Dra. María Acale Sánchez
Es Licenciada (1991) y Doctora en Derecho (1997) por la Universidad de Cádiz. Profesora Titular de Derecho penal desde 1999, y actualmente es Catedrática de Derecho penal en la Universidad de Cádiz.
La violencia que sufren las mujeres a manos de sus parejas sentimentales es un fenómeno que carece de nacionalidad y de estrato social, por lo que no es fácil sacar el patrón de su figura ni por ende, la elaboración de un diagnóstico preventivo. Se trata de un fenómeno cultural, que no conoce otro idioma que el machismo imperante en la sociedad y que históricamente ha relegado a la mujer al ámbito privado de la familia y del hogar, y ha llevado al hombre a protagonizar la vida pública, insertado en la sociedad a través del trabajo, de su círculo de amistades y de su propia familia, a la que simultáneamente está obligado por el sistema social a mantener en orden y con unos roles bien distribuidos. Se trata pues de un proceso de retroalimentación, en el que la sociedad necesita a las mujeres domesticadas y a los hombres como controladores de su proceso de subordinación.
La deslocalización del fenómeno criminal determina que todos los ordenamientos jurídicos que le intentan plantar batalla miren y examinen las medidas adoptadas y los resultados alcanzados por el resto, pues con independencia de las diferencias culturales existentes, mutatis mutandi, ninguna de ellas merece ser despreciada sin más por el hecho de ser “ajenas”.
En esta línea, a partir de la definición del fenómeno de la violencia de género contenida en la IV Conferencia de Naciones Unidas sobre las Mujeres celebrada en Pekín en 1995 como “todo acto de violencia sexista que tiene como resultado posible o real un daño de naturaleza física, sexual, psicológica, incluyendo las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de libertad para las mujeres, ya se produzca en la vida pública o privada”, muchos países han ido paulatinamente aprobando leyes que han venido a visibilizar el fenómeno condenándolo y a reconocer a las víctimas un conjunto de derechos que les permita salir del rincón en el que el maltratador y el subconsciente social y familiar las ha acorralado.
La falta de armadura del propio problema de la violencia de género ha determinado que en muchos países se haya llegado a ella a partir de la violencia doméstica, puntos de llegada y de partida de un segmento criminal que justifica muchas cosas. En efecto, la familia ha sido durante años el caldo de cultivo que ha permitido la proliferación de conductas contra sus miembros más vulnerables: la esposa, las personas de edad avanzada y los niños y las niñas. Con la especial finalidad de proteger a estos singulares familiares, a partir de 1989 el Código penal español procedió a castigar el delito de maltrato habitual doméstico. Esa protección indiscriminada no impidió que saltara a relucir que la persona que con mayor frecuencia sufría en la familia la violencia de un maltratador era la esposa, convertida en el reclinatorio sobre el que el maltratador intentaba conjurar todo tipo de frustraciones.
La publicación de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de protección integral frente a la violencia de género abrió una etapa nueva en el camino emprendido en España para acabar con la violencia que esas mujeres venían sufriendo a manos de sus maridos o compañeros sentimentales. Su objetivo fundamental quedaba reflejado en su art. 1.1: “La presente Ley tiene por objeto actuar contra la violencia que, como manifestación de la discriminación, la situación de desigualdad y las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres, se ejerce sobre éstas por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”. En su interior se establecieron medidas de protección integral cuya finalidad fue la de “prevenir, sancionar y erradicar esta violencia y prestar asistencia a las mujeres, a sus hijos menores y a los menores sujetos a su tutela, o guarda y custodia, víctimas de esta violencia”. A pesar de estas limitaciones, el número 3 del art. 1 señalaba que la violencia de género a la que se refería esa ley comprendía “todo acto de violencia física y psicológica, incluidas las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de libertad”.
Del art. 1 de la LO 1/2004 trae consigo el reconocimiento a las víctimas de aquéllos de la titularidad de un conjunto de derechos (como el de asistencia jurídica especializada, asistencia social integral, o derecho a una educación no sexista) y de un conjunto de ayudas públicas (de carácter económico, social y laboral) con los que se pretende favorecer la ruptura de los nidos/nichos de convivencia en los que se llevan a diario actos de violencia, a fin de evitar su reiteración, y de impedir el aumento de su aflictividad, en una cadena cíclica que viene a explicar este fenómeno criminal que se caracteriza criminológicamente porque se trata de una clase de violencia que se reitera en el tiempo y que tiende a ir aumentando la gravedad de los sucesivos actos que cada vez se producen más pronto.
