Renzo E. Saavedra Velazco
Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor de Derecho Civil en la Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas y Universidad del Pacífico.
Asociado Senior del Estudio Hernández & Cía. Abogados.
- Premisa
«Veni, vidi, vici»[1] fue el escueto comentario que presuntamente habría empleado el general y cónsul romano Julio César para poner en conocimiento del senado romano su victoria sobre Farnaces 11 en la batalla de Zela acaecida en el año 47 a. C. El aludido parte de guerra, fuera de su pasmosa brevedad, tenía, como nos parece obvio, tres claras intenciones: la primera de ellas era recordarle al Senado su extraordinaria destreza militar (recordemos que en esos años aún se encontraba en plena guerra civil contra Pompeyo); la segunda, no menos importante que la anterior, al menos a nivel simbólico, era manifestar su oposición al senado patricio; y, en último lugar, pero tal vez la lectura más clara de todas, era exponer la claridad aplastante de su victoria.
En no pocas oportunidades a lo largo de nuestras vidas encontramos circunstancias y/o afirmaciones que nos permiten percibir una idea similar a la antes descrita, esto es, que a partir de vivencias y/o momentos, por más efímeros que estos sean, se pueden condensar no sólo una multiplicidad de trascendentes mensajes sino, y esto es acaso lo más importante, grandes verdades. Estas verdades pueden incluso llegar a definir nuestra vida o a cambiar radicalmente su dirección, evidenciando con ello no sólo lo importante de las situaciones que nos brindaron la ocasión de aprehenderlas, sino que también explican porque las mismas tienen un lugar muy especial tanto en nuestras memorias cuanto sobre todo en nuestros corazones.
Recordamos con particular emoción el momento en que leímos por vez primera una frase de Oscar Wilde que condensa la idea que deseamos transmitir: «[a] veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante», la cual, como no puede ser de otra manera, es susceptible de ser interpretada de muchas maneras distintas y todas ellas creemos nos brindan un mensaje en el que debiéramos meditar de cuando en cuando. Nos explicamos. Esta frase nos evoca pensamientos que sólo pueden ser descritos con la palabra inglesa serendipity[2], así como también aquel momento que sólo puede ser calificado como una epifanía o bien, para ser un poco más claros y no tan metafísicos, al simple hecho -tan fácil de constatar en nuestros días- de que las personas empleamos el tiempo no para vivir sino meramente para sobrevivir; vale decir, el tiempo se torna meramente en la sumatoria de los días transcurridos desde nuestro nacimiento y nunca se lo vincula con el disfrute de cada uno de esos días, con todas sus complejas variables. El sobrevivir, por contraposición al auténtico «vivir», no puede ser descrito en mejores términos que los elegidos por Antaine de Saint-Exupéry en su obra «El principito» cuando el personaje principal sostiene que conoce a un hombre que «(n]unca olió una flor. Nunca miró una estrella. Nunca amó a nadie. Nunca hizo nada más que cuentas. Y todo el día repite como tú: «¡Soy un hombre serio! ¡Soy un hombre serio!» y eso lo infla de orgullo. Pero no es un hombre, ¡es un hongo!».
Ovidio, por su parte, en su Ars Amatoria nos enseña que «[m]ucho amor germina en la casualidad: tened siempre dispuesto el anzuelo, y en el sitio que menos esperéis, encontraréis pesca». La idea nuevamente se centra en vivir o en cómo ciertos momentos, si bien inesperados, pueden convertirse en memorables o, en fin, en las diversas enseñanzas que se pueden extraer de tales momentos.
No podemos proseguir sin explicar el sentido de estas palabras iniciales, las cuales no sólo se encuentran dirigidas a preparar al lector para lo que será objeto de análisis en el presente trabajo, sino fundamentalmente para permitir a quien las escribe expresar de una manera, más o menos implícita, una enseñanza recibida de una persona por la que siente el mayor de los agradecimientos (sin mencionar un gran cariño) y por ende incorporar a su obra una cuota de su propia personalidad.
