María Acale Sánchez
Catedrática de Derecho penal de la Universidad de Cádiz (España)
Los ordenamientos jurídicos español y peruano coinciden en el tratamiento del tráfico de drogas, en parte por la existencia de Tratados internacionales firmados por ambos países que les obliga a ello: es una conducta constitutiva de delito y, como consecuencia, trata como delincuentes a sus autores (arts. 368 y siguientes del Código penal español y 296 y siguientes del Código penal peruano). En ambos casos, son conductas que se relacionan en sentido material con el bien jurídico salud pública cuya protección se adelanta a momentos previos al de la lesión, construyendo así los respectivos tipos de injusto como delitos de peligro (peligro más abstracto que concreto). Existe pues a priori desde el punto de vista del legislador una vis que atrae la salud pública y el tráfico de drogas de forma tan fuerte que dejando al margen el consumo personal (que no es típico en ninguno de los dos Códigos), hace casi imposible encontrar conductas que no entren dentro del ámbito de la tipicidad, es decir, hacen casi imposible encontrar conductas que estén relacionadas con la difusión de drogas y que no sean delito.
El discurso oficial encaja por otra parte con el discurso que sostiene la mayoría de la sociedad, que considera en términos valorativos que la salud pública es un bien jurídico insustituible e irreparable, necesitado de protección penal (por su importancia, y por las consecuencias tan graves que tienen los atentados contra el mismo). No obstante, cuando se tiene consideración que esa misma sociedad que reclama el castigo del tráfico de las drogas como el hachís o la marihuana, ni se plantea que hay drogas de curso legal como el tabaco o el alcohol que causan un daño similar o superior que aquellas a la salud pública, salta a relucir que el discurso imperante está plagado de prejuicios, que restan fuerza al argumento de la protección del bien jurídico protegido.
En este contexto, como se analizará a continuación, empiezan a vislumbrarse realidades nuevas a las que ante la falta de cobertura por parte de la ley, ha sido la jurisprudencia la que ha tenido que buscar salidas no punitivistas: muestra de ello es la Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona del pasado 5 de mayo, que analiza la tipicidad de la conducta de regentar un Club cannábico (“María de Gracia”).
Así, por lo que a la ley se trata, si bien en términos generales el modelo es similar, al descender al contenido de sus Códigos penales se aprecian sutiles diferencias, en la medida en que ambos coinciden en castigar –con penas privativas de libertad largas que para valorar su intensidad ha de tenerse en cuenta que las penas privativas de libertad temporales tienen una duración de 30 años en el Código español y 35 en el peruano- conductas relacionadas en sentido amplio con el tráfico de drogas y que afectan a la salud pública como bien jurídico protegido, aunque si se atiende a las concretas conductas que castigan uno y otro Código (en el art. 368 del Código español se castiga la ejecución de actos de cultivo, elaboración o tráfico, “o de otro modo promuevan, favorezcan o faciliten el consumo ilegal de drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas, o las posean con aquellos fines”, mientras que el Código penal peruano castiga en distintos bloques la promoción, el favorecimiento o facilitación del consumo ilegal de las drogas mediante “actos de fabricación o tráfico”, con pena inferior se castigan los actos de posesión “para su tráfico ilícito”, y de forma separada, se castiga la promoción, el favorecimiento, la financiación, facilitación o ejecución de “actos de siembra o cultivo de plantas de amapolas o adormidera”) podrá observarse que existen diferencias punitivas en el trato.
En cualquier caso, ambos Códigos vienen a coincidir en un dato: y es que el daño que causa a la salud pública depende de la cualidad de la sustancia tóxica objeto del tráfico. En este sentido, el tipo básico del delito de tráfico de drogas del art. 368 del Código penal español señala que la pena será de prisión de tres a seis años y multa del tanto al triplo del valor de la droga objeto del delito “si se tratare de sustancias o productos que causen grave daño a la salud” y de prisión de uno a tres años y multa del tanto al duplo “en los demás casos”. En atención a este precepto, la jurisprudencia española viene considerando que es droga tóxica que no causa grave daño a la salud el hachís y la marihuana (entre otras muchas, puede verse la STS de 26 de mayo de 2000 (RJ 2000/4138). Y por parte del Código penal peruano, más que distinguir la nocividad de la droga para la salud, distingue la gravedad de la conducta para el bien jurídico protegido, y en base a ello, en el art. 296-A castiga expresamente con pena inferior al “tráfico” de otras drogas, promover, favorecer, financiar, facilitar o “ejecutar actos de siembra o cultivo de plantas de amapola o adormidera de la especie papaver somniferum o marihuana de la especie cannabis sativa”.
