Claria Nadil Salinas Hurtado
Ganadora del segundo lugar de la V edición del Concurso Nacional de Cuentos Jurídicos Fabellae Iuris
Abro los ojos, otra tarde moquillenta, son las 4pm. Azucena está a mi costado entre dormida y despierta. Con la mirada busco a Jazmín y no la encuentro, veo tres platos, tienen la comida servida pero está fría. Siento a Jazmín en la ducha. Azucena despierta y comemos juntas.
“Terminó la hora feliz” me dice, yo afirmo con la mirada. Me toca bañarme y aprovecho esa intimidad para darle algo de decencia a mi cuerpo. Mientras nos vestimos Azucena me habla “hoy día mi mamá hubiese cumplido 50 años, ¿tienes alguna velita?” Le digo que no pero que le ayudaré a encontrar una. Terminamos de vestirnos y yo le pregunto sobre su madre. “Fue una mujer muy buena, si hubiese vivido de seguro yo no estaría acá. Me quería mucho, a mí y a mis hermanitos. Ellos eran de su segundo compromiso. Mi padrastro nunca fue bueno, le pegaba mucho a mi mamá, la obligaba a acostarse con él y por eso ella se llenó de hijos. Al morir me dejó con 5 hermanos”.
Le pregunto cómo es que murió, no lo hago con intención de saber lo que pasó realmente, lo hago porque siento que tal vez quiera desahogarse con alguien y yo no puedo hacer más que escucharla. “Tardé mucho en saberlo. Todavía recuerdo el último día que la vi, ella dejó limpia la casa y nos bañó a todos. A mí me dijo que sea muy fuerte porque este mundo es muy difícil y luego se fue. No volvió más y yo y mis hermanos pensamos millones de cosas, a veces quería ir a buscarla no sé a dónde pero quería que regrese. Hasta que una noche mi padrastro de borracho me dijo la verdad. A mi madre le habían prohibido tener más hijos después de su último parto porque su vida estaba en riesgo. Yo estoy segura que ella no quería tener más hijos, ella iba a la posta del pueblo y le daban sus pastillas pero no sé por qué a veces no las tomaba, creo que se le acababan y no se daba tiempo para ir hasta la posta. Siempre ponía a mi hermanito más pequeño en medio de la cama donde dormía con mi padrastro para que este no la tocara; pero mi hermanito empezó a crecer y el hombre ya no dejaba que duerma con mi madre. Mi padrastro me dijo que mi mamá se murió por querer comerse a su propio hijo.”
El reloj ya da las 6pm y nosotras listas. Antes de salir, agarramos alguna casaca abrigadora que aunque desentona con nuestras ropas, nos protegerá de los 6 grados de temperatura que la noche nos ofrece. Se me ocurre ir a la cocina y regreso con una vela “Azucena aquí está. Préndela antes de irnos para que tu mami nos ayude a que no sea una noche horrible”. Azucena enciende la vela, se persigna y parece que reza, yo la acompaño en su ritual.
Pienso en mi madre, pienso en que no todas las madres son buenas como la de Azucena. Mi madre y mi padre vivos o muertos igual no hubiesen movido ningún dedo por cambiar este tipo de vida para mí. Yo vivía con ellos y mis hermanos. El dinero no alcanzaba para todos, tampoco el cariño; y por eso mis padres cuando cumplí los 8 años, a mí y a dos de mis hermanos, nos llevaron donde mi tío que era el padrino de mi hermano mayor. Viajamos con mi tío lejos del pueblo y ahí me emplearon en una casa. Nunca más volví a ver ni a mi madre, ni a mi padre. De mis hermanos supe que a ellos los llevaron para la selva para que le sirvan de peones a un maderero. Tampoco los volví a ver. Solo veía de cuando en cuando a mi tío que a las justas me hablaba.
Nunca recibí algún dinero por lo que hacía. Mi tío se encargaba de buscarme las casas donde yo trabajaba: limpiaba, cocinaba, cuidaba a niños o a ancianos. Hasta que cumplí los 13 años y se acabó esa forma de trabajo para mí. Mi tío me sacó de la casa de la Señora Lourdes, en esa casa algo me querían. Me sacó de ahí y me llevó al infierno… “Ya terminé de rezarle a mi mamita. Gracias por acompañarme Rosita. Volvamos con las chicas que deben estar buscándonos”. Azucena interrumpió mis pensamientos, salimos juntas, y tras de nosotras nos siguieron esos perros que los jefes nos ponen como sombra.
