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La actividad de fiscalización en los ojos del Poder Judicial Comentario a la Casación N° 4165-2017-LIMA

por PÓLEMOS
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Oscar Alejos Guzmán

Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Especialista en Derecho Administrativo Sancionador, Derecho Regulatorio, Contratación Pública y Derecho de la Competencia

He escrito en otra oportunidad que muchos funcionarios entienden que las acciones de fiscalización son simplemente una antesala para el ejercicio de la potestad sancionadora. En otras palabras, las acciones de fiscalización se realizan con el único propósito de encontrar una infracción y sancionarla. Así, en los hechos, la fiscalización es una actividad punitiva más que pesa sobre el ciudadano.

La ausencia de regulación en un marco general coadyuvaba a esa lectura. En su momento, este vacío era colmado con regulaciones específicas que enfatizaban esa lógica punitiva (sobre todo las regulaciones municipales en donde las fiscalizaciones podían terminar con sanciones sin procedimiento previo).

La situación cambió (o debió cambiar) con el Decreto Legislativo N° 1272 que modificó la Ley del Procedimiento Administrativo General (LPAG). Desde la entrada en vigencia de esta modificación, tenemos un marco general de las actividades de fiscalización, el cual incluye una regulación mínima sobre las potestades y deberes de los funcionarios, los derechos y deberes de los administrados, el contenido del acta de fiscalización y las consecuencias de la fiscalización.

Pero no sólo ello, sino que este marco normativo tiene una lógica alejada de lo punitivo. Desde su propia definición (artículo 239 del TUO de la LPAG), se precisa que la fiscalización tiene un «enfoque de cumplimiento normativo, de prevención del riesgo, de gestión del riesgo y tutela de los bienes jurídicos protegidos».

Del mismo modo, el artículo 245 del TUO de la LPAG establece las formas en que puede concluir la fiscalización. De las cinco formas consideradas expresamente, solo una implica la recomendación del inicio de un procedimiento sancionador. Las demás cumplen funciones preventivas o correctivas (recomendaciones, advertencias, etc.).

Lamentablemente, pese a este marco normativo, algunos funcionarios insisten en desplegar las acciones de fiscalización con una lógica punitiva. Así, se presentan múltiples casos de inspecciones inopinadas, medidas cautelares o correctivas indebidamente motivadas y desproporcionales, inspecciones reiteradas sobre el mismo objeto, requerimientos injustificados, etc.

Lo más grave es que estas prácticas se están «institucionalizando» mediante la aprobación de nuevos reglamentos para sectores específicos. Recientemente, por ejemplo, se ha aprobado el Reglamento de Fiscalización y Sanción en la prestación de servicios y actividades de comunicaciones de competencia del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (Decreto Supremo N° 028-2019-MTC). En éste, se prevén inspecciones inopinadas en días y horas inhábiles. ¿Qué se busca con esta forma de fiscalizar?, ¿detectar algún error?, ¿agarrar desprevenido al administrado? Al final, este tipo de inspecciones generan que, en no pocos casos, el administrado no pueda cumplir con atender a los funcionarios, lo que deviene a su vez en el inicio de un procedimiento sancionador por «obstaculizar» la función fiscalizadora.

Algo similar ocurre con la posibilidad de realizar inspecciones encubiertas. Aquí me parece oportuno resaltar las llamadas telefónicas realizadas por funcionarios a distintos prestadores de servicios (por ejemplo, operadores de telecomunicaciones) con el propósito de demostrar que no cumplen con brindar información idónea. Probablemente se necesite un estudio empírico más detallado sobre la materia, pero me aventuro a señalar que en muchos de los casos el diálogo que entablan los funcionarios termina por sesgar la respuesta de los operadores.

En un escenario de regulación intensa del deber de información (como sucede en el sector de las telecomunicaciones) es probable que el operador se equivoque u olvide brindar cierta información (considerando además la cantidad de llamadas que se reciben al día). Pues bien, esa probabilidad se incrementa exponencialmente cuando del otro lado no tienes a un consumidor que busca información, sino a un funcionario que sólo busca detectar un error.