Pero junto a la cualidad de la sustancia, también la cantidad de droga tóxica objeto de tráfico determina una atenuación de la pena. Así lo dispone expresamente el art. 368 en su párrafo 2º del Código español que a partir de la reforma que del mismo operó la LO 5/2010 prevé una circunstancia atenuante facultativa específica en el delito de tráfico de drogas “en atención a la escasa entidad del hecho y a las circunstancias personales del culpable”, mientras que en el Código penal peruano es el art. 296-A el que prevé la atenuación de la pena cuando “la cantidad de plantas sembradas o cultivadas no exceda de cien”, y/o “la cantidad de semillas no exceda de la requerida para sembrar el número de plantas que señala el inciso precedente”.
Todo ello viene a poner de manifiesto que los legisladores de ambos países han acogido mecanismos que permitan graduar la pena de acuerdo con la gravedad del atentando a la salud pública.
No obstante, cuando el acto de tráfico es llevado a cabo por un sujeto adicto a las drogas tóxicas, estupefacientes y sustancias psicotrópicas con las que a la vez trafica como medio para obtener recursos económicos suficientes para hacer frente a su dependencia (es decir, en los casos de delincuencia funcional que no se limita ya a los delitos de tráfico de drogas, sino que se abre ya a otra panoplia de figuras delictivas en las que lucen con luz propia los delitos contra el patrimonio), el Código penal español ofrece una respuesta ad hoc más amplia que la que ofrece el Código peruano, pues la toxicomanía está prevista expresamente como causa de inimputabilidad (art. 20.2) o de semiimputabilidad (21.1) que exime total o parcialmente de pena (abriendo las puertas en su caso a la imposición de una medida de seguridad de internamiento en un centro de deshabituación ex art. 102), circunstancia atenuante (art. 22) y además se prevé de forma expresa un régimen de suspensión de la ejecución de la pena más “generoso” que cuando se trata de autores que no tienen esa dependencia en el art. 87 del Código penal vigente (art. 80.5 del texto que entrará en vigor el 1 de julio próximo). Menos expresivo se presenta en este punto el Código penal peruano, pues si bien nada impide en los supuestos de grave adicción a drogas tóxicas, estupefacientes o sustancias psicotrópicas entender que el sujeto que cometa un delito (de tráfico de drogas o cualquier otro) padece la “anomalía psíquica” del art. 20, de forma que se considere una eximente completa o incompleta (arts. 20.1 y 21), o atenuar la responsabilidad criminal si la dependencia le “influye” con la fuerza que exige el art. 46.1.d), como puede observase, no se hace mención expresa a un problema social con contornos tan definidos. Eso sí, en el ámbito de la suspensión de la ejecución de la pena sí se hace una previsión expresa en el art. 58: la “obligación de someterse a tratamiento de desintoxicación de drogas o alcohol”.
En todos estos casos, salta a relucir la convicción del legislador en el hecho de que la reinserción social pasa por el abandono del consumo de las mismas.
Pues con estos marcos legislativos más o menos fijos desde hace años, no es difícil imaginar los esfuerzos que ha tenido que ir haciendo la jurisprudencia para adaptarse a las nuevas realidades.
Así, desde hace unos años, el Tribunal Supremo español ha desarrollado su tesis de la atipicidad del consumo compartido. En este sentido, desde la STS de 3 de junio de 1993 (RJ 1993/4801) se entiende que “este riesgo no existe en aquellos casos en que el consumo se realiza en un domicilio y cuando las cantidades de que se disponen no rebasan los límites propios de un consumo inmediato de los copartícipes y no exista remuneración o contraprestación por el uso del local”. En la misma línea ha venido incidiendo la Fiscalía General del Estado en su Circular 2/2013, que ha reconocido que ante la amplitud de la letra del art. 368 del Código penal español “los límites de la ilicitud penal en estos casos sean muy sutiles”.