Entramos al negocio y cada una a sus puestos. La misma música de fondo de todas las noches, la luz a medias, el olor penetrante a lejía indicando que el negocio recién ha abierto; las cervezas, la caña, los cigarros que son lo más importante, mientras una haga que consuman más es mejor. Algo nos movemos con la música, algo de alcohol, muy poco probamos como para aguantar a la noche. Ya van entrando los primeros, y lo de siempre: bailar un poco, los tocamientos, las falsas caricias, los besos forzados, las mentiras al oído, una mirada por aquí, otra metida de mano por acá… “Rosita anda con el señor que ya te quiere”, el Jefe ordena y yo obedezco.
Él me ocupa y yo solo miro el techo como en automático: la débil luz en el techo, la puerta, su rostro y otra vez la débil luz en el techo. Quiero pensar en otras cosas pero no puedo. Vuelvo a tener 13 años, me consumen las imágenes de esos primeros hombres aplastándome y reduciendo mi existencia, y yo con mucho dolor y mucha vergüenza, tantas veces he querido morirme llorando. A veces ellos miraban mi cara de niña pero solo se reían o me pegaban, nunca a nadie le di pena. Quiero cerrar los ojos para no ver más esas imágenes. Pero las imágenes no se van. Ya no tengo 13, pienso, tengo 23 pero es lo mismo.
Vuelvo al negocio, busco a Azucena pero no la veo, seguro que ya han pagado por ella. Espero que esté mejor que yo. Me pido un trago fuerte, lo bebo de poquito en poquito mientras me imagino como tantas veces colgándome desde lo más alto del subsuelo. Otro paga por ocuparme, vamos al cuarto y la misma escena. Esta vez me detengo más en su rostro, quiero que él también se detenga en el mío, que logre ver mi tristeza descarnada, que vea mi alma vacía. Pero no lo logro, él me está diciendo algo al oído que no entiendo… Luego, otro me ocupa. Ahora cierro los ojos y me acribillan sus ecos púbicos, su cuerpo invasivo que ya ni siento… El último me ocupa y termina una noche más.
Después, volvemos a lo que tenemos como casa o como refugio. Yo comparto la cama con Azucena y a veces también con Jazmín. Me alisto rápido para dormir, me gusta mucho dormir porque son mis horas felices. Creo que en el fondo, espero que todo esto fuera una pesadilla larga de la que yo algún día logre despertar.
Pero abro los ojos en la misma pesadilla que es mi vida. Siento a mis compañeras que aún continúan soñando. Ya pronto nos alistaremos para otra noche más en este infierno. Ya me cansé de preguntarme por qué a mí, por qué a nosotras. Pensar si quiera en salir de esto, es un sueño inalcanzable que conforme avanza el tiempo se vuelve doloroso. Casi todas mis compañeras han vivido algún episodio de fuga. Margarita contó que una noche sacaron a todos y las llevaron a la comisaría. A las chicas les brillaban los ojos de la esperanza. Hasta que los mismos policías les dijeron que ellas también iban a caer porque no tenían papeles. Ellas se asustaron mucho e hicieron lo imposible por escapar. Dalia también había escapado alguna vez y decía que era complicado estar fuera de este infierno porque afuera hay mucho problema. Porque generalmente la fuga se da en un momento imprevisto y una sale como puede, sin dinero, sin papeles y entonces una no tiene otra salida que volver a este mismo infierno; porque tratar de cambiar de vida no es nada fácil.
Aun así, siempre nos damos fuerzas entre nosotras y a veces decimos que sí vamos a denunciar a los jefes. Aunque también las amenazas y castigos por parte de ellos son otra de las tantas cosas de la que una tiene que acostumbrarse. A mí no me amenazan mucho, pues no tienen cómo hacerlo porque familia yo no tengo. En cambio a Dalia, la amenazan constantemente con contarle la verdad a su familia, porque ellos creen que ella trabajaba en una empresa importante. Si no la amenazan con matar a su madre o a alguno de sus hermanos. Por eso ahora que ha despertado Azucena y que ha salido el tema de la fuga otra vez como conversación le digo que ya está de más pensar que podamos salvarnos alguna vez. “Sí lo haremos, pero hay que darle más tiempo, solo paciencia”, me dice.
