpizo, Jorge (2008): “La interrupción del embarazo”, en Carpizo, Jorge y Valadés, Diego (2008), Derechos humanos, aborto y eutanasia… op. cit., p. 41.

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