Gonzalo Gamio Gehri
Profesor de Filosofía de la Universidad Católica del Perú
1.- La política, la esfera pública y el ejercicio intelectual.
Hace tiempo que vivimos la política peruana en circunstancias de una preocupante pobreza de ideas. Esta condición es lamentable para la práctica de la política entre nosotros. Tocqueville solía decir que para una sociedad libre la circulación de las ideas es tan importante como lo es la circulación de la sangre para el cuerpo humano. Aparentemente nuestras autodenominadas “élites” han quedado exangües: hace mucho tiempo que ninguna cuestión política que se remita una mínima consideración intelectual ha suscitado debate en la esfera pública. La época en la que nuestros políticos pronunciaban persuasivos discursos y producían libros de notable influencia en el ámbito de su especialidad – o en el registro del pensamiento político – ha llegado a su fin. El problema es mucho más grave en la medida en que no se trata solamente de la calidad de la producción intelectual de quienes se dedican a la política. Una sociedad se transforma y orienta sus instituciones y prácticas en tanto cuenta con espacios para el libre intercambio de ideas y argumentos acerca de las posibilidades de nuestra vida común.
Es cierto que esta situación lamentable se ve fortalecida por la inexistencia de una demanda sostenida de la ciudadanía respecto de exigir un mayor nivel en la discusión política. Por supuesto, esta demanda tendría que sostenerse en un esfuerzo serio – desde las instituciones de la sociedad civil – por observar ese nivel desde sus propios argumentos y críticas en torno al funcionamiento de la política. Resultaría incoherente exigir solidez discursiva de parte de nuestra “clase política” sin participación directa de los agentes al interior de un sistema basado precisamente en el protagonismo de los ciudadanos. En otras palabras, el invierno intelectual de nuestra política no es sólo responsabilidad de los políticos de oficio; es también nuestra responsabilidad. Este fenómeno tiene que ver con la precariedad de nuestras organizaciones políticas (en las que el debate ideológico simplemente no tiene lugar), con la crisis de la educación universitaria, pero también con nuestra desidia para intervenir en la discusión política. Podríamos incluso preguntarnos si contamos realmente con una esfera pública (en el sentido de Tocqueville y Arendt).
Una esfera pública es un conjunto de espacios abiertos a la discusión sobre asuntos de interés común y a formas de vigilancia cívica. Espacios de construcción del juicio político, así como foros en los que podamos incorporar muestras inquietudes e iniciativas en la agenda pública. Son escenarios para la participación directa del ciudadano en la vida de las instituciones sociales y políticas. La esfera pública constituye el locus de la circulación de las ideas y del escrutinio de los argumentos sobre el bien común, el cuidado del sistema de derechos y la corrección de la organización política de la sociedad.
Los partidos políticos son espacios públicos un tanto restringidos en la medida en que sus usuarios son los militantes; se trata de organizaciones que funcionan bajo la lógica de la representación. El propio Estado ofrece canales para la supervisión cívica y la discusión, a la vez que presenta foros deliberativos abiertos a la acción de los representantes elegidos, como el Parlamento. Las instituciones de la sociedad civil – universidades, colegios profesionales, sindicatos, organismos no gubernamentales, etc. – constituyen escenarios de participación directa del ciudadano que no están condicionados por la exclusiva racionalidad de la representación política. Sin ellos, el desarrollo del autogobierno – un rasgo esencial de la democracia – permanecería limitado al sufragio y otros procedimientos. La esfera pública, en sus diferentes formas institucionales, constituye el lugar de la batalla de las ideas.
2.- Visiones de la sociedad.
En el Perú de las últimas décadas, los actores políticos y la mayoría de los ciudadanos somos escasamente proclives a pensar la política o a formular visiones de país. La reflexión parece concentrarse hoy en el terrible espectáculo de la contaminación de buena parte de nuestra política en escándalos de corrupción. Por supuesto, este fenómeno merece toda la atención que la ciudadanía pueda darle, pero la ausencia de discusión sobre los cimientos teóricos de nuestras acciones y proyectos debería darnos qué pensar sobre la permanente inmadurez de nuestra democracia. Las fuerzas políticas tienden a no revisar sus idearios previos, más allá del signo político de los grupos. Cabe intuir que dicha tarea ya no es considerada importante para nuestras “élites”.
