Claudia Teresa Daga Salazar
Estudiante de Derecho de la Universidad Nacional de Trujillo. Ganadora del Concurso de Cuentos Jurídicos – Fabellae Iuris.
Un hombre se despierta cuando los rayos del sol aún no lo hacen y la resaca de la noche aún mantiene su fría y misteriosa brisa. Observa fijamente las descoloridas cortinas, que cuelgan de su pequeña ventana, bailar frente a él. «Qué hermoso día será hoy», pronostica aún sobre su lecho y se pregunta por qué en un día hermoso, como supone, debe ir a enfrentar un problema —así es como él llama al asunto, juicio o litigio— que no es más que el proceso que está llevando contra su empleadora y el cual, siendo más específicos, ya caminó, aunque a lentos pasos, hasta la Audiencia de Conciliación.
Este hombre que, por fin, se estira y se levanta de un apurado brinco para poder llegar a tiempo a su trabajo, es Joaquín Prieto; trabajador tardío de cincuenta y ocho años, buen vecino de la calle Mariscal Castilla, de francos ojos marrones y de mentón partido, rasgo que ha sido transmitido en su familia de generación en generación. Se asea, y pasa de su improvisado pijama a su típico y grisáceo atuendo enterizo de trabajo; sujeta su viejo casco blanco y acomoda sus llaves y cinco monedas de un sol en un pequeño bolso que siempre pende en su espalda. Antes de salir, nunca olvida despedirse de su animado can, producto del cruce de una purasangre labradora y un perro de la calle.
«Qué pesado horario», gruñe entre dientes y un iracundo bostezo se le escapa. Luego, parte justo a las dos y media de la madrugada y empieza a caminar, a pasos largos y ligeros, hasta que su delgado y desgarbado cuerpo se pierde entre las mañaneras telas de neblina.
Ni bien llega a laborar, su respetable y severo jefe le ordena traer a los palaneros de las plantaciones vecinas a la Pascona. Joaquín Prieto, chófer de vocación y profesión, acata tranquilamente la orden y montado en su camión parte rumbo al norte, por la carretera Panamericana.
En medio del camino, su mente, pendiente tanto de lo que hay frente a la carretera y lo que le espera en aproximadamente cinco horas, comienza a recordar con lamentos el día en el que junto a su amigo Teodomiro Ruiz —e impulsado por otros ansiosos y animados señores— fue ante el Estudio Jurídico del joven abogado Estrada. Sus colegas del volante habían escuchado, por los rumores de reuniones de domingo que se celebran entre amigos y cervezas, que un tal Urquiaga (chófer de la sección vecina a ellos) había ganado a la empresa un juicio por “Nivelación y Homologación”; por tanto, había recibido más de catorce mil soles por todo lo que le correspondía y no se le fue dado. Se corrió, también, entre corifeos que el abogado que había logrado tal hazaña había sido el mentado joven Estrada quien, además, estaba representando casos similares que, gracias a su astucia, estaban saliendo fundados como el pan caliente.
Joaquín acepta que, si no hubiera sentido cierto entusiasmo por recibir dinerito adicional, probablemente, no tuviera este problema entre ceja y ceja que lo perturba en las noches: en primer lugar, por miedo, tal vez infundado, de ser despedido y, en segundo lugar, porque no es un hombre que se involucra en situaciones complejas; Joaquín Prieto es de los que sufre y teme cuando está frente a problemas y ¡todos sabemos cuánto sufre el hombre cuando los tiene! Pero más, cuando a conciencia se ha metido en ellos. No hay a quién echarle la culpa, ya no tiene esa salida que alivia aunque sea un poco al espíritu. Sin embargo, poco había de hacer ante las arengas que les pregonaba el joven abogado cuando fueron a visitarlo a su estudio. Estrada les habló acerca de la basta literatura jurídica que proclama los principios del Derecho Laboral y su fundamento en el principio protector; el joven abogado también elogió el avance de tal hermosa contribución del Derecho a los derechos del trabajador, los cuales debían hacerse valer, lastimosamente, a la fuerza, ya que las grandes empresas capitalistas solo buscan minimizar gastos a costas de disminuir los beneficios sociales del trabajador. Pues así, los seis asalariados se embelesaron ante las palabras, que verídicas solo podían ser, del letrado. Convenientemente, los argumentos del abogado, para dar de una vez inicio al proceso, se constataron cuando los trabajadores le confiaron sus íntimas peripecias laborales y también sus opiniones acerca de sus injustas gratificaciones y su mínima remuneración, tal vez, olvidando que su contrato de trabajo está sujeto al régimen agrario. Ese día los señores desembolsaron un adelanto de acuerdo a lo que traían consigo. Joaquín solo traía cincuenta soles, de los cuales consideró suficiente dar treinta.
