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Sonqocha, tú eres la razón

por PÓLEMOS
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Pamela Gabriela Guerrero Mariño

Ganadora del primer lugar de la V edición del Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris

 


Era finales de los 90 en Andahuamarca y, como en cada febrero, la lluvia caía casi a diario. A Laura eso no le molestaba y menos aun cuando lo que tenía que hacer era recoger a su hermanito de la escuela.  Laura tenía la convicción de que la lluvia era una fuente de purificación. Mamá Julia, su abuela, le había dicho que cuando la lluvia llegaba, lo limpiaba todo y que incluso podía llevarse aquello que te había hecho llorar alguna vez. ¿Cómo, entonces, la gente podía quejarse cuando llovía? Si la lluvia, al igual que hacía con la tierra, le daba a ella una oportunidad más para florecer. Con esas ideas caminaba Laura, atenta a lo que producía cada gota sobre las tejas, sobre los árboles y sobre su rostro.

-Laura, has venido por mí – Le dijo una vocecita tierna y, ni bien Laura se puso de cuclillas, unos bracitos le rodearon el cuello. Eran cortitos, pero cuánto calor le brindaban.

– Hace tiempo que no te daba la sorpresa, sonqocha[1] – Le dijo Laura. Lo agarro de la manito fría y áspera y empezó a caminar con él.

– ¿Pero por qué has venido hoy día Laura? ¿Es por eso que le has dicho el otro a mamá? Te he escuchado diciéndole que te vas a ir a Lima. ¿Es de verdad?

– ¿Cuándo has escuchado eso, niño? Ya te he dicho que no escuches las conversaciones de mayores.

– Pero dime pues, ¿te vas a ir? – Y de repente un gotero inundó la menuda cabeza del sonqocha.

– Jajaja, mira que te has hecho por estar preguntando tonterías. Ves lo que les pasa a los niñitos chismosos. Chismoso eres. Ven, te voy a secar.

Inútil fue el gesto porque, en el camino de vuelta a casa, los dos quedaron empapados. Qué mas daba, si la lluvia era juego para uno y purificación para la otra. Total, había sido una tarde feliz, aunque llegaran chorreando.

Entraron a la casa. El lugar era sencillo, construido con adobe y tejas, en la parte del fondo tenía una cocina que funcionaba a carbón.

-Mamasita, que se han hecho estos niños. Se van a enfermar, con este frío. Maura, ¿que estabas pensando para que se mojen así? Ya estas grande, como vas a dejar que el sonqocha juegue en la lluvia. ¡Vayan a cambiarse ahoritita! – les dijo Clara, su madre.

Les había hablado con firmeza, pero sobre todo con amor. Se dispuso a calentar el mondongo que había hecho hervir toda la noche anterior, con motivo de la decisión de su hija. No se podía dar el lujo de comprar carne y mote para sus hijitos siempre, pero ahora que la mayor se iba, quería que no extrañe la comida de su pueblo.

A Clara le preocupaba que Laura se fuera a una ciudad tan grande, a la cual ella nunca había llegado. Creía que no era necesario. Consideraba que Laura podía vivir una vida tranquila y feliz ahí en Andahuamarca, al lado de su familia. Sabía también que se iba a quedar con una sensación de vacío, como cuando otras personas a las que tanto había querido, habían partido. A ese paso, el sonqocha era su única compañía.

Pero Clara quería tanto a Laura que no podía anteponer su nostalgia a la oportunidad que se le había presentado a su hija. Además, ella misma la había preparado desde muy niña para ese momento: “Para que no tengas que sufrir como yo, Lauracha[2], para que seas alguien en la vida: Estudia. hijita”.

Y Laura había estudiado. Había estudiado tanto que se había ganado una beca que la llevaría a Lima para estudiar en la universidad. A Clara se le hacía un nudo en la garganta ahora que ese momento había llegado, pero cómo se lo iba a negar.

