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Las Casas Infestadas por Espíritus y el Derecho a la Resolución del Contrato de Arrendamiento

por PÓLEMOS
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MARIO D’ AMELIO 1 .. )
Traducción y notas de LEYSSER L. LEÓN HILARlO Abogado egresado de la Facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú.


A manera de presentación

«But evil things, in robes of sorrow, Assailed the monarch ‘s high esta te; Ah, let us mourn,fornevermorrow Shall dawn upon him, desolate!» E. A. POE, The Haunted Palace, V.

Un hallazgo bibliográfico del profesor Hugo FORNO FLÓREZ y la noticia de mi buen amigo Freddy ESCOBAR ROZAS me permitieron conocer la existencia del presente artículo, que los editores de la revista «Derecho y Sociedad», con gentileza, han accedido a publicar en mi versión castellana.

No creo que pueda tildarse de extravagante la fascinación que me suscita la comprobación de que el vasto mundo de los fenómenos sobrenaturales y paranormales, habitualmente desdibujado por la patética imagen de quienes han hecho de él un espectáculo, pudo en algún momento mantener un contacto tan cercano con el quehacer cotidiano de los hombres de leyes; más acostumbrados a la procura de la resolución de los contratos de arrendamiento -cuando nos es dado asesorar a un arrendatario- por perturbaciones contra la facultad de uso de los bienes alquilados tan comunes como la falta en la realización de las mejoras necesarias por parte del arrendador, por citar un ejemplo -y ex art. 1680, inc. 2 de nuestro Código civil- nos llama de inmediato la atención que, otrora, también la presencia de entidades espectrales en un inmueble fuera alegada, y reconocida, como un legítimo acontecimiento perturbador del goce del bien que les corresponde ejercer a los inquilinos.

Nada de chanza o animación se esconde el texto de D’ AMELIO; así lo prueba su circunspecta alusión al problema de dilucidar si los espíritus que infestan la casa pueden ser considerados personas o «terceros». Una respuesta afirmativa da como resultado la
factibilidad de atribuir a los aparecidos la autoría de las perturbaciones contra el ejercicio de las facultades del arrendatario, y en tal caso, surge una nueva y no menos discutible cuestión, como lo es la de si se debe investir al arrendatario con las prerrogativas
necesarias para hacer frente a las molestias, o si es por el contrario, el arrendador el directamente obligado a procurar que ellas sean eliminadas.

Al respecto, Roberto de RUGGIERO y Fulvio MAROI (v. Istituzioni di diritto privato, vol. II, 6a. ed., Casa Editrice Giuseppe Principato, Milano-Messina, 1947, n. 144, p. 239), entre otros varios autores, explicaban la necesidad de distinguir las perturbaciones «de hecho» de las perturbaciones «de derecho». De acuerdo con tal planteamiento, sólo en el segundo caso es el arrendador el que tiene que hacerse cargo de eliminar las molestias, ya que éstas involucran un debate en tomo de la titularidad sobre el bien alquilado, y es claro que dicha titularidad, la propiedad, le corresponde exclusivamente al arrendador. Por medio del contrato de arrendamiento, el arrendador no hace otra cosa que ceder al arrendatario, por un período determinado, una de las facultades que componen su derecho subjetivo de propiedad: la facultad de uso.

Sin perder de vista el supuesto analizado, no sería equitativo extender la obligación del arrendador a las perturbaciones «de hecho» realizadas por cualquier tercero, puesto que en esta circunstancia el arrendatario puede accionar por cuenta propia en defensa de su derecho. La obligación del arrendador de preservar el uso del bien por parte del arrendatario no debe extenderse a los terceros que, sin más, perturbaran tal derecho. Tal es la tendencia que hubo de ser seguida, por lo demás, en un buen número de códigos civiles como el francés (art. 1725), el español (art. 1560), el panameño (art. 1312) y el italiano (art. 1585). También en el código civil peruano de 1936, ex art. 1513, inc. 2, se prescribía que el arrendador estaba obligado a defender el uso de la cosa arrendada únicamente contra los terceros que pretendieran tener o quisieran ejercer algún derecho sobre ella.

El problema en mención no ha sido tratado de manera expresa en el código civil peruano de 1984. La obligación del arrendador se circunscribe a «mantener al arrendatario en el uso del bien durante el plazo del contrato» (art. 1680, inc. 1). A mi modo de ver, sin embargo, el texto citado debe interpretarse como comprehensivo de la obligación del arrendador de hacer frente a las perturbaciones «de derecho» padecidas por el inquilino, ya que ellas, que por definición comprometen la titularidad sobre la cosa arrendada, menoscaban palmariamente el «uso» por parte del arrendatario. Bástenos con referir el caso de un arrendador apócrifo que mediante una resolución judicial llega a ser reemplazado en la titularidad de un inmueble por el verdadero propietario (titularidad que aquél ha asumido frente al arrendatario); las facultades cedidas al inquilino se diluyen de inmediato por la sencilla razón de que sus atribuciones han emanado de un negocio jurídico inválido, de un acto practicado frente a quien no tenía derecho para arrendar.