A las ocho, Joaquín Prieto regresa del campo a las instalaciones de la empresa trayendo consigo a los palaneros, cumpliendo con ello, a cabalidad, su orden. Luego, observa su tosco reloj plateado y no ve hora más oportuna para presentar ante su jefe el permiso para salir antes de hora y así poder asistir a la audiencia que lo trae de los nervios.
El permiso es aceptado y Joaquín sale disparado de su trabajo. En su casa, se ducha y se viste con su mejor traje. Amante de la puntualidad está media hora antes de lo programado para encontrarse con su abogado en la plaza de armas de Ascope, frente al local del Poder Judicial de dicha provincia.
Sentado en una de las banquetas recuerda lo que le dijo Teodomiro, su amigo. La audiencia de aquel sexagenario había sido tras antes de ayer y, por lo que le contó, le fue bien. Pero Joaquín Prieto está nervioso y ansioso, sus manos siempre le han sudado cuando estaba en estas situaciones: las nuevas.
—Gusto en verlo, Señor Prieto —saluda una vibrante y jovial voz. Joaquín alza la mirada y se encuentra con el mocillo bien perfumado y sonriente. Al observar el fino traje negro del estilizado abogado, de algún modo, se siente aliviado. No tiene nada que temer, se dice así mismo, está en buenas manos, el joven parece inteligente y de los que saben lo que hacen— Ha venido muy temprano, ¿buen día el de hoy no cree?
—¿Cómo está, doctor? —responde Joaquín con ánimo y pudor, correspondiéndole, al mismo tiempo, el estrechón de manos.
«Todo bien», dice el afable abogado de pícara mirada. A continuación, decide sentarse al lado de su rígido cliente y le recomienda algunas cosillas acerca de la audiencia. Antes que nada, Estrada ve oportuno tratar de hacerle sentir, a su rígido y desconfiado demandante, un poco más relajado y sereno con palabras sumamente calculadas y optimistas.
—Todo va a ir bien. He estudiado el caso y mis alegatos, confío, son los mejores. Tres días antes he venido a visitar al juez para tratar y sentar mis puntos de vista y compartirlos. Y él con buena vista y disposición los ha oído. Tenga por seguro, señor Prieto, que aunque éste proceso demore, usted saldrá ganador.
Un poco más calmado, Joaquín entra al local. Sigue los pasos de su abogado con mucho sigilo y pronto se detienen frente a una puerta amplia de fina madera, sus ojos viajan analizando todo el lugar y un letrero pequeño y dorado pegado a la pared logra captar su atención «Primer Juzgado Especializado de Trabajo Permanente de Ascope», lee en su mente. Luego de una pausa, su abogado le invita a pasar a una luminosa y excelsa sala; se encuentra allí con un hombre corpulento y blancón, de buen porte y de rígido rostro y, a su lado, a una mujer trigueña, de aguda mirada y pequeña nariz que manipula un montón de hojas. Simultáneamente entran a la sala dos jóvenes que usan elegantísimos trajes negros y si no fuera porque se presentan como abogados de la parte demandada, Joaquín creería que son apenas unos adolescentes.
—Muy buenas tardes, a todas las partes aquí presentes, esta Audiencia de Conciliación tiene como objetivo generar el diálogo entre los justiciables… —comienza a perorar aquel hombre corpulento que, sin duda, Joaquín reconoce como el juez.
Los abogados comienzan a descargar sus alegatos; primero el joven Estrada y luego los abogados de la parte demandada. Joaquín observa como la mujer, que parece la más atenta en toda la sala, ágilmente, garabatea en la parte posterior y blanca de las hojas en su mano.