Iniciamos estas líneas recordando una famosa frase como la de Julio César cuya interpretación, un tanto más literal, se podría sintetizar de la manera siguiente: la seguridad de quien al detectar lo que debe hacer (de acuerdo a sus propios deseos, planes y/o aspiraciones) actúa conforme a ello para conseguirlo, sin tener mayores dudas sobre lo que quiere y de cómo lo obtendrá. Si esta idea ha subsistido por casi dos mil años es porque algo de verdad reside en ella o cuanto menos resulta evocadora sobre un aspecto más importante que el de una simple victoria militar, o eso es lo que nos gustaría pensar. Entonces, si esta idea de la seguridad en la búsqueda y/o obtención de lo que se quiere puede predicarse en un aspecto carente de un espíritu constructivo, ¡Con cuanta mayor razón debería aplicarse a aquellos aspectos de nuestras vidas en que el afán de crecimiento resulta innegable!
Cabe destacar, y aquí dejaremos -al menos en esta oportunidad- la exposición de las ideas desarrolladas en los párrafos precedentes, que todo lo anterior tiene una enorme vinculación con lo que es objeto del presente artículo: los derechos de autor y más en específico, la responsabilidad por su lesión. En efecto, para la redacción de estas líneas se han empleado una multiplicidad de frases atribuibles a una serie de ilustres personajes de la historia de la humanidad, frases en las que sus respectivos autores (entendido aún en sentido lato) han incorporado parte de su propio pensamiento y sentir; asimismo, luego de leer estas frases, hemos intentado darles una impronta específica a su interpretación y a la manera en que se enlazan entre sí para lograr un objetivo, así como para impregnarle nuestra personalidad a tal esfuerzo creativo.
Antes de entrar de lleno al análisis del objeto del presente estudio, sólo nos resta subrayar que la vida está llena de sorpresas y tal vez el contenido de estas líneas lo sea para muchos, sobre todo porque se encuentra en un artículo jurídico, pero no por ello debe negársele un merecido espacio, en especial en el presente caso donde, por azares del destino, preparación y oportunidad se han conjugado en la dosis adecuada para que estas líneas vean ahora la luz. Decimos ello porque las presentes líneas fueron escritas algunos años atrás, y sólo ahora creemos que es el momento adecuado para que ojos distintos a los nuestros las lean. Somos de la opinión que ello, precisamente, demuestra uno de los pilares más importantes del derecho (moral) de autor. Es por esta razón que no se podrá comprender a cabalidad la configuración de la responsabilidad civil en esta rama del derecho si es que no se analiza en primer término, el interés que se tutelará y al cual están dedicadas las siguientes páginas.
Referencias
[1] Resulta por demás común la errónea enunciación de este conocido comentario de Julio César, en el que se altera, sea el verbo inicial «venire», sea el verbo final «vinco», o bien en otras ocasiones ambos verbos latinos.
De ello se deriva que muchos de nosotros hayamos oído esta frase como «vi ni, vi di, vinci» (sic), casi como si quisiéramos castellanizar el verbo latino «venire» (para transformarlo en «veni» y de allí hay solo un paso para decir «vine») e italianizar el verbo «Vinco» (para transformarlo en «vincere» y el paso para decir «Vinci» es por demás sencillo).
[2] El término hace alusión a una feliz coincidencia y/o acontecimiento inesperado, el cual, según se afirma, fue acuñado alrededor del año 1754 por Horace Walpole debido a un cuento persa llamado «Los tres principes de Serendip» (nombre árabe de la isla de Ceilán que en la actualidad se llama Sri Lanka) en el que los personajes principales resuelven sus problemas debido a afortunadas coincidencias.
[El presente artículo pertenece a la Revista Derecho & Sociedad Núm. 34 (2010)]
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