Hans Enrique Cuadros Sánchez
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, y estudiante de la Maestría en Antropología misma casa de estudios. Adjunto de docencia y Jefe de Práctica en los cursos de Investigación Académica e Historia del Derecho. Ex-asistente jurisdiccional del Tribunal Constitucional del Perú
En las últimas semanas, hemos apreciado, no con sorpresa ni resignación, las relaciones de poder y clientelaje en dos instituciones fundamentales de la organización jurídica del Estado: el Consejo Nacional de la Magistratura y el Poder Judicial. No resulta sorpresivo la aparente cotidianeidad de los supuestos tráficos de influencias que fueron revelados por IDL-Reporteros. Sin embargo, puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que no se percibía cierta indignación nacional desde la emisión de los vladivideos que acabaron con el régimen fujimorista. Lo anterior evidencia la precariedad de la institucionalidad en nuestro país, mas no necesariamente la precariedad de las instituciones, pues, como vemos, las instituciones, mal que bien, siguen funcionando con presupuestos que posibilitan la contratación por montón de operadores jurídicos, como se da en caso del Congreso de la República y la hasta ahora improductiva comisión “Lava Jato”. Así las cosas, me pregunto ¿cuál es el rol de los principales operadores jurídicos bajo la lógica del Estado-Nación?
Los abogados
Sobre los abogados, mi colega Alexis Luján ya ha escrito al respecto y, en una publicación anterior, felicité la argumentación jurídica que desarrolla para tener una propuesta coherente e ilustrativa de su rol dentro del Estado Constitucional de Derecho. Al respecto, quiero profundizar en el rol de los abogados litigantes quienes son, sin lugar a dudas, quienes más conviven con el aparato de “Administración de Justicia”, al cual prefiero denominar “Administración Jurisdiccional”. Su labor de litigante es primordial para poner en marcha este aparato institucional en aras de proteger los intereses de su cliente, siempre y cuando éstos se encuentren dentro del marco de la legalidad. No obstante, la realidad nos demuestra que los abogados funcionan más como intermediarios ante los jueces para obtener sentencias favorables y no necesariamente coherentes con la doctrina jurídica. Lo cual conlleva a la lamentable percepción ciudadana de nuestra profesión.
Los jueces
La actual crisis de la judicatura en sus más altos niveles, nos refleja la precariedad institucional de la Administración de Jurisdicción y su complejo entramado de relaciones de poder y “hermandades” poco transparentes y muy cuestionables para la ciudadanía. Sin embargo, ello ha sido una constante en la historia republicana. Los procesos de selección, evaluación y ratificación se muestran como cascarones procedimentales de relaciones clientelares que benefician a algunos y perjudican a otros en el ascenso en la carrera judicial. Lo cual mina la legitimidad y confianza de la población en los jueces. Este excesivo “procedimentalismo” y casi nula empatía humana o “humanismo”, si así quisiéramos llamarlo, no sólo afecta la solución de los conflictos, sino que es un incentivo para la resolución de éstos por métodos no pacíficos y el uso mismo de la violencia, que es la consecuencia a la que apunta contrarrestar el Proceso.
Los profesores de Derecho
Los profesores de derecho no pueden ser ajenos en sus clases a esta realidad que contrasta bastante con las lecciones doctrinarias y “codigueras”, en algunos casos, que se imparten en las aulas. Por ello, reitero que considero importante plantear una división (que no es idea mía) de la carrera de Derecho en técnicos jurídicos y juristas. El profesor en Derecho tiene la responsabilidad de mostrar al estudiante la realidad del funcionamiento de las instituciones en el país y reducir las distancias académicas en las diversas facultades de Derecho. Huir a esa responsabilidad posiblemente devendría en un desfase crítico en la formación académica (que todo abogado debe tener) y el correcto desempeño en el mundo profesional. Por ejemplo, mientras existan contradicciones en ciertos requisitos para la obtención de grados y desniveles abismales en la formación académica en las facultades de Derecho, la obtención de un título profesional o la inscripción en un Colegio de abogados serán los fines objetivos de cursar la carrera de Derecho, sin mencionar las aspiraciones económicas y de ascenso social que en muchos casos son el principal motivo de elección de esta profesión. Asimismo, la proliferación de abogados será un demérito en nuestra profesión, lo cual se verá reflejado en jueces corruptibles, abogados iletrados y funcionarios públicos cuyos mayores logros serán adherirse a un grupo de poder o argollas para desarrollar su carrera.
Palabras finales
Finalmente, la crisis actual no sólo es un drama institucional sino también la oportunidad de cambio que nosotros, los abogados, tenemos en aras de una mejor percepción pública y de viabilizar un país que institucionalmente se encuentra infectado por actitudes que lindan con lo delincuencial. Nuestra labor como especialistas en Derecho requiere repensarse en aras no sólo de la reforma del Poder Judicial y del Consejo Nacional de la Magistratura, sino también de una reforma en nuestra propia carrera. Esta crisis se presenta, a la vez, como oportunidad para reafirmarnos como necesarios pero no imprescindibles y para no ser defenestrados por la ciudadanía que indignada reclama purgar ciertas instituciones. No quisiéramos, y digo esto con temor de no equivocarme, ser la profesión con menor aporte al país y, por el contrario, ser incinerados en actos simbólicos como los expedientes fiscales de la sede del Ministerio Público de Sihuas en Áncash.