Violeta Barrientos Silva
Abogada y Doctora en literatura. Autora de obra poética y de crítica social en el tema de múltiples discriminaciones. Profesora en la Maestría de Género y Desarrollo en la UNMSM. Feminista y Directora de Intersecta.
Recuerdo que el libro “feminista” que leí como estudiante de derecho y de literatura, fue “Habitación propia” de Virginia Woolf, un clásico que ya tenía entonces más de cincuenta años de publicado. Quizás con la desconfianza de un primer acercamiento al tema de la mujer y de intentarlo más bien por la obra de una autora a la que yo consideraba más literaria que panfletaria, me introduje en las peripecias de una mujer que para mis tiempos de joven ochentera, parecían inimaginables de ser vividos por las mujeres.
Me sorprendió encontrar en su recorrido por los ambientes intelectuales de la élite inglesa de su tiempo –inicios del siglo XX- una serie de obstáculos a las mujeres de su clase privilegiada, por tan solo el hecho de ser mujeres: las mujeres no podían ingresar a una biblioteca universitaria sin ser tuteladas, es decir presentadas o acompañadas de un académico varón. La universidad era asimismo, el filtro por el cual se consagraba una investigación seria, es decir, era el centro del poder sobre el saber que gobernaba al mundo, privilegio que se mantiene aún en la actualidad y que diferencia a universidades de “más” y de “menos” influencia y prestigio. Acceder a ella era una forma de tener el poder o no tenerlo, y las mujeres habían sido siempre excluidas de ese poder. Si gracias a la universidad se publicaban y difundían saberes que calificaban a otros y ordenaban el mundo, no era de extrañar, como decía Woolf, que la mayor parte de autores publicados fueran hombres y que la literatura de mujeres tuviera una raquítica tradición –al igual que otros grupos “subalternos”, afrodescendientes, indígenas, etc. Los hombres eran los únicos a teorizar sobre mujeres, y hasta la literatura lésbica –por sorprendente que parezca- había sido escrita desde siempre por hombres. Desde siglos se había discutido sobre la naturaleza de las mujeres, así como también se había discutido sobre la de los esclavos o los naturales de pueblos conquistados, todo por dar justificaciones teóricas o religiosas al sojuzgamiento político de grupos sociales. Platón y Aristóteles habían dicho ya que las mujeres eran de naturaleza inferior, así como la iglesia católica discutió en la Edad Media si las mujeres tenían o no alma a ser salvada.
Las pocas mujeres que escribieron literatura -es decir que pudieron tener el poder en el campo de la representación- o incursionaron en el campo del saber fueron mujeres de la nobleza o la burguesía que pudieron delegar en otras más pobres -sus sirvientas- las tareas domésticas y tener el tiempo de cultivarse, al amparo de padres o esposos comprensivos y protectores. De lo contrario, hay que comprender que quien es esclavo, no goza de espacio de ocio y las mujeres, repartidas en las mil ocupaciones del quedarse en casa al cuidado de la familia –niños y ancianos- a diferencia de los asalariados que pueden hacer un corte entre espacio de trabajo y espacio familiar, nunca pudieron separar dichos espacios en su tiempo de vida. Y al no tener el tiempo ni el espacio, dado que la mayor parte no gozaba de educación superior ni oficio, no pudieron producir una representación del mundo ni de sí mismas, ni teórica ni creativa.
Oxford solo dio títulos universitarios a las mujeres en 1920 y Cambridge en 1948. Hicieron falta cambios determinantes en la política mundial a partir de las dos guerras mundiales, para provocar así conquistas que durante siglos habían venido siendo peleadas por los sojuzgados del mundo. El Africa vio la independencia de la mayor parte de sus países a partir de 1950, y la agenda de los derechos civiles de afrodescendientes fue favorecida en el mundo en el primer lustro de los años 60[1]. La preocupación no solo por el racismo sino por todo tipo de discriminaciones tiñó los derechos humanos a partir de la Declaración de 1948.
Los cambios políticos en el mundo, así como también la crítica al sujeto moderno desde la filosofía de la “sospecha”, la crítica a la razón instrumental, y la filosofía postmoderna –el estructuralismo de Levy Strauss, el pensamiento de Foucault, Derrida y Deleuze- fueron el contexto en que afloró con mucha mayor potencia y solidez, la teoría filosófica y la política feminista, así como la representación de las mujeres en la literatura a partir del siglo XX.
La elaboración del pensamiento de las mujeres evolucionó en cincuenta años, desde una autorreflexión y análisis de la penosa realidad de las mujeres –de Beauvoir, Firestone, Friedan, Millet- hasta la crítica a la categoría de género –Butler, De Lauretis, Braidotti- en el sentido de terminar con una masculinidad y feminidad polarizadas más allá de buscar que los derechos de las mujeres sean iguales a los de los hombres. Junto al pensamiento va la acción, y el movimiento de mujeres que cobró fuerza primero en Europa y Estados Unidos, llegó con su ola –la del segundo feminismo- al Perú en los años 70 dando lugar a la fundación de los primeros grupos feministas[2].