Ha de tenerse en consideración que solo las víctimas a las que se refiere el art. 1 van a poder disfrutar de esos derechos, por lo que si se trata de las víctimas de otra clase de violencia de género (por ejemplo, la mujer víctima de violencia a manos de su padre o de su hijo, así como la mujer víctima de acoso sexual o moral en su propio ámbito laboral), o de otras víctimas de la violencia doméstica (el hombre víctima de esta clase de violencias a manos de quien es o ha sido su esposa), el ordenamiento jurídico no les reconoce la titularidad de ninguno de ellos.
Con ese objeto tan preciso de proteger de forma integral a las víctimas, se sometió a reforma una pluralidad de leyes de nuestro ordenamiento jurídico: así, en el ámbito procesal, se crearon los juzgados de violencia sobre la mujer, que velan por satisfacer la necesidad más básica que tienen estas mujeres: la seguridad personal; en el laboral, se facilitó la inserción laboral de estas víctimas, apoyando simultáneamente a las empresas públicas o privadas en las que aquellas estén contratadas; la educación es otro de los ámbitos específicos sobre los que incidió la reforma, tanto las enseñanzas regladas como la educación en prisiones; el ámbito de la publicidad también se vio afectado, con la inclusión de una prohibición expresa de “la publicidad que utilice la imagen de la mujer con carácter vejatorio o discriminatorio”; no se pueden dejar de lado tampoco las referencias al ámbito sanitario, sabedores de que si bien una mujer puede tardar en interponer la denuncia, antes acude a su Centro médico para recibir tratamiento de una dolencia que puede estar visibilizando física o psicológicamente los efectos del maltrato. A estas reformas hay que añadir las que se operaron dentro del Código penal, cuya finalidad no era ya la de ofrecer mecanismos de tutela a la víctima, sino la de castigar más duramente al maltratador. Y esta fue la parte más discutida de la reforma.
En este sentido, la Ley Integral modificó los mecanismos de suspensión y sustitución de la pena (arts. 80 y ss), las lesiones agravadas (art. 148), el delito de maltrato singular (art. 153), las amenazas y coacciones leves (arts. 171 y 172), el quebrantamiento de condena (art. 468) y la ya desaparecida falta de vejaciones (art. 620). Con la excepción inexplicable del quebrantamiento de condena (que se no establecía distinción entre las víctimas de la violencia de género y las de la violencia doméstica), el resto de reformas operadas partieron originalmente del siguiente esquema: cuando los hechos se cometieran por parte de un hombre sobre la mujer con la que está o estuvo casado o unido sentimentalmente (con independencia de la convivencia), se imponía mayor pena que en el resto de casos de la violencia doméstica.
No obstante, pronto saltaron las voces de un sector doctrinal que entendía que la imposición de más pena en un caso en comparación con el otro, podía vulnerar el principio de igualdad, lo que determinó que en fase aún de elaboración parlamentaria se decidiera a incluir un nuevo grupo de sujetos especialmente protegido formado por las personas especialmente vulnerables que convivan con el autor, en cuyo caso, los actos de violencia serían castigados con las mismas penas con las que se castigaba la violencia de género.
Esto es lo que determinaba la necesidad de realizar una triple separación para entender el tratamiento de la violencia de género y de la violencia doméstica en el Código penal español: las mujeres víctimas de violencia de género a manos de su pareja, las víctimas de la violencia doméstica que fueran especialmente vulnerables y que convivieran con el autor del acto, y el resto de víctimas de la violencia doméstica. En los dos primeros casos, la pena prevista en los delitos de mal trato, amenazas y coacciones leves (esto es, en delitos que se caracterizan porque la víctima queda viva y corre el riesgo de sufrir un posterior acto violento) era la de prisión de 6 meses a un año o de trabajos en beneficio de la comunidad de 31 a 80 días y, en todo caso, privación del derecho a la tenencia y porte de armas de un año y un día a tres años, así como, cuando el juez o tribunal lo estime adecuado al interés del menor o persona incapaz, inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento hasta cinco años. En el tercer caso, la pena era la de prisión de 3 meses a 1 año, manteniéndose el resto de las penas, con la diferencia de que el límite máximo de la inhabilitación para el ejercicio de la patria potestad se reducía a tres años.
