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La importancia del lenguaje en las coberturas del seguro

por PÓLEMOS
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Marco Antonio Ortega Piana

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú, con estudios de Maestría en Derecho Civil. Maestría en Derecho Empresarial en la Universidad de Lima. Árbitro. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Lima. Consultor legal.


Acto 1:

De acuerdo a los asesores de una recurrente candidata, en las dos últimas elecciones generales le “robaron” la presidencia, sea por una supuesta campaña sucia o por un pretendido fraude electoral.

Luego de una carrera de velocidad, con una final casi “de nariz”, quien quedó en segundo lugar afirma que le “robaron” campeonar.

Un niño comenta a sus padres que, al regresar del recreo, se dio cuenta que le habían “robado” su caja de colores que estaba en su mochila que había dejado en el aula.

Un joven estudiante universitario, quien se moviliza a través de medios de transporte masivos, se da cuenta al ingresar a la estación del metro y disponerse a emplear la respectiva tarjeta de acceso, que le han “robado” la billetera, con dinero y sus documentos.

Un maduro emprendedor teme que, si no registra prontamente su marca y correlativo logotipo en el INDECOPI, su competencia se la podrá “robar”.

A la selección peruana, que ha anotado un gol, se le anula el mismo invocándose posición adelantada, siendo que el árbitro considera que no es necesario recurrir al VAR para verificar la falta que él mismo ha advertido, ante lo cual el equipo, el entrenador y cuerpo técnico, y la afición toda estiman que le “robaron” el gol de la victoria.

A un gran amigo, regresando a su casa luego del trabajo, lo atracaron, y luego de golpearlo brutalmente le “robaron” su billetera y maletín.

Si apreciamos los ejemplos propuestos, se advierte que la palabra robo es empleada en cada uno de ellos con una determinada y misma connotación, en el sentido que de manera irregular, ilegítima, se quita o sustrae algo que pertenece al perjudicado, mediando una apropiación indebida de lo ajeno.

Acto 2:

En una campaña de colocación de tarjetas de crédito se ofrece también un producto complementario consistente en una póliza de seguro en caso de robo de la respectiva tarjeta. Gaia contrata el señalado seguro, y la aseguradora cumple con proporcionarle, al tratarse de un seguro grupal que beneficia a los tarjetahabientes de la respectiva empresa financiera emisora de la tarjeta de crédito, el correspondiente certificado de seguro que contiene, entre otros aspectos, la referencia a la cobertura contratada y a las condiciones para que la misma se pueda hacer efectiva en caso de verificarse un siniestro, todo ello conforme a la legislación aplicable en materia de seguros. Para efectos del ejemplo resulta irrelevante que Gaia sea asegurada no contratante (póliza grupal) o asegurada contratante (póliza individual).

Ocurre que, en un descuido, con ocasión de realizar unas compras, Gaia entrega su bolso a cierta persona que estaba a su lado mientras busca en sus bolsillos la llave de su carro, quien luego se lo devuelve y Gaia parte en su vehículo rumbo a su domicilio. Sin embargo, antes de llegar a casa, Gaia se detiene en una cafetería y al disponerse a pagar su consumo advierte que su tarjeta de crédito ya no se encuentra en el bolsillo interior de su bolso, de manera que en un descuido suyo se la han “robado”.

Con la inmediatez del caso, Gaia solicita cobertura a la correspondiente aseguradora invocando la señalada apropiación, y no obstante haber observado el procedimiento y cumplido con las cargas establecidas en la póliza para dicho fin, dentro del plazo de ley correspondiente, esta le comunica su negativa a otorgarle la cobertura solicitada, fundamentándose en que la póliza solo cubre robo de la tarjeta, y no hurto, menos apropiación ilícita, siendo que lo sucedido no corresponde definitivamente a un robo.

Surge la inevitable pregunta: ¿dicho rechazo de cobertura se ajusta o no a las condiciones legales y contractuales pertinentes?

Acto 3:

Alterini et al. (2000)[1], destacan que en el plano de las relaciones interpersonales no existe necesaria coincidencia entre los lenguajes común, académico y legislativo. El lenguaje común es el de uso cotidiano, asumiéndose que es comprensible para todos los miembros de una colectividad. El lenguaje académico o científico posee mayor precisión, es accesible para quienes dominan determinada especialización, siendo que por su tecnicismo no es comprensible necesariamente para todos. Y el lenguaje legislativo tiene alcances especiales, debería ser comprensible para todos, pero tampoco debe alejarse tanto de la rigurosidad jurídica, cuando corresponda.

Los abogados debemos estar alertas para no confundir el lenguaje empleado en una norma legal, porque se suele asumir que es riguroso, cuando muchas veces tiene una connotación ordinaria. El Código Civil, como toda ley, no puede ser representado como una expresión académica o un libro científico; los textos normativos deben ser contextualizados y esa es precisamente la labor del jurista.