Tenemos por supuesto una derecha conservadora, que todavía percibe el buen funcionamiento del Estado y la sociedad a partir de la acción de presuntas “instituciones tutelares” – las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica – como organizaciones que orientan su destino. Por ello este punto de vista político ha poseído una entraña autoritaria que desconfía del lenguaje de los derechos y del autogobierno ciudadano (en la medida en que la cultura democrática rechaza toda forma de tutelaje). Un Estado sólido y eficiente es expresión de una tradición. La agenda de la diversidad en materia de género, cultura y protección de la naturaleza es identificada como contraria a esa tradición, de origen religioso y político. Por ello, buena parte de los esfuerzos de esa derecha conservadora consiste en denunciar aquella agenda, en nombre de las presuntas “antiguas costumbres” de las “élites” peruanas.
Tenemos también una derecha mercantilista, que cultiva y practica la doctrina sola mercatus. La idea es que el mercado constituye la única instancia de justicia distributiva y de iniciativa personal. El Estado debe reducirse a su mínima expresión – incluso centrar su trabajo en garantizar la seguridad de los individuos -, y dejar que la economía se desarrolle sin interferencias, influyendo decisivamente en la naturaleza de toda transacción humana. La educación, el acceso a la salud y a la información, la transmisión de cultura, pueden convertirse en potenciales “mercancías”, susceptibles de negociación y de manejo gerencial. Los agentes son concebidos fundamentalmente como productores, consumidores, contribuyentes y sujetos de intercambio, no como ciudadanos. Esta perspectiva no es liberal, en la medida en que identifica nuestra sociedad como una “sociedad de mercado”, cuando el liberalismo asevera que “el mercado es una parte de la sociedad, no la sociedad entera” (Walzer). La capacidad de agencia política – así como el lenguaje de derechos que subyace a ella – ha sido invisibilizada desde el léxico último de la competencia económica.
El Perú cuenta con una izquierda ortodoxa, muy cercana al desarrollo del marxismo en los tiempos de los Estados comunistas del Bloque del Este. Esta izquierda concibe el avance de la historia universal a partir de la lucha de clases por la posesión de los modos de producción que estructuran lo social. La Revolución constituye una herramienta de transformación de las estructuras sociales. La violencia revolucionaria no es cuestionada en sí misma – por su carácter destructivo y lesivo de derechos (y de libertades) –; ella es criticada en la medida en que no es invocada desde “una lectura objetiva del contexto histórico”. Se trata de un socialismo que no ha ajustado todas sus cuentas con la experiencia totalitaria y que no ha extraído lecciones cruciales de la caída del muro de Berlín y el fin de los regímenes comunistas.
Existe también una izquierda de talante progresista, que ha centrado su atención en el respeto por la diversidad cultural y de género, así como en el cuidado del ecosistema, y ha traducido la defensa de estas causas al lenguaje de la reivindicación de derechos. El problema con esta izquierda más contemporánea es que – en el terreno de la actividad política concreta – no desestima establecer alianzas electorales con la izquierda ortodoxa, intelectualmente atrasada y proclive a suscribir un discurso androcéntrico, xenófobo y homofóblico. Resulta triste constatar que el cálculo político más pedestre lleve a una izquierda presuntamente más renovada a abjurar de sus principios y tareas más relevantes en el espacio público.
Necesitamos una derecha liberal y una izquierda más democrática en el horizonte de nuestra política. Ambas visiones de la sociedad tendrían que ser sensibles a la cultura de los derechos humanos y a la construcción de la ciudadanía como agencia política. Del mismo modo, ambas concepciones tendrían que estar comprometidas con una interpretación del desarrollo humano planteada desde el incremento de libertades sustanciales. Nuestro espectro político está desafortunadamente dominado por el autoritarismo y el dogmatismo ideológico, tanto en el registro de la derecha como en el de la izquierda. La desatención respecto de la significación de la vida intelectual en la política es una de las causas de esta lamentable situación. No debemos esperar a que nuestros políticos de oficio despierten de ese letargo; nosotros, los ciudadanos deberíamos librar – desde las instituciones de la sociedad civil – la batalla de las ideas.