Laura le dijo a Clara que había escogido una carrera que les ayudaría con eso que tanto daño les había hecho. A Clara le disgustó muchísimo que involucrara ese tema; le dijo que se olvidara de eso y que busque tener un buen futuro para ella y para el sonqocha. Laura había tenido que prometerle que sería obediente. Pero en realidad, su mayor motivación para irse tan lejos era precisamente eso de lo que había prometido que no hablaría.

Comieron los tres, el sonqocha repitió toda la historia de la batalla de Ayacucho. Era mejor que la repitiera cada noche para que no se le olvide ningún detalle cuando se las contaba a los turistas, le decía Laura. Ella y su hermanito, iban los fines de semana al Obelisco en la Pampa de la Quinua para contar la historia a los turistas y ganarse una propina. Cuando en la casa había escasez, esas moneditas servían para comer. Y, otras contadas veces, Clara les dejaba comprarse algún lapicero de color o una bolsita de chocolate en polvo que tanto les gustaba.  El sonqocha tenía una memoria única y se tomaba muy en serio su trabajo. Pero a veces se cansaba y sólo quería jugar. ¿Por qué él no podía pasarse todo el día en un triciclo o jugando con carritos, como hacía el hijo del general del cuartel? La cena terminó y se fueron a dormir, juntitos los tres, bajo el mismo techo.

Antes de subir al bus, Laura abrazó a su madre.

– “Sin llorar, mamachita«, le dijo Clara.

Pero ni bien terminó la frase los ojos de ambas se inundaron. Ninguna vio a la otra, sólo tragaron la saliva y respiraron profundo para darse fuerza la una a la otra. El único que había sido testigo de las lagrimas contenidas fue el sonqocha. A él, Laura le dio un beso en la frente y le dijo:

– Estudia sonqocha, y chismoso no seas ah. Cuida a mamá.

Se subió al bus. Y ya instalada en su asiento, Laura recordó el motivo por el que estaba emprendiendo ese viaje. Los hechos habían sucedido hace 6 años, exactamente la edad del sonqocha. Laura tenía 12 años en ese entonces y, aunque habían pasado bastante tiempo, había reconstruido muy bien en su mente lo que había sucedido ese día.

Todo empezó cuando dos enfermeras, que nunca habían estado en el pueblo, llegaron a su casa. Una ambulancia las esperaba. Le dijeron a Clara que, según un mandato del alcalde, todas las mujeres tenían que ir a la posta para un chequeo obligatorio. Clara les dijo que no necesitaba chequearse porque no estaba enferma. Además, les dijo que estaba embarazada, pero no tenía ningún problema con su embarazo. Una de las enfermeras insistió y cuando Clara volvió a decir que no, ambas se molestaron muchísimo. Eran muy habladoras ambas y tenían la tez más blanca que Laura había visto hasta ese momento. Hablaban rápido y con seguridad.

– Mira, ¿sabes qué? Si no te vas a mover de acá, el mismo alcalde va a venir a sacarte. Las que no nos hacen caso van a recibir sanción. ¿Tú que tienes? ¿chanchos? ¿vacas? Te los va a quitar por no acatar las normas. Te vienes con nosotras ahora o te esperas a que se lleven tus animales. Apúrate y no nos hagas perder el tiempo.

Laura había visto el susto en la cara de su madre cuando le mencionaron que podían quitarle sus animales. Tenían una vaca, que pudo comprar con un ahorro de 4 años.

– Ya vuelvo hijita, lava las cosas – le dijo Clara a Laura, salió de la casa y subió a la ambulancia con las enfermeras.

Cuando llegó a la posta, se encontró con muchas otras mujeres del pueblo. Cada una estaba esperando que las llamen. Se sentó al lado de una de las vivían en la misma calle que ella.