Los nervios han regresado a Joaquín bañándolo como si un baldazo de agua fría le hubiese sido tirado encima, y así se mantuvo durante los casi veinte minutos de discusión. Más nervioso que concentrado, Joaquín espera que su abogado termine de hablar ante el juez para que luego le traduzca todo lo que se está refiriendo allí. Por otro lado, se deleita del buen desenvolvimiento del abogado Estrada, creyendo así que todas las muecas que hacía y las impostaciones potentes y convincentes de voz, le ayudarían a ganar el caso. Pues, Estrada trata de demostrar todos sus dotes de orador, cosa con la cual no cuentan los otros abogados contrincantes, plantea su posición y muestra con gallardía por qué el juez debe homologar a su representado: «Tantos años el pobre trabajador, que sea dicho de paso es muy responsable, ha recibido una remuneración que tan en desnivel ha estado con su otro colega del régimen común que desempeña el mismo trabajo, situación que el Derecho regula muy bien por tanto, ¡Igual trabajo, igual remuneración, señor juez! ¡Pobre de mi cliente que no ha recibido las justas utilidades calculadas por el sueldo que dolosamente le ha sido entregado por su empleador! Además que mi cliente tenía y tiene que mandar pensión a su hija… ¡El principio protector, el de igualdad, no se olvide de ello, señor juez!» ¡Palabras y palabras! Qué bien el juez ha tomado como charlatanas. Así está por culminar la Audiencia de Conciliación con la negativa de ambas partes de llegar a un acuerdo conciliatorio para solucionar el conflicto; finalmente, pasa el juez a precisar las pretensiones que serán materia de juicio:
—Reintegro de remuneraciones por homologación —lee con estentórea voz— debiéndose equiparar su remuneración básica mensual con la remuneración básica mensual que percibe su homólogo José… —prosigue así el juez con la lectura de las siguientes dos pretensiones y señala además, la Audiencia de Juzgamiento.
Al salir, corre Joaquín Prieto al lado de su abogado pidiéndole con delicadeza y timidez que le explique qué pasara luego.
—¿No ha visto usted la audiencia, mi amigo Prieto? ¡Más éxito no pudimos haber tenido! Los abogados que ha mandado la empresa han sido unos inexpertos y tan callados ¡No eran nada contra mis argumentos! ¡Vea usted, que hasta se reían entre dientes porque les parecía chiste la cosa, cómo si no les importara! Vaya a casa, mi amigo, que de aquí mandaré otro escrito, otras jurisprudencias nacionales y extranjeras, además de mis expedientes de casos ya ganados. ¡Vaya amigo, tranquilo, lo estaré llamando!
Estrada estrecha fervientemente la mano sudosa de Joaquín y éste sonríe con esfuerzo, no queriendo mostrar su rostro preocupado. Joaquín Prieto, ya sin más que hacer, regresa a su casa y prosigue su rutina.
Los días pasan y el pequeño celular de Joaquín Prieto no ha recibido la llamada del abogado Estrada. « ¿Se habrá descompuesto?», pensó los primeros días sin recibir noticias, pero luego, consumido por su vida diaria, se olvida que tiene un proceso en marcha. No es hasta después de dos meses, de no recibir la incierta y esperada llamada, que Joaquín, Teodomiro y los otros cuatro colegas son citados a la oficina del joven abogado.
Impaciente y con mucha predisposición Joaquín asiste a la reunión.
La oficina del abogado Estrado se ubica en una tranquila urbanización. Su despacho se eleva en el segundo piso donde hay una escalera de metal que guía hasta su entrada.
—Qué bueno, que por lo menos estén aquí los tres —señala el abogado al solo ver frente a él a Joaquín, Teodomiro y otro señor. Los demás sabían bien que debían asistir, pero simplemente ya no querían saber más del asunto. Habían oído desesperanzadores rumores en los locales de copas. Se decía ahora que la empresa estaba despidiendo a muchos trabajadores y ellos atribuían que la razón no podía ser más que, la toma de represalias por las continuas demandas que se estaban entablando contra ella, así que, inocentemente, pensaron que con su inasistencia y falta de interés ante el abogado, un proceso se finaliza—. Le contarán así a sus demás colegas las noticias que a mi pesar son malas… —agrega el abogado con un opaco y descompuesto semblante, sus ojos agudos y negros contienen cierto nerviosismo que se esconde en sus pupilas.