¿Qué se entiende comúnmente, en los diversos ejemplos propuestos al inicio del presente trabajo, por “robo”? ¿Es cuando una persona se apropia sin autorización de lo ajeno, o es cuando ello se produce empleándose necesariamente violencia? Dependiendo de la respuesta tendremos que todos los ejemplos corresponden a situaciones de robo; pero también se podría afirmar que la configuración del robo solo aplica para uno de ellos.

Desde la perspectiva del lenguaje común, entendible para los miembros de una determinada comunidad, el robo es el solo hecho de apropiarse para sí, sin autorización, de lo ajeno, por lo que no se diferencia entre apropiación ilegítima violenta o no. Desde esa perspectiva, dado que le ofrecieron a Gaia una cobertura contra robo, y siendo que esto último es lo que se habría producido, resulta atendible que Gaia considere legítimo reclamar cobertura, siendo que la aseguradora debería brindarle el correspondiente amparo indemnizatorio.

Empero, desde la perspectiva del lenguaje académico o especializado, la respuesta sobre si corresponde o no exigir cobertura, puede variar radicalmente, porque la ciencia jurídica diferencia claramente entre robo y hurto, atendiendo a si para la sustracción se recurrió o no al uso de la violencia (lo que incluye amenaza), respectivamente. Conforme a ello, bajo una lectura rigurosa, en el contexto del lenguaje especializado, Gaia no tiene derecho a reclamar cobertura porque habría sufrido un hurto, no un robo; lo ocurrido corresponde a la materialización de un riesgo no contratado, no aceptado por la aseguradora.

Y desde la perspectiva legislativa o normativa, la ley penal recoge la distinción referida entre robo y hurto, según consta de los artículos 185 y 188 del Código Penal, respectivamente. A pesar de ello, el contrato, como norma privada, de manera específica, la póliza de seguro en el caso concreto, ¿la recoge? Si la póliza contuviese un rubro de definiciones y allí estuviese contenida la de robo, en términos semejantes a los legislativos, resulta manifiesto que si la asegurada estuvo en la posibilidad real de conocer el texto contractual, y la respectiva definición, la misma le sería oponible, no siendo debida cobertura alguna. Pero si la póliza no contuviese definiciones, o no se hubiese informado oportuna, adecuada y suficientemente sobre su contenido a la asegurada, ¿cómo debe interpretarse la ocurrencia de un robo, en función a su significado bajo el lenguaje común u ordinario, o según el lenguaje académico o especializado, e inclusive legislativo?

Al margen de la respuesta preliminar que en este momento pudiese tener in pectore el lector, como cuestión previa debería considerarse ciertos aspectos o temas, en especial los siguientes:

El contrato de seguro, conforme al artículo III de la Ley N.º. 29946, Ley del Contrato de Seguro, es un contrato por adhesión; por consiguiente, no solo es un contrato predispuesto en todo su contenido (artículo 1390 del Código Civil) sino que, atendiendo a su contenido y a la especialización de la parte predisponente (la aseguradora), presenta en general una asimetría de conocimiento, informativa, entre las partes contratantes. Por ello, atendiendo a la tutela jurídica que corresponde brindar a la categoría de los consumidores, quienes carecen del poder negocial para generar contenido normativo en el respectivo contrato, la ley establece un régimen que no está orientado a eliminar el desequilibrio negocial existente, pero sí a reducir severamente los efectos de la asimetría de conocimiento o informativa.

Conforme a ello, tanto el Código Civil, el Código de Protección y Defensa del Consumidor, como la Ley del Contrato de Seguro, cada uno en su correspondiente ámbito, contienen reglas precisas cuyo objetivo es tratar de neutralizar la señalada asimetría, siendo probablemente las más conocidas las relativas a las denominadas cláusulas abusivas o vejatorias que conllevan, en el marco de la predisposición negocial, un notable agravamiento del desequilibrio ya existente, favoreciendo normativamente al predisponente en patente conflicto con el principio rector de la buena fe, de allí la necesidad de una regulación que permita identificarlas y sancionar su inexigibilidad.

De acuerdo al artículo 1401 del Código Civil –y tomando como antecedente histórico que la legislación civil en materia de obligaciones y contratos es pro debitore por estimar que el deudor es la parte débil de la relación obligacional[2], apreciación que se ha trasladado al contexto de la contratación masiva predispuesta en la que el consumidor es ciertamente la parte débil, carente de la denominada libertad de configuración, de contenidos o contractual–, se regula que las estipulaciones contenidas tanto en las cláusulas generales de contratación como en los formularios redactados por una de las partes (contratos por adhesión) se interpretan, en caso de duda, en favor de la parte que no las redactó.