Y en efecto, como se previó durante la tramitación parlamentaria, el “comodín” de las personas especialmente vulnerables que convivan con el autor ha jugado un papel determinante en el examen de la constitucionalidad de la ley, hasta el punto de que como ha señalado el Tribunal Constitucional en su Sentencia 59/2008, de 14 de mayo, su presencia en el Código impide que se viole el principio de igualdad en términos abstractos. Si se piensa en las agresiones mutuas, puede concluirse con facilidad que tanto la mujer que agrede a su marido, como el marido que agrede a su esposa, recibirán la “misma” pena por la bofetada que se hayan inferido.
La bondad de este razonamiento no puede ocultarse, como tampoco puede ocultarse que la inclusión de semejante comodín no solventa el hecho de que cuando se trata de una mujer víctima de su pareja masculina se presume iures et de iure su especial vulnerabilidad, mientras que cuando se trate de valorar penológicamente el acto de maltrato de la mujer sobre su marido, la imposición de la misma pena que le va a corresponder a éste dependerá de los requisitos añadidos de la especial vulnerabilidad y de la convivencia porque la presunción se limita a ser iuris tantum. En este sentido, puede deducirse que, en efecto, en uno y otro caso se puede llegar a imponer la misma pena, al coste de exigir más requisitos en el caso de la violencia doméstica que en la género.
Todas esas sentencias vienen más o menos a coincidir en que la imposición de más pena en el caso de la violencia de género que en el de la violencia doméstica se fundamenta en la existencia de un bien jurídico protegido específico, que en términos generales puede definirse como “la pertenencia al género femenino históricamente discriminado a manos del género masculino”.
El Tribunal Constitucional no desconoce que tras el mismo se encierra una presunción iuris et de iure de especial necesidad de protección de la mujer por el hecho de serlo, pero entiende que se trata de una decisión de política criminal, que solo al poder legislativo compete adoptar o no.
Las últimas reformas que se han llevado a cabo del Código penal español a través de la LO 1/2015 han venido a sembrar más dudas en lo que al modelo se refiere. En efecto, los cambios estructurales y de contenido que se han producido afectan directamente al tratamiento de la violencia de género, en la medida en que ha eliminado el Libro III del Código dentro del cual se encontraban todavía algunas disposiciones de interés no para la violencia de género, pero sí para la violencia doméstica desde la que aquellas faltas se desgajaron (art. 620, tras la reforma que del mismo llevó a cabo la Ley integral). La elevación a delito supone pues la equiparación del tratamiento penal de todas estas conductas. Ha de resaltarse que el problema se ha solventado por el mero agravamiento de las penas.
Al margen ya de las reformas de los tipos penales incluidos por la Ley integral, la Ley Orgánica 1/2015 ha incluido nuevos delitos que están relacionados directamente con la violencia de género o con la discriminación hacia la mujer en razón de su género: en particular, sonlos delito de matrimonios forzados (art. 172 bis), de delito de persecución (art. 172 ter), los nuevos atentados contra la intimidad (art. 197.7), así como la inutilización de dispositivos técnicos de control del cumplimiento de penas (art. 468.3). Se trata de un conjunto de figuras delictivas que tienden a ofrecer una protección específica frente a actos de violencia de género, en los que se victimiza a la mujer por el mero hecho de serlo, y sin embargo, se ha guardado rotundo silencio en torno al sexo de los sujetos activos y pasivos de estas conductas. Esta forma asexuada de intervenir penalmente pone de manifiesto que se ofrece la misma protección a hombres y mujeres con independencia del sexo del sujeto activo, invisibilizando a las mujeres, pero no desprotegiéndolas porque se trata de figuras que han nacido precisamente para protegerlas.