Esto no quiere decir que antes de esa fecha, no hubiera habido reivindicaciones a nivel nacional, la mayor parte ahogadas por la represión política. Las hubo por el voto universal, por mejoras en la educación de las mujeres y sus reivindicaciones obreras. Reivindicaciones solo concretadas -tardíamente si nos comparamos al resto de América Latina- por dictadores populistas de turno que aprovecharon de banderas sociales en su propio beneficio. Ya María Jesús Alvarado[3] en 1911, había dado a luz textos como El Feminismo, y La Educación Femenina, sufriendo cárcel y exilio por su acción feminista y en apoyo a los obreros. Décadas antes, hacia fines del siglo XIX, algunas voces de mujeres – Mercedes Cabello de Carbonera, Teresa González de Fanning, Clorinda Matto de Turner, entre otras- combinaban tanto la literatura como la política así como un interés por la educación como solución a los problemas sociales de las mujeres, aunque su enfrentamiento con poderes religiosos y conservadores[4] en colusión con el estado, las hizo pasar también por la cárcel o el exilio. Las mujeres no solo se conformaron con escribir, sabían que excluidas de la prensa escrita, debían abrirse paso por otros medios y así, algunas fueron también editoras y regentas de imprentas; en Inglaterra, Woolf y su marido montaron la Hogarth Press y en Perú, Matto inauguró La Equitativa, destruida por la represión estatal.
A falta de espacios públicos donde fueran aceptadas, las mujeres de la alta sociedad y desde el siglo XVIII en Europa, organizaban en sus casas, salones literarios. Los salones, constituyeron espacios privados de personajes públicos donde pudieron tratarse temas que no tenían cabida aún la esfera pública, como las reivindicaciones de las mujeres en la época. Desde la Ilustración en Francia, hasta el siglo XX –los más connotados fueron los de Gertrude Stein, Natalie Barney o Sylvia Beach- los salones hicieron converger a intelectuales y artistas en temas no públicos entonces, y donde además las libertades sexuales de los asistentes estaban sobreentendidas.
Los salones como espacios privados –aunque solo de las clases altas- fueron lugares de privilegio para la confluencia de ideas de las mujeres, mientras cafés[5] y bares eran importantísimos lugares públicos de socialización en Europa o ciudades de Latinoamérica. Los espacios brindados por los “grupos de autoconciencia” de mujeres, que fomentaron algunas organizaciones feministas en los años 70 en el Perú[6], fueron también un territorio creado para el encuentro y discusión de los principales temas de las mujeres. El feminismo se pensaba no solo como reivindicación política sino como nueva forma de vida y por lo tanto, la política no estaba separada de la creación literaria.
Las mujeres no gozaron de libertad para frecuentar las calles, lo que no hizo posible que existieran versiones femeninas de personajes como el “flaneur”, el bohemio o el dandy, figuras símbolo de la modernidad literaria en la urbe de finales del siglo XIX. A contramano, hubo sí diarios de solitarias mujeres viajeras que relataron sus aventuras en territorios fuera del ámbito urbano que las costreñía: Alexandra David-Néel, primera mujer occidental en llegar a Lasha, la capital del Tíbet y que influyó en Kerouac (En el camino) y Allen Ginsberg; la inglesa Mary Kingsley que influyó muchísimo en la visión de Europa sobre el Africa; o la misma Flora Tristán que obligada a peregrinar como una expulsada del sistema social –bastarda y sin marido- hizo de esta expiación su manera de configurarse como sujeto a través de la mirada autobiográfica.
En las últimas décadas, los temas de escritura de las mujeres se centraron en la sexualidad y el cuerpo, bastiones de reivindicaciones del movimiento de mujeres en todo el mundo. Estos eran más difíciles de ganar en una cultura que había naturalizado la “sexualidad pasiva” de las mujeres, o su habitus[7] y que esperaba de las mujeres el uso de un “lenguaje delicado” o el restringirse a solo a ciertos temas considerados femeninos, en particular la maternidad y los sentimientos. En el Perú, un grupo de escritoras de poesía, incursionó en estos temas desde una mirada situada, es decir desde la propia vivencia corporal y sexual de las mujeres, a inicios de los años 80[8]. El movimiento latinoamericano de mujeres desde la década de los 80 fue el contexto en que a modo de “boom” y explotación de un territorio nuevo, se editaran a más autoras de novela, sin que todas necesariamente tuvieran encarnaran ideales feministas o ensayaran desde lo plano formal literario lenguajes renovadores de lo literario. ¿Puede el subalterno hablar? es el título de un artículo de G.Spivak, que se interroga sobre si los sojuzgados tienen la capacidad autorrepresentarse y de construir un lenguaje que rompa la matriz cultural que los encierra y representa. Es una pregunta que pese a la apertura lograda por el feminismo hasta ahora, tenemos que seguir haciéndonosla hoy día.