Recuerdo la última vez que quisimos escapar, en realidad no es que quisimos; si no que la situación se prestó para la huida. Estábamos en otra ciudad, siempre andamos cambiando de ciudad porque a los clientes les gusta carne nueva. Era de mañana y mientras dormíamos entraron a sacarnos y nos llevaron a la comisaría. Nunca supimos cómo es que la policía llegó hasta allí. Pero lo malo fue que solo nos agarraron a nosotras porque los jefes habían logrado escapar y lo peor es que nos culparon. Nos dijeron que no nos creían nada, que no teníamos nada de ingenuas “Esto les pasa por buscar la vida fácil, ustedes no se hagan las pobrecitas. Cómo pues si alguien les ofrece mucho dinero por algún trabajo sin ni siquiera ustedes tener oficio alguno van a aceptar. Es obvio que se trata de puterío. A ustedes les debe gustar esta vida de perritas.” Calladas escuchamos todos los insultos y aunque nos dolía siempre tratamos de ayudar y les dijimos nombres de nuestros jefes, número de celulares, y otros datos. Pero parecía que querían encerrarnos en la cárcel. Después, no supimos cómo de la noche a la mañana nos subieron a un carro y nos llevaron a la salida de la ciudad y ahí nos esperaban nuestros jefes y volvimos al infierno.
Azucena, en cambio, ha buscado huir de este infierno muchas veces, en todas fracasa. Pero aun así no pierde la esperanza. Yo no sé cómo logra creer que algún día todo será diferente, si ya nada puede ser diferente. Por mi parte, creo que aceptaría de buena gana que me tengan encerrada en la cárcel porque veo esa vida de mejor manera que estar aquí.
Pero nuestros sueños y planes de fuga se vieron interrumpidas con la situación de Amapola. Ella más o menos tendrá 17 años. Llegó embarazada, pero fue obligada a trabajar hasta el tercer mes. Como no podía continuar con el oficio la pusieron a cocinar o limpiar algunas cosas, a veces le pegaban sin que las demás nos diéramos cuenta.
Llegó el día del parto. Su cuerpo delgado y debilucho parecía que se preparaba para abrirse en dos. Ni siquiera quisieron llevarla a algún hospital. Entre nosotras la atendimos. Lila se ofreció como partera dijo que algo sabía. De rato en rato me asomaba al parto, veía a Amapola hundirse agarrada de los barrotes de la cama y darle paso al nacimiento… aquello en todo ese infierno me llenó de algo parecido a una esperanza pero también de una profunda tristeza.
A Amapola y a su Luz no les fue bien. La pobre Luz vivía en el encierro y lo que le esperaba era más encierro, violencia y desgracia. Raras veces los jefes le daban permiso para que salga a la vereda con su pequeña Luz, pero teníamos que acompañarla una de nosotras, además de alguno de esos perros que nos cuidaban las espaldas ante cualquier intento de huida. Yo salía a veces con ella, teníamos que ser muy cuidadosas, no hablar con nadie durante esa hora que nos concedían, no ir a otro lugar que no fuese la vereda; la pobre Luz quería ir más allá, quería caminar o quería jugar con otros niños que estaban por ahí pero solo le era permitido el 3 x3 de la vereda de fuera del local en el que vivíamos.
Tener a la pequeña Luz le puso algo de alegría a nuestra secuencia de días y noches en este infierno. Hasta que un día el negocio empezó a optar por otra cosa: los campamentos mineros. Ya recibíamos a varios clientes que eran mineros, de hecho son casi todos los que vienen, aunque de diferentes concesionarias; o bueno, así le dicen, porque la realidad es que no existe concesión de por medio pues trabajan en la informalidad. De pronto nos dijeron que nos llevarían hasta los campamentos para servirles a los hombres.
Estuve muy atenta al camino, algo me recordaba a mi pueblo, solo que acá hace más frío y el paisaje es de puna por eso es más recurrente el ichu y otras plantas que solo crecen en la puna. Cuando llegamos hasta el campamento cambió el paisaje, parecía muerto, los ichus iban desapareciendo, el frío aumentaba y el olor hediondo de metal quemado invadía el entorno. Ahí estaban los mineros esperándonos, muchos ya ebrios. Fue terrible aquella experiencia, varios nos ocuparon y nos trataron mal. Esos hombres tienen la creencia de que cuantas más mujeres tengan, mejor les irá y encontraran más rápido el oro. Tuvimos que soportar esa inmundicia. Nos quejamos antes los jefes y nos dijeron que no teníamos derecho a quejarnos porque nos iban a pagar bien. Nunca vi ni un céntimo de ese dinero.