Tras las últimas reformas puede concluirse afirmando que hoy conviven en el Código penal español dos modelos de intervención muy diferentes para luchar contra el mismo fenómeno de la violencia de género, sin que se expliquen los motivos por los cuales en unos casos se tiende a sexualizar la letra de la ley, y en otros, no. Sobre todo cuando se constata que ambos modelos conviven con la circunstancia agravante de la responsabilidad criminal prevista en el art. 22.4, en virtud de la cual se agrava la pena a quienes cometan el delito (a priori, cualquier delito) en atención al “sexo”, “orientación o identidad sexual” o “razones de género”. La diferencia no obstante entre esta circunstancia de agravación y los tipos penales sexuados parece clara: en ella ha de “probarse” el dolo discriminatorio del autor, mientras que en los tipos sexuados éste “se presume”.
Como puede comprobarse, los aspectos más discutidos de la regulación española están directamente relacionados con la relación que se establece entre la violencia de doméstica y la violencia de género, lo que ha determinado que penalmente se haya derivado la atención de la casa de muñecas de la violencia doméstica, a las muñecas rotas de la violencia de género.
Pues bien, el pasado 23 de noviembre ha visto la luz en Perú la Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar, desde cuyo nombre se pone ya de manifiesto que el problema acabado de analizar en el ordenamiento jurídico español, está muy presente. En este sentido, dentro de las disposiciones complementarias derogatorias se procede a derogar la Ley 26260, Ley de Protección frente a la violencia familiar, que hasta entonces venía a ofrecer a las víctimas de este fenómeno criminal sostén para salir de la situación en la que se encuentra.
Si se compara su contenido, con el de la Ley Integral española, salta a relucir que la diferencia más importante que separa a ambos modelos es que frente a las diferencias que establece la ley española, la peruana cada vez que menciona la violencia “contra las mujeres por su condición de tales”, menciona en paralelo la violencia “contra los integrantes del grupo familiar”. La equiparación llega al punto que hace que el intérprete se plantee si era necesario visibilizar junto a la violencia intrafamiliar, la violencia doméstica contra las mujeres. O más exactamente, si se atiende a las definiciones contenidas en los artículos 5 y 6 de ambos fenómenos, se pone de manifiesto que la violencia de género que sufre la mujer a manos de su pareja es violencia familiar, con lo cual, o se visibiliza expresamente a fin de imponer una pena superior, o podían haberse suprimido todas las previsiones específicas que al respecto se realizan pues, se insiste, no se trata más que de una reiteración innecesaria o meramente simbólica.
Innecesaria y simbólica es también la referencia que incluyó la Ley 29.819, 26.12.2011 en el art. 107 Código penal, al incluir en el nomen iuris del delito el nombre de “feminicidio” junto al de “parricidio”, como si el primero no fuera ya una forma de parricidio; sobre todo cuando se constata tras su lectura que el precepto se limita a visibilizar que la muerte de la cónyuge o la conviviente del autor.
Esto con independencia de que la inclusión dentro del concepto de violencia de género de los actos de violencia en razón de género que sufre la mujer fuera de la familia en la comunidad (“sea perpetrada por cualquier persona y comprende, entre otros, violación, abuso sexual, tortura, trata de personas, prostitución forzada, secuestro y acoso sexual en el lugar de trabajo, así como en instituciones educativas, establecimiento de salud o cualquier otro lugar”, así como “la que sea perpetrada o tolerada por los agentes del Estado, donde quiera que ocurra”), en la línea promovida por la Declaración de Naciones Unidas de 1995, tiene una enorme relevancia, pues determina que todas las víctimas de estas otras clases de violencia de género puedan verse beneficiadas con los derechos reconocidas en dicha ley (a la asistencia y protección integrales, laborales, o en el campo de la educación).
Ahora bien, si se presta atención a las modificaciones que dicha ley lleva a cabo del Código penal (artículos 45, 121-A, 121-B, 122, 377 y 378), el Perú ha evitado incorporar diferencias penológicas en los casos de la violencia doméstica y de la violencia de género, a sabiendas de que la vía de la especial protección que merecen todas estas víctimas pasa más por incidir en los mecanismos de prevención, que en los de mero castigo simbólico.