Un silencio incómodo reina entre los señores y las caras de incomodidad desfiguran sus rostros. Solo el sonido del antiguo reloj de pared resuena amargamente en el despacho. La ceñuda expresión del abogado solo preocupa a los trabajadores, ya que nunca antes él había estado así frente a ellos. Por fin, los señores dejan de mirar a su defensor y se miran las caras confundidas y temerosas entre ellos. El abogado sabe que estas situaciones, que son gajes del oficio, nunca son tomadas con la serenidad que se espera de los clientes, pero nadie en su sano juicio recibirá una mala noticia con su mejor sonrisa.
—Les propongo desistir del caso —les dice con las manos unidas sobre su escritorio—. Analizando el expediente, parece que hay un inconveniente con la demanda.
—¿Cómo así?—Replica alterado Teodomiro, él es como una mecha, solo dale el fuego y explota— ¿Y ahora qué, abogado? ¿No dijo que ganaríamos? Acaso, cuándo examinó nuestro caso ¿no nos dijo que era nuestro derecho de recibir más remuneración el que se ha vulnerado? Entonces, ¿la ley no nos va a dar la razón? —Reclama impetuosamente el disconforme asalariado— Explíquese con detalles, pues, que aquí no somos hombres de letras.
—¡Calma, calma, mi señor! —Exclama Estrada con una ligera y socarrona sonrisa—. Claro que les explicaré —afirma—. Lo que sucede es que la persona con la que queríamos homologarlos es de diferente régimen al suyo, aunque es el mismo trabajo, otras leyes les son aplicables a ellos. Ya está la ley establecida; así que… mi recomendación es desistir.
—¿Y cuánto gastaremos? —cuestiona impulsivamente el otro señor que está sentado al lado del callado Joaquín. La confianza en su defensor se ha esfumado, ahora, hasta dudan de sus capacidades y conocimientos. Los trabajadores solo tienen en mente salir sin demora de esta agobiante situación.
—Nada, señor Pérez.
Santa conclusión. Teodomiro y Pérez se levantaron de sus sillas y, luego de estrechar y agradecer los servicios del abogado, dejaron sus “así seas y gracias” para finalmente retirarse.
Joaquín Prieto, aún dudoso, decide quedarse y hacerle una pregunta al abogado:
— ¿Y con esto ya termina todo, doctor?
—Sí, señor. Lo estaré llamando para que se entere cuando, oficialmente, se ha cerrado el caso.
Joaquín que siente ahora como un gran peso se le va de encima, ofrece su larga y delgada mano al abogado y éste se la estrecha con fuerza y seguridad.
Las cosas no podrían ir mejor para Joaquín Prieto. Los días continúan tranquilos para él: se levanta cada mañana, se asea y va a trabajar; un procedimiento que se repite… siempre.
Después de quince días, mientras Joaquín degusta, junto a Teodomiro, su almuerzo en el trabajo, recibe una llamada del abogado Estrada. ¡Trae buenas noticias! Ambos amigos se sorprenden por esas primeras animadoras palabras del alegre abogado porque el altavoz basta para que sea oído perfectamente por ambos.
—Señor, Prieto, en estos meses he visto que usted ha demostrado mejor interés por su caso; así que, para no defraudarlo a usted ni a sus colegas, he averiguado aún más y, escudriñando lo que pasa en la actividad jurisdiccional nacional, me siento en la obligación de contarle una otra alternativa.
Joaquín con curiosidad escucha atentamente lo que su abogado le explica con una convincente voz. Teodomiro, por su parte, tilda ya de charlatán a Estrada y sigue masticando amargamente su almuerzo.
—Un caso similar al de usted se está llevando en Lima y el abogado a cargo, es un amigo mío muy cercano, pues me ha comentado que casi ya lo gana. Él ha contado con los “Convenios Colectivos”, es algo que nos puede ayudar en el caso, voy a revisar los que se han firmado aquí y por allí podemos sacarle algo a la empresa, señor Prieto.
—¿Qué sugiere entonces, doctor? —pregunta Joaquín, sin comprender a completamente lo que le ha sido dicho.