En suma, la actividad de fiscalización se ha delineado, en la práctica y en la regulación, como un preámbulo al ejercicio de la potestad sancionadora, de manera que muchas veces parece que el propósito de los fiscalizadores es encontrar aquellos elementos de juicio que sirvan posteriormente para que la autoridad imponga una sanción, aun cuando en la mayoría de casos no parezca la solución más razonable.

Lo dicho no es novedad, al menos no para la doctrina que ha estudiado el tema a profundidad. Sin embargo, como suele suceder en muchos casos, la opinión de los autores se queda ahí, sin que pueda calar en los funcionarios encargados de aplicar la norma.

Felizmente ha aparecido un tercer actor en la escena: el juez. El pasado 2 de julio de 2019 se publicó, en el diario oficial «El Peruano», la Casación N° 4165-2017-LIMA. En esta sentencia (cuyo ponente es el Juez Supremo Vinatea Medina), emitida por la Tercera Sala de Derecho Constitucional y Social Transitoria de la Corte Suprema, se define la actividad de fiscalización, revalorando su verdadera esencia.

Así, la Corte Suprema señala que la fiscalización «apunta a dos finalidades: la preventiva y la correctora; dentro de la primera se actúa para prevenir futuras infracciones normativas; y con relación a la segunda corregir las infracciones ya consumadas».

Más adelante, se añade que «se debe enfatizar en la finalidad preventiva de la fiscalización, lo cual implica la labor activa de la Administración Pública en publicar, difundir, y actualizar las normas acorde a los cambios sociales, económicos, culturales en favor de la Sociedad; concientizando y haciendo partícipes activos a los mismos administrados fiscalizados de la responsabilidad de las actividades económicas que desplegan (sic) (…)».

En línea con ello, la Corte Suprema resalta que este énfasis en la finalidad preventiva permite «evitar un procedimiento sancionador extenso y engorroso, en contra de los principios de celeridad y eficacia del procedimiento y esencialmente contra el derecho a la tutela judicial efectiva, en tanto derecho de los administrados de recurrir a la vía judicial».

Como se puede apreciar, los criterios que ha sentado la Corte Suprema en la casación comentada resultan de suma utilidad para comprender la actividad de fiscalización. Reconocer esta finalidad esencialmente preventiva permite delimitar con precisión los deberes y potestades de los funcionarios, los derechos y deberes de los administrados, así como la forma en que debe concluir una fiscalización.

Del mismo modo, resulta interesante que se haya fijado como criterio que la finalidad preventiva busca también evitar un procedimiento sancionador. Sobre la base de este criterio, las autoridades deberían preferir las demás medidas que permite la ley, a saber, las recomendaciones, advertencias o medidas correctivas. La idea detrás de este importante criterio es que no todo incumplimiento debe ser sancionado, no sólo porque existen medidas menos gravosas, sino porque la sola tramitación de un procedimiento sancionador implica un costo que la autoridad debe tomar en cuenta.

Se alinea así la Corte Suprema a lo que la doctrina viene postulando. Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con la doctrina, el pronunciamiento de la Corte Suprema no puede ser ignorado por la administración pública, pues forma parte de la «jurisprudencia» que, según el artículo V del TUO de la LPAG, es fuente del procedimiento administrativo. Como tal, los criterios antes mencionados necesariamente deben ser aplicados en la fiscalización.

De ahí que sea importante difundir este tipo de pronunciamientos, siguiendo para ello la pauta que nos dejó el maestro García de Enterría en un texto clásico del derecho administrativo («La lucha contra las inmunidades del poder»), en donde se puede leer la siguiente reflexión con la que cierro esta entrega: «Es obligación de todos los juristas el auxiliar a esa gran obra de la jurisprudencia, el facilitarla y abrirla caminos, el animarla en las descubiertas hacia terrenos todavía no por ella recorridos, el organizar y sistematizar sus hallazgos aislados».

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