Y estándose ante un tema de interpretación negocial, resulta indispensable considerar los alcances de lo artículos 168 y 170 del Código Civil, conforme a los cuales, la interpretación debe ser en razón de lo declarado, siempre con arreglo al principio de la buena fe, y que las expresiones que tuviesen varios sentidos deben entenderse en el más adecuado a la naturaleza y objeto del respectivo negocio.

Por su parte, tratándose de las relaciones de consumo, el Código de Protección y Defensa del Consumidor, entre otros aspectos, refiere al denominado principio de transparencia (artículo V), entendido como de accesibilidad a la información veraz y apropiada sobre bienes y servicios que ofrecen los proveedores a los consumidores, siendo que la información en tales términos es un derecho de los consumidores y, de manera correlativa, un deber de los proveedores.

Por último, la Ley del Contrato de Seguro contiene dos normas que merecen ser destacadas. De acuerdo a la tercera regla interpretativa contenida en el artículo IV de la señalada ley, los términos contractuales que generen ambigüedad o dudas deben ser interpretados en el sentido y con el alcance más favorable para el asegurado. Dicha regla corresponde al principio in dubio pro asegurado, siendo consistente con la realidad negocial en que la redacción que genera dudas fue predispuesta por la aseguradora, resultando justo que se interprete a favor de la parte que no tuvo la oportunidad de negociar y/o redactar para que la respectiva estipulación fuese clara y precisa. Y de acuerdo a la séptima regla interpretativa también contenida en el señalado artículo IV, tratándose de la cobertura, de las exclusiones, de la extensión del riesgo y de los derechos de los asegurados debe estarse a una interpretación literal. En otras palabras, ante el predominio de lo literal, no es posible la interpretación extensiva ni por analogía, estándose estrictamente a lo declarado. Si se aprecia conjuntamente ambas reglas, estándose ante dudas sobre lo expresado literalmente, debe estarse a favor de la parte débil, del asegurado.

Por otro lado, siempre es recomendable recurrir al diccionario para conocer de mejor manera el significado de las palabras de nuestro idioma. De acuerdo a la Real Academia Española, el término robo[3] es la acción o efecto de robar, señalando que en Derecho significa un delito que se comete apoderándose con ánimo de lucro de una cosa mueble ajena, empleándose violencia o intimidación sobre las personas, o fuerza en las cosas. Y en lo relativo a robar[4], esta palabra denota, entre otros significados, quitar o tomar para sí con violencia o fuerza lo que es ajeno, así como también significa tomar para sí lo ajeno, o hurtar de cualquier manera que sea. Esto último deriva en que la violencia no sería consustancial a la acción o efecto de robar, para fines del lenguaje corriente, aunque sí en materia legal, según la Real Academia Española.

Y el término hurto[5] corresponde a la acción de hurtar, destacando el Diccionario de la Real Academia Española que, en Derecho, significa un delito que radica en tomar con ánimo de lucro cosas muebles ajenas contra la voluntad de su dueño, pero sin que concurran las circunstancias que caracterizan al delito de robo (entiéndase: violencia, intimidación y fuerza). Y en lo relativo a hurtar[6], dicha palabra significa tomar o retener bienes ajenos contra la voluntad de su dueño, sin intimidación en las personas ni fuerza en las cosas, entiéndase sin violencia. Queda claro que, de acuerdo a la Real Academia Española, la ausencia de violencia es consustancial a la acción o efecto de hurtar, de manera que en el lenguaje corriente y en el legal hay identidad de significado.

Por último, un tema asociado al desincentivo de actuaciones censurables en materia de contratación masiva predispuesta. Siendo que, en el caso concreto, una aseguradora está en mejor situación que los asegurados en lo que se refiere no solo a la posibilidad de contar con asistencia o asesoría legal especializada considerando su habitualidad negocial, sino porque por la predisposición impone contenidos y tiene un dominio de la información relativa a la actividad, resulta manifiesto que está en la mejor situación de ser precisa y clara al redactar unilateralmente el texto contractual, precisión y claridad que no demanda de mayor costo sino de una estricta observancia del principio rector de la buena fe.

En ese orden de ideas, resulta justo que la aseguradora soporte las consecuencias derivadas de su falta de precisión y claridad, ya que al redactarse la póliza, ante el simple enunciado de lo que es robo, pudo haber realizado la mención que robo consiste en la ocurrencia del delito correspondiente (lo cual implica remitirse al plano legal en lo penal), o señalar que para efectos de la póliza el robo es una inconducta de apropiación para sí de un bien ajeno recurriéndose a la violencia.