—Pues señor, reformularé el petitorio de las demandas y nos iremos por el lado de los Convenios Colectivos que no pueden empeorar la situación del trabajador y ganaremos, señor. Eso es lo que le quiero decir, pero para ello ya no desistiremos, pero necesitaré unos trescientos soles…
Pensativo por un momento, Joaquín no supo en donde plantar la mirada. Sus ojos fueron de aquí y para allá. Un “¡No lo hagas!”, le dice su mente, pero la convincente y triunfante voz del abogado le anima a decir: ¡Adelante, hasta el final!
—¿Haber, qué dice, señor Prieto? —replica a través del teléfono.
Un hombre tan erudito como Estrada sabe lo que hace, piensa Joaquín, es educado (según dice su título, en una de las mejores Universidades de Lima) y es un hombre franco y astuto. Joaquín mira a Teodomiro y este desinflando sus hombros, y conmovido por lo que dice el abogado y teniendo en mente la precaria situación económica en la que se encuentra, se impulsa hacia adelante y trae el teléfono cerca de su boca.
—¿Esta vez ganaremos? —pregunta.
—¡Oh señor, Teodomiro! —Exclama con sorpresa el tinterillo— ¡Sí, por supuesto!
—Siga, entonces —dicen finalmente los trabajadores.
Ya después un tranquilo mes, Joaquín Prieto recibe noticias de su abogado, esto le sorprende, ya que en el Perú los procesos demoran y si vas ganado la otra parte lo hace demorar aún más. Estrada notándose muy contento le explica a Prieto que debe alistarse nuevamente para la Audiencia de Juzgamiento, le adelanta, además, que está preparando unos acertados y bien estructurados alegatos con respecto a su caso y, no es por exagerar, pero poco le faltaba para jurarle que ganaría el caso. «Nos veremos el martes a las nueve y media, mi amigo, en el mismo lugar, por favor asista formal. Y no se preocupe yo me encargaré de todo. Ese día se definirá el asunto, lo haremos bien», le asegura con potente voz el abogado.
Llega ese esperado día, como siempre, Joaquín está media hora antes, nervioso y atolondrado; el rostro triunfante de su defensor apenas puede otorgarle una diminuta tranquilidad. «Hoy es el día, todo o nada», piensa, «ojalá no pierda sino me despedirán como a Lucho».
Poco es lo que entiende del reñido debate y confrontación entre los abogados; aguarda impaciente y escucha. Habla cuando se le ha pedido que lo haga y calla más por querer que por deber; y aún sigue, su tortura, quiere irse a casa, pero todavía están exhibiendo los documentos, actuando las pruebas, haciendo las preguntas al testigo. Por fin, vienen los alegatos, Estrada repite lo expuesto en la confrontación de posiciones. « ¿Qué? Postergan la sentencia, ¿por qué?… No se puede hacer nada mi amigo Prieto, esperemos», comenta el defensor con dolorosa resignación a su representado. Hay algo en su mirada, algo que también sus palabras están ocultando, pero sus labios dibujan una sonrisa y aseguran a Joaquín que todo está bien, que les espera una sentencia fundada. Estrechan, por última vez sus manos y cada uno sigue por su lado…
El mañana siempre llega y han transcurrido más de seis para nuestro amigo Prieto. Este día lunes, disfruta de la calurosa tarde sentado en una pequeña silla azul desde donde observa la calle y a los transeúntes, junto a su fiel compañero. Es una de sus mayores y sanas distracciones.
Joaquín se levanta y corre velozmente cuando escucha timbrar su celular desde su sala. Nunca está muy pendiente de ese artefacto, ya que estando divorciado y siendo poco sociable no tiene quién lo llame constantemente…
—Aló —responde y va a sentarse nuevamente en su silla azul.
—Señor, Prieto —murmura una diminuta voz, Joaquín la reconoce perfectamente.
—¡Ah! ¿Cómo le va, doctor? —Saluda cordialmente— ¿Llama usted por el caso, verdad?
—Sí, señor. Y me temo que… ¿le he hablado yo de costos y costas?
—No, doctor —responde con sincera naturalidad el buen Joaquín Prieto quien mira embelesado el despejado cielo azul. «Hoy es un hermoso día», piensa para sí mismo y luego agrega—, no me ha hablado de eso.
—Pues verá… —comienza a hablar el abogado preparándose para explicar una clase de Derecho Procesal Civil que, tal vez, cambie la opinión de Joaquín Prieto sobre este día.
Fin.
Gabriel J. Dunt.