– Rosario, ¿para qué nos han traído acá? – le dijo

– Una señorita le ha dicho a Julio, mi esposo, que me van a dar unas vitaminas y que después me van a hacer algo para que ya no tenga hijos. Últimamente Julio se ha estado quejando de que la plata no nos alcanza. “Anda pues mujer, mejor para nosotros si es gratis”, me ha dicho. Yo no estaba tan segura, pero el Julio sí, así que le hecho caso. Le han hecho firmar un papel también. Un poco de coca me he traído porque estoy con miedo.

– Pero eso será para ti pues, Rosario. Que con el Julio ya no quieren tener hijos. A mi me han dicho algo de un chequeo. Tendremos que esperar no más. A ver, un poquito de tu coca invítame para chacchar[3].

En la posta, todos los médicos y enfermeras que habían llegado eran muy hostiles. De pronto una mujer, que también vivía cerca a las casas de Clara y Rosario, salió de una habitación. Dos enfermeras la llevaban porque se había desmayado. La recostaron en una silla y la dejaron ahí. Clara y Rosario corrieron a su encuentro.

– Esperanza, ¿me escuchas? Esperanza, Esperanza – Repetía Rosario.

La mujer estaba pálida y tenía la cara con signos de haber llorado. Poco a poco fue recuperando el conocimiento.

– Clara, Rosario. Me han amarrado a una cama a la fuerza y me han dado algo para dormir. No les dejen que les hagan nada. Váyanse. – les dijo.

Justo en ese momento, llamaron a Clara. Clara empezó a temblar, pensó en irse. Pero la volvieron a llamar y una de las enfermeras se acercó para indicarle por dónde tenía que ir.

Entró a un consultorio. Había 2 enfermeras y un médico. El médico, le mencionó que estaban emprendiendo una política de planificación familiar. Clara estaba muy nerviosa y no entendía lo que el médico le decía.

Le dieron un papel, para que respondiese preguntas. Pero Clara no sabía leer. Las hicieron directamente: su edad, cantidad de hijos, si tenía esposo. Clara respondió. Su corazón latía muy rápido, las manos le sudaban: se quería ir, se quería ir.

– ¿Qué me van a hacer? – balbuceó.

Una de las enfermeras le dijo:

– Mira vamos a prevenir más gastos en tu casa, si ya tienes una hija, ¿para qué vas a tener más?

Clara sintió como su cuerpo se enfriaba invadido por un sudor helado.

– ¡¡¡Déjenme!!! ¡¡¡Déjenme!!! No quiero que me hagan nada – empezó a gritar e intentó salir empujando a la enfermera que estaba más cerca de ella.

El medico se le acercó, la tomó del brazo y le dijo:

– Carajo, chola, cállate. Déjanos hacer nuestro trabajo. Tú que mierda sabrás de qué cosa quieres. Si acá lo único que hacen es reproducirse como conejos.

Laura le mordió el brazo y el médico reaccionó empujándola a un rincón, le golpeó el vientre. Clara se cayó encima de una mesita que contenía varios utensilios. Todo quedó regado por el suelo.

– Ésta es la que está embarazada – le dijo una de las enfermeras al médico.

– ¿Y qué le están haciendo a las que están gestando? ¿Lo mismo no? Voy a preguntar si le dejo al que ya se está formando, o le ayudamos con ese también, jaja. – Y el médico se fue. Una de las enfermeras salió con él, renegando ambos de que les haya tocado “una chola tan lisa”.

– Levántate y échate en esa cama si no quieres seguir teniendo problemas. Tu sola lo estas poniendo más difícil – Le dijo la otra enfermera a Clara.

Clara se levantó despacio, no paraba de llorar y empezó a tener mucho temblor en el cuerpo.

– No me saquen a mi hijito, por favor señorita. No me saquen a mi hijito, mis hijitos son lo único que tengo. ¿Tu no tienes hijitos, señorita? ¿Qué harías si les matan? No me saquen a mi hijito.

Parecía que, con cada palabra, algo dentro de Clara se iba desgarrando. Como si en su llanto, se pudiera reflejar ese asalto que todavía no le realizaban. Un asalto de algo que era suyo, pero que otros creían tener el derecho de arrancar.