Con el tiempo, a pesar de que el núcleo del delito de tráfico de drogas no haya sufrido modificación, se han ido produciendo avances considerables. En primer lugar, de la propia sociedad, que va siendo partícipe y consciente de que el consumo de estas sustancias en condiciones de seguridad no genera más daño a la salud pública que otras de tráfico legal (tabaco, alcohol), además de ser por otra parte recomendada por facultativos médicos para enfermos que padecen enfermedades muy graves.
Pero en segundo lugar, a nivel legislativo, la Comunidad Autónoma de Cataluña cuenta ya con su Resolución SLT/32/2015, de 15 de enero, por la que se aprueban criterios en materia de salud pública para orientar a las asociaciones cannábicas y sus clubes y las condiciones del ejercicio de su actividad por los Ayuntamientos, reconociendo como parte de la realidad social actual la existencia de estos clubes que en esencia, no fomentan el consumo de drogas tóxicas, sino que permiten consumirlas a consumidores habituales de las mismas en condiciones de seguridad. Se trata de una reglamentación de carácter administrativo que se centra en los requisitos para poder acceder a estos establecimientos (tener más de 18 años, ser consumidor o consumidor habitual de cannabis, no ser socio de otros clubes de cannabis, acceso exclusivo a los locales para los socios y existencia de medidas de control de acceso) que permiten al tenerse un control sobre la cualidad de la sustancia que se consume, disminuir en su caso el perjuicio para la salud pública.
A pesar de que esta visibilización legal de estos clubes solo tiene validez en Cataluña, no puede negarse la importancia simbólica que tiene para el conjunto del Estado español, porque ha roto el hielo y ha abierto un amplio y sosegado debate.
Prueba de esta importancia es que a los pocos días de entrar en vigor, ha visto la luz la Sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona de 5 de mayo de 2015, que ha extendido la tesis jurisprudencial del consumo personal y del consumo compartido al denominado “consumo compartido organizado”, que se caracteriza porque se trata de “una serie de consumidores que lo serían igual en caso de no existir la asociación que forman, no tengan que acudir al mercado negro o ilícito, con el riesgo que comporta para su seguridad personal y salud por no hallarse controladas las sustancias en dicho mercado, y facilitar con ello el lucro, el enriquecimiento, de los que dirigen y realizan la distribución de sustancias en esos mercados, con posteriores actos de blanqueo de los fondos por ellos obtenidos, ni tener que acudir para financiar su consumo, en algún caso, a la comisión de ilícitos penales por ser sus aportaciones económicas lógicamente menores a las que tendrían que realizar si la adquisición la hicieran en los repetidos mercados. Con ese consumo compartido organizado se evita el efecto criminógeno, no deseado pero real, de toda penalización del consumo de sustancias estupefacientes, reduciendo el riesgo para la salud de los socios, por tratarse de drogas de las denominadas blandas, y al facilitarse las mismas de forma controlada, para que no cometan excesos en su consumo, y además de hallarse localizado el lugar donde tiene cabida el consumo compartido (a diferencia de los “consumos compartidos puntuales”) las autoridades pueden efectuar un mejor control con el fin de evitar cualquier desviación, como la intervención de naturaleza administrativa –ya mencionada- que se efectuó en relación a algunos socios a la salida de la sede social de la asociación”.
En virtud de todo ello, concluye que se está ante un hecho atípico, por falta de afectación negativa al bien jurídico salud pública del que parece empieza a poder disponer la población adulta.
En el horizonte que se abre ahora a nuestros legisladores, sin duda alguna, se encuentra la Ley uruguaya 19.172 que declara de interés públicos “las acciones tendientes a proteger, promover y mejorar la salud pública de la población mediante una política orientada a minimizar los riesgos y a reducir los daños del uso del cannabis, que promueva la debida información, educación y prevención, sobre las consecuencias y efectos perjudiciales vinculados a dicho consumo así como el tratamiento, rehabilitación y reinserción social de los usuarios problemáticos de drogas”.