Considero, por otro lado, que la doctrina, y parte de la legislación extranjera, hacen bien, en este punto, en preferir la referencia a la facultad de «goce» del bien arrendado, a fin de no dar lugar a equívocos como el suscitado por nuestro código civil, cuya redacción conduce, irremediablemente, a una confusión, si bien limitada al plano textual, entre la facultad de uso cedida al arrendatario, ex art. 1666, y el derecho real de uso (arts. 1026 y ss.); para mayor confusión, en la misma fuente se establece que el derecho real de uso no puede ser materia de ningún negocio jurídico (art. 1029). Bien diferenciados que fueren, sin embargo, la facultad de uso, comprehendida en el derecho subjetivo de propiedad, y el derecho real de uso, de antiquísima data, la confusión a que aludimos no ha de causar mayores inconvenientes de interpretación.

Mayor problema suscitan las perturbaciones «de hecho» contra el goce de la cosa arrendada. Apartándonos del plano conceptual en el cual el arrendador permanece, legítimamente, siempre al margen, resulta que en ausencia de una norma sobre la materia en el código civil peruano, hay que dilucidar si la acción frente a cualquier tercero que perpetrara perturbaciones» de hecho» también debe ser asumida por el arrendador. El asunto no es baladí, porque tales perturbaciones pueden atentar contra la permanencia del arrendatario en el uso del bien, como ocurriría, por ejemplo, si una charcutería, por pequeíi.a que fuera, se instalara en las cercanías de un inmueble alquilado, y el hedor emanado de ella resultara insoportable para
los habitantes del mismo.

Sé que la ausencia de una regulación expresa no permite presuponer la existencia de una obligación. Así, pues, no creo que pueda asumirse que el arrendador sea el encargado de eliminar las molestias provocadas por meros terceros. Sin perjuicio de ello, el arrendatario no queda des protegido en modo alguno puesto que, como es conocido, por tener la calidad de poseedor, cuenta siempre con un mecanismo dual de protección conformado por la acción posesoria y los interdictos, contemplados por los arts. 920 y 921 de nuestro código civil, a los que puede echar mano de manera directa.

Aun admitida la seriedad del tema, he tenido presente algunas historias, del todo ajenas al Derecho, al momento de emprender mi traducción.

La primera transcurre en la Sierra Morena española y forma parte del extenso Mmwscrit trouvé a Saragosse, dado a conocer por el conde polaco Jan POTOCKI en 1803. El protagonista es Alfonso van Worden quien desoye el aviso de los vecinos de la posada de Venta Quemada sobre la presencia de espíritus de dos ahorcados que «animados por no se sabe qué demonios, abandonaban durante la noche la horca para espantar a los vivos»; Alfonso pernocta en dicha posada, y tras escucharse las campanadas que anuncian las doce de la noche (es conocido que los espectros sólo tienen poder desde la medianoche hasta el primer canto del gallo), recibe la agradable visita de dos hermosas mujeres con las que departe hasta el amanecer. Cuando Alfonso despierta, se encuentra debajo de una horca, y lo que tiene por compañía no son las bellas mujeres de la víspera, sino los putrefactos cadáveres de los dos ejecutados, uno de los cuales está terminando de ser despellejado por un buitre. Pese a la terrible impresión, el noble protagonista domina su temor, lo que le libra de morir de miedo, o de volverse loco, corno ha ocurrido con otros huéspedes de la Venta Quemada. «No es que yo estuviese convencido de que los espectros no existen-reflexiona-sino que toda mi educación se había hecho apuntada al honor, y lo hacía consistir en no mostrar miedo jamás».

La segunda historia se debe a Osear WILDE y data de 1891. La familia de un diplomático norteamericano en Inglaterra, Mr. Hirarn B. Otis, adquiere la mansión de los Canterville, que es famosa por estar encantada. Incluso el propietario del inmueble le advierte de los peligros de su decisión, pero el obstinado comprador no se disuade por un comentario que considera un simple rumor. El espíritu de Sir Simon de Canterville, condenado a asustar a los vivos por el asesinato de su esposa, Lady Eleanore de Canterville, no demora mucho en aparecer, y trata de espantar a los miembros de la familia por todos los medios. Para divertimento de los lectores, jamás lo consigue; en su inútil intento apela a los mecanismos tradicionales: aullidos, arrastre de cadenas, la aparición de manchas de sangre, paseos sorpresivos; pero todo es en vano, porque el materialismo de la vida de los Otis hace imposible que éstos se atemoricen en lo más mínimo. Por el contrario, es el fantasma el que termina ocultándose de los nuevos propietarios de la mansión, pues éstos le someten a los más jocosos vejárnenes. En su desesperación, Sir Sirnon decide que es el momento de descansar para siempre después de tres centurias de andar espantando a la gente, y consigue hallar la paz eterna a través de la amistad que llega a depararle Flora, la hija menor del clan Otis. A la larga, los Otis obtienen un tesoro que el fantasma lega a Flora por haber salvado su alma.