La enfermera que la escuchaba estaba harta. Harta de todos los llantos que había escuchado durante el día, harta de los olores que propiciaba la gente, harta del asco que le daba su trabajo y harta también de fingir que no sentía culpa por lo que le estaban haciendo a cada mujer que pasaba por la posta médica.

– Puta madre, chola. Lárgate si quieres. Pero sal por la ventana. Diré que te has escapado. Si te encuentran te van a matar, igual.

Clara se calló. No esperaba que la enfermera le diga eso. Con la misma desesperación que había hecho su súplica, abrió la ventana y se insertó dentro de ella. Era delgada y sus 3 meses de embarazo, todavía le permitían moverse con facilidad.

– Diosito te bendiga, mamita. – Le dijo a la enfermera antes de irse y empezó a correr sin saber a donde iba.

A pesar del impacto de lo que había vivido, pudo llegar a su casa, recogió a Laura, se puso una chompa y se fueron juntas a la casa de sus padres, que vivían al otro lado del río. Era un lugar bastante alejado del pueblo, en el que se habían instalado para cuidar sus cosechas y pastear sus animales.

Después de ese día, Laura vio llorar a su madre llorar por horas muchos días. Vio las marcas que le habían dejado en el cuerpo y vio cómo se despertaba en medio de la noche gritando “Mi hijito, mi hijito, no se lleven a mi hijito”. En esas ocasiones, Laura se levantaba y abrazaba a Clara. Luego se acostaba y pensaba qué podría hacer ella para calmar tanto dolor.

Clara se enteró los detalles de la historia poco a poco, en conversaciones que su madre tenía con una amiga o con algún familiar. Volvieron al pueblo después de varios meses, cuando estuvieron seguras de que ya nadie buscaba a las mujeres para operarlas. Se enteraron que durante esos días, el equipo de médicos y enfermeras continuaron yendo a cada casa para llevar a las mujeres a la posta. Algunas sabían para qué las operaban, otras recién se dieron cuenta mucho tiempo después. Sin embargo, casi todas habían quedado con dolores de vientre permanentemente.  De este grupo, muchas fueron abandonadas por sus esposos, porque después de las operaciones ya no estaban en la capacidad de tener relaciones sexuales con ellos. Ese había sido el caso de Esperanza, la mujer que le había dicho a Clara que se huyera. Ya estaba haciéndose muy viejita, la pobre, y siempre andaba quejándose de dolor.

Laura recostó su cabeza en el vidrio de la ventana del bus, ya llevaba un par de horas viajando. Parecía que en el viaje se le habían juntado todas las preguntas que alguna vez habían pasado por su mente: ¿Qué políticas eran esas? ¿Qué gobierno era ese? ¿Por qué una persona podía tener tanto poder para causarle tanto dolor a otras personas? ¿Sería cierto que ese fuera un mandato del gobierno? Pero, ¿cuál gobierno podría ser ese que sin conocer siquiera a la gente que vivía allí, sin saber cómo vivía, sin brindarle ni agua ni luz, se creía en el derecho de llegar y destrozar los cuerpos y desgarrar las almas de su gente? Laura también consideraba la posibilidad de que los médicos y enfermeras estuvieran obedeciendo órdenes. Pero no podía entender cómo ni por qué esas personas tenían que seguir órdenes tan devastadoras para los pobladores. ¿No podían, acaso, darse cuenta de que no era justo? ¿No pensaban que las mujeres del pueblo no se merecían ese gravísimo daño que les estaban causando? Y aún cuando fuera una norma la que decía que eso debía hacerse, ¿acaso nadie podía levantar su voz contra ella?

Esas mismas preguntas la acompañaron por 4 largos años. Algunas se iban respondiendo, otras eran más difíciles y complejas de contestar. Sin embargo, a medida que más aprendía, Laura sentía que más recursos obtenía para lograr su objetivo. Se sentía feliz.

