Jim Ramírez
Profesor de Derecho Procesal en la PUCP. Juez Especializado de Familia. Magíster en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Investigador del Grupo de Investigación PRODEJUS-PUCP. Abogado por la Universidad Nacional Hermilio Valdizán.
El artículo 85° del Código de los Niños y Adolescentes reconoce el derecho del niño o niña a ser oído y el del adolescente a ser escuchado; disposición normativa que recoge lo previsto en el artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño.
Ahora, como se ha precisado en la Observación General N° 12 (2009), este derecho garantiza a todo niño que esté en condiciones de formarse un juicio propio el derecho de expresar su opinión libremente en todos los asuntos que afectan al niño o niña, teniéndose debidamente en cuenta sus opiniones, en función de la edad y madurez de este. A partir de ello, se reconoce a los menores el derecho a ser escuchado en todo procedimiento judicial o administrativo que lo afecte.
Una interpretación literal de esta norma podría conducirnos a afirmar que el niño deberá ser escuchado en todo proceso en el que eventualmente sus derechos pueden verse afectados. Así, si sus padres son procesados por la comisión de un delito, los hijos menores de edad deberán ser escuchados ya que la privación de la libertad a sus padres afectará su derecho a no ser separado de su familia e incluso su derecho a recibir alimentos, obviamente esta interpretación es absurda.
De ahí que, como se señala en la observación antes citada, “esta disposición es aplicable a todos los procedimientos judiciales pertinentes que afecten al niño, sin limitaciones y con inclusión de, por ejemplo, cuestiones de separación de los padres, custodia, cuidado y adopción, niños en conflicto con la ley, niños víctimas de violencia física o psicológica, abusos sexuales u otros delitos, atención de salud, seguridad social, niños no acompañados, niños solicitantes de asilo y refugiados y víctimas de conflictos armados y otras emergencias.” De ello se puede colegir, que debe escucharse a los niños o niñas en todos aquellos procesos judiciales en los que sus derechos de manera directa pueden verse afectados y en los que su opinión puede incidir en la decisión que se adopte.
Por eso, el derecho a recabar la opinión del menor no puede ser percibido como un requisito de validez de una decisión (una sentencia judicial, por ejemplo); vale decir, que deba ser recabado en todos los casos, pues ello implicaría tergiversar el propósito de escuchar al niño o niña, a saber: que se pueda valorar su opinión y que la misma pueda incidir en la toma de decisiones.
En suma, la opinión del menor es un derecho de este, no una obligación, menos una formalidad, por tanto su ejercicio no puede convertirse en una fuente de menoscabo para los otros derechos del menor o para revictimizarlo; en otras palabras, la opinión del menor debe ser conceptualizado como lo que es: un derecho, que debe ser ejercido cuando el menor esté en condiciones de ejercerlo, siempre que no implique ninguna forma de revictimización y cuando su opinión tenga la posibilidad de incidir en la decisión a adoptarse.