Bajo elementales reglas de transparencia derivadas del principio rector de la buena fe, corresponde establecer pautas para que el asegurado pueda advertir que el significado de robo no corresponde al lenguaje común u ordinario, sino a uno especializado e inclusive legislativo. Las consecuencias de esa falta de precisión, que no genera mayor costo, deben ser soportadas por la aseguradora, porque en el entendimiento común, en el lenguaje que se emplea en el “día a día”, robar es apropiarse ilegítimamente de lo ajeno, siendo que la mayoría de personas carece de conocimientos de detalle legal, para diferenciar robo de hurto.

Desenlace:

Atendiendo a lo señalado precedentemente, frente a la pregunta planteada sobre si, en el caso del siniestro soportado por Gaia, ¿el rechazo de cobertura comunicado se ajusta o no a las condiciones legales y contractuales pertinentes? Habría dos posibles respuestas:

Primera: se trata de un rechazo justificado, porque de acuerdo a la ley penal para calificar que una apropiación de lo ajeno, contra la voluntad del propietario, es un robo, debe mediar necesariamente en la ocurrencia el elemento violencia, llámese uso de la fuerza, amenaza o intimidación. En ese orden de ideas, en el caso de Gaia, no hubo violencia alguna, según el propio relato expresado por la asegurada.

Segunda: se trata de un rechazo injustificado, porque sin desconocer el sentido jurídico y legislativo del término robo, se está ante un contrato masivo predispuesto por la aseguradora, la que está sujeta al deber de ser clara y precisa sobre los alcances efectivos de la cobertura, la misma que debe ser conocible, entendible, por cualquier asegurado, sin considerar si tiene o no el dominio del conocimiento y correlativo lenguaje jurídico especializado. La aseguradora está en la mejor situación, véase organizacional y económicamente, de informar oportuna, adecuada y suficientemente al asegurado sobre las reales condiciones de cobertura, y sobre los alcances del propio riesgo aceptado, delimitándolo apropiadamente. No puede dejarse de estimar que, en el lenguaje común, robo es sinónimo de apropiación ilegítima de la cosa mueble ajena, sin autorización de su dueño, más allá de la manera o circunstancias en que ocurra dicho hecho; es tomar lo ajeno sin permiso y en beneficio propio.

Esta dualidad de posibles soluciones no implica incurrir en un relativismo conceptual, porque si lo que se busca es contar con un sistema asegurador eficiente, transparente y confiable, que tutele efectivamente el interés de la parte que se encuentra en situación desventajosa, asimétrica, mediante políticas de incentivo y desincentivo de conductas, tomando como gran referencia al principio rector de la buena fe contractual, la respuesta más apropiada resulta evidente.

Comentario final:

El suscrito, que durante más de una década se desempeñó en un organismo colegiado privado de solución de conflictos entre aseguradoras y asegurados, luego de una serena reflexión sobre el sentido de muchas decisiones adoptadas en su oportunidad, y considerando el impacto social de ellas, y siendo que nunca es tarde para rectificar –aunque ello pueda ser incómodo–, estima que no se puede silenciar lo que es justo y conveniente.

La defensa del interés del asegurado, como mandato no solo legal sino moral, nos lleva a postular la necesidad de exigir precisión y claridad no solo en la información a considerar para adoptar una decisión de consumo, sino sobre todo en los términos y condiciones contractuales atendiendo a que son predispuestos, más aún a quienes deben ser precisos y claros, porque la ambigüedad, la posibilidad de múltiples interpretaciones, debe llevarnos a tutelar a quien no está en la posibilidad de ejercer plenamente su poder negocial.

Por ello, debe tenerse cuidado y consideración con el lenguaje que se emplea o que se pretenda emplear, tanto en una conversación, en la publicidad y en la contratación misma, porque como bien expresaba cierto profesor, con ocasión de redactarse todo texto, la atención del autor no debe estar puesta en su propia persona, sino más bien en el lector, porque se redacta finalmente para él, para que esté en la posibilidad de comprender lo que pretendemos expresar.


Referencias:

  1. ALTERINI, J., CORNA, P., ANGELANI, E., y VASQUEZ, G. (2000). Teoría General de las Ineficacias, La Ley, Buenos Aires, (pp. 1-7).
  2. Tema definitivamente cuestionable y que corresponde a una “tradición” malentendida, porque corresponde tutelar más bien al acreedor, quien confía en obtener la satisfacción de su crédito, lo cual queda sujeto finalmente a la voluntad del deudor.
  3. Real Academia Española, (s.f.). Robo. En Diccionario de la lengua española. Recuperado de https://dle.rae.es/robo
  4. Real Academia Española, (s.f.). Robar. En Diccionario de la lengua española. Recuperado de https://dle.rae.es/robar
  5. Real Academia Española, (s.f.). Hurto. En Diccionario de la lengua española. Recuperado de https://dle.rae.es/hurto
  6. Real Academia Española, (s.f.). Hurtar. En Diccionario de la lengua española. Recuperado de https://dle.rae.es/hurtar

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