Llegó el 21 de abril, su cumpleaños número 23. Para agasajarla, le habían enviado una encomienda desde Andahuamarca.  Clara fue a recoger el paquete y, aunque le costó esfuerzo, pudo subirlo hasta su habitación. Vivía en el quinto piso de un edificio demasiado sencillo como para contar con ascensor.  Puso la caja sobre su escritorio; estaba sucia y húmeda. Con la ayuda de un cuchillo la abrió. Qué bien se sentía. La caja parecía contener un aire distinto, propio de su pueblo querido. Pero, además, parecía contener el aroma de Clara, su calor inacabable. Encima de las papas, los choclos y otros insumos, había una carta. La letra era propia de un escolar, evidentemente Clara se la había dictado al sonqocha. Decía así:

Mi Laura querida, hijita, Feliz Cumpleaños. Te mandamos estas cositas con mucho amor. Esperamos que vengas pronto, hijita. Estoy enferma y no sé si todavía podré estar aquí para verte en Navidad. Siempre estudia hijita, para que seas alguien en esta vida. Eres un angelito. Cuida a nuestro sonqocha. Kuyakuyki[4], mi Lauracha.

¿”No sé si podré estar aquí para verte en Navidad”? Laura empezó a temblar. ¿Qué significaba eso? ¿Se iba a ir Clara sin ver todo lo que Laura pensaba hacer para obtener justicia? No podía ser. Laura empezó a llorar. Quiso ver si había algo más en la caja. Sacó los choclos tiernitos, seguramente escogidos por Clara. Un poco de lechón típico. Los pancitos, crocantes cuando los compraron. Muchas papas sucias. Un paquete de galletitas de las que más le gustaban a Laura. Cancha y queso. Y una bolsita con los billetes que Clara había juntado. No había ninguna otra carta, pero tal parecía que Clara había puesto todo su corazón ahí dentro.

Unos días después le llegó otra carta a Laura. Clara había fallecido. Laura se sintió tan sola y tan perdida. Nunca es grato estar en una ciudad que no es la propia y recibir una noticia así. Quería escaparse, despertarse del mal sueño. Lloró mucho, mucho, hasta que ya no pudo más. ¿Y a qué le voy a entregar mi vida si ahora ya no estás, mamita? ¿Para qué voy a buscar que nos reparen todos esos abusos? Si cuando estabas viva, nunca nos repararon nada y ahora ya no estás. Te has ido.

Laura hizo una pausa en sus pensamientos. Quizás, no estaba tan sola. Ni tampoco su lucha había terminado. Tenía a su hermanito: el sonqocha. Ese ser tan sublime, que con su sola risa podía alegrar a todo el pueblo. Ese niño que, quizás por su lucha para llegar al mundo, parecía tener el reflejo de la divinidad en su rostro. Ese pequeñito tan dulce y noble, que seguro estaba esperando por ella. Él era, en realidad, la razón por que Clara había sido capaz de hacerle frente a los que fueron a esterilizarla sin su consentimiento. Su fuerza para tratar de escapar había sido él, el sonqocha. Era él el que representaba a todos esos niños que no habían podido nacer por las intervenciones que les practicaron a las mujeres embarazadas. Así como también, estaba cada una de las mujeres del pueblo, que tanto habían sufrido por esos abusos en nombre de una política brutal proveniente de un gobierno desconocido. Clara ya no estaba, era verdad, pero en cada una de esas personas había un pedacito de ella y había una razón para continuar. Laura se lavó la cara y se alistó para viajar a Andahuamarca: Todavía había mucho por hacer.


[1] Sonqocha: palabra quechua que significa “corazoncito”

[2] “cha”: Sufijo quechua se utiliza para convertir una palabra en diminutivo. La traducción es “Laurita”

[3] Chacchar: palabra quechua que hace alusión al acto de masticar coca.

[4] Kuyakuyki: Palabra quechua que significa “te quiero”

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