Cuestiones jurídicas menores son aludidas en la narración. Vendida la casa ¿quedaba cornprehendido en la operación el fantasma que la habitaba? (¿lo accesorio sigue la suerte de lo principal?). Al menos, tal parece ser la conclusión del vendedor cuando los Otis pretenden devolverle las joyas que el fantasma de su antepasado ha obsequiado a la pequeña Flora; aquél les responde que el tesoro no es sino una suerte de fruto de dos bienes -el inmueble y el fantasma- cuya propiedad ya ha sido transferida: «Besides, you forget, Mr. Otis, that you took the furniture and the ghost ata valuation, and anything that belonged to the ghost passed at once into your possession, as, whatever activity Sir Simon may have shown in the corridor at night, in point of law he was really dead, and you acquired his property by purchase».

Hay que reconocer, empero, que The Canterville Ghost es un relato de carácter lúdico; no es raro, ciertamente, encontrarlo en compilaciones de literatura infantil. Más oportunamente sobrecogedora es la famosa novela que ejecutara Henry JAMES en 1898, bajo el título de The Turn of the Screw. La trama transcurre en el condado británico de Essex; la residencia de campo de los Bly es asediada por los espectros de sus antiguos sirvientes que han perecido trágicamente mientras desempeñaban sus cargos. Las víctimas de las apariciones son Miles y Flora, los pequeños sobrinos del propietario de la casa que han quedado huérfanos; el primero es virtualmente poseído por el pérfido espíritu de Quint, que ha sido su preceptor y que le incita a la comisión de atroces contravenciones; la segunda recibe las visitas de la señorita Jessel, cuya desconsolada sombra intenta continuar la tarea de educadora que ha quedado postergada con su muerte. El tenebroso contacto de los niños con las almas en pena es repelen temen te cotidiano. Una nueva y desconcertada institutriz, que sobrelleva y relata la terrible experiencia, trata de liberar a sus pupilos de la maligna influencia, y lo consigue, aunque a un precio muy alto: con el corazón finalmente desposeído, Mi- les muere en sus brazos.

En «La Trompeta de Deyá» (1992), Mario VARGAS LLOSA ha destacado que la historia de The Tu m of the Screw está narrada de tal manera que sus lectores que- dan incapacitados para discernir entre lo que real- mente ocurre en ella y lo alucinado por la institutriz al momento de contarla.

En la misma tendencia atemorizan te de la novela de JAMES se inscribe el cuento The Pickman’s Model (1927), del norteamericano Howard Phillips LOVECRAFT. Un indiscreto crítico de arte, Thurber, a quien ha impresionado sobremanera el morboso elemento de realidad que singulariza los cuadros lifelike de monstruos ejecutados por Richard Upton Pickman, le visita en su residencia y cae, por accidente, en la horrorosa cuenta de que el pintor emplea modelos naturales para plasmar los componentes anatómicos de sus obras; que sólo son ficticios los paisajes en los que es captada la escena protagonizada por tales engendros. Pickman había comprado una casa otrora poblada por una secta de hechiceros con la atroz y deliberada intención de retratar a los ghouls y demás larvas que se alojan en sus pasajes subterráneos; y estos demonios son de una aberración tal que es imposible que se les conciba, y se les represente, con el solo recurso de la imaginación.

Diabólica aduertencia (Madrid, 1981), finalmente, es un espléndido ejercicio narrativo de Pedro MONTERO en torno de dos estudiantes que ocupan una vieja re-sidencia con absoluto desconocimiento de inusuales avisos: dejar un recipiente con sangre y el brasero encendido siempre que tuvieran que salir, y hacer el mayor ruido posible con la llave en la cerradura, al momento de reingresar. La macabra explicación del autor es que cuando las casas se quedan vacías, las ánimas de las personas que han muerto en ellas acuden, invariablemente, a consumir la sangre y a calentarse cerca del brasero; el sonido del traqueteo de la llave es una manera de anunciarles la vuelta de los caseros y de hacerlas desaparecer. Desatendidas las advertencias, que MONTERO amalgama en una estremecedora moraleja para los lectores, ambos protagonistas terminan incorporándose, trágicamente, al grupo de espectros que puebla la estancia.

Efectuada la digresión literaria, corresponde señalar que el autor del presente artículo fue un colaborador permanente de la andadura inicial de la «Rivista del Diritto Commerciale e del Diritto Genera/e delle Obbligazioni>>, acaso la más prestigiosa de las publicaciones italianas de temática jurídica, que tuvo como sus primeros directores, desde su fundación en 1903, a los juristas Angelo SRAFFAy Cesare VIVANTE. A parte de los escritos de O’ AMELIO en la revista mencionada, no he podido dar con datos biográficos verosímiles ni con referencias bibliográficas adicionales sobre él.

El texto es pródigo en la cita de autores desacostumbrados para los estudiantes de jurisprudencia. Por tal razón, he optado por incluir notas informativas y de concordancia con el Código civil italiano de 1865, donde lo he considerado imprescindible.

[Este artículo pertenece a la revista Derecho & Sociedad. Núm 14 del año 2000]

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