Despertamos cerca del mediodía, asustadas de que algo más nos podía pasar, caminamos adoloridas hasta el carro que nos llevaría de regreso a la ciudad y escapar de ese paisaje muerto y tétrico. Pero los siguientes meses fueron peores, el negocio se redujo exclusivamente a atender a los mineros.
Azucena empezó a tener algo más con uno de ellos, hablaba de que estaban ahorrando juntos, que le había dado oro y que se iría con él porque pagaría su deuda, que luego volvería por mí, por Jazmín, por Amapola o por Luz. Yo no sé mucho que pasó porque sus historias no me las creía. Al final resultó ser mal hombre ese minero y la dejó aunque ella me enseñó el oro que le había quitado. Y al menos eso era cierto, ahí estaba ese pedazo de oro escondido metido entre nuestras cosas solo ella y yo sabíamos de esa travesura.
Al poco tiempo apareció otro hombre del que se enamoró pero creo que esta vez fue mucho más fuerte; tampoco sé bien que cosa hacía él. Aunque parecía algo bueno, ella me decía que era un hombre instruido pero que había caído en desgracia y que pronto recuperaría su anterior vida y la sacaría del infierno y luego ella volvería por nosotras… Ay Azucena siempre buscando amar para salir de este infierno. No la culpo, una hace lo que puede.
De repente, algo ocurrió con Azucena, algo oscuro y enorme como un dolor desalmado que empezó a carcomerla. Dejó de hablar de esperanzas, y ya no le interesaba nada… Hasta que un día la encontramos en el cuarto, había conseguido una pistola y se había disparado en la boca. La única explicación que le encontré a ese hecho es que a su modo se buscó su libertad.
Los días sin ella fueron aún más negros y más oscuros. A mí me obligaron a quedarme en el campamento por mucho más tiempo. Hasta que algo pasó con los jefes, seguro tuvieron sus líos y el grupo se dividió en tres. Esta vez me eligieron para ir a la selva, junto a otras chicas. El viaje sería largo porque teníamos que hacer varias paradas en diferentes ciudades. Me hablaron de que el objetivo sería pasar por río y llegar al Brasil porque allá nos iría bien a todos. Sin la presencia de Azucena, mi vida había dejado de tener sentido. Así que no me opuse a las decisiones que tomaron sobre mí. La última noche que estuve en el campamento miré el paisaje muerto; a lo lejos vi una roca y encima de la roca el musgo creciendo y arriba del musgo se levantaba una pequeña flor naciendo como mala yerba. Ver aquello esa última noche me pareció un milagro altamente contemplable.
Iniciamos el viaje para la selva y escuché que iríamos a aquellos montes donde también hay concesionarios de todo tipo: desde madereros, hasta los que sacan petróleo. El paraíso completo, que incluso el río trae oro en sus adentros. Jazmín antes de salir del campamento me habló de sus planes, dijo que una vez que estemos en la selva sería más fácil escapar. Ella ya había estado ahí antes solo que era más chica y más temerosa así que nunca se animó a escapar. Algunas de nosotras sospechaban que nuestros jefes ya no tenían tanto poder como aparentaban, algo les estaba yendo mal y por eso habían decidido llevarnos a la selva porque si bien ahí se puede ganar más, también hay mucha más competencia.
En uno de esos trajines había que volver a una de las ciudades que acabábamos de pasar porque los jefes nos decían que faltaba algo más de dinero para poder salir al Brasil y que había que aprovechar que en aquella ciudad se alistaba la fiesta patronal. Además, ya tenían el contacto con el Night Club a donde iríamos a estar una semana, así que solo quedaba aprovechar a los turistas que son los que pagan más.
Empezamos el viaje, esa noche llovía, iban la pareja de esposos que eran los jefes, dos de los perros que andaban cuidándonos y conmigo éramos cuatro chicas. Yo pedí un sándwich, lo iba comiendo y de venganza iba esparciendo las migajas del pan, ensuciando el carro. De pronto sentí un fuerte impacto y me pareció estar en una licuadora.
Lo siguiente que recuerdo es a la lluvia caer en mi cuerpo, y mucho dolor. Trataba de ver en la oscuridad qué había pasado y me di cuenta que habíamos tenido un accidente. Yo estaba completa y podía pararme y caminar, traté de buscar a los demás y sentí sus cuerpos inertes, otros moribundos. Me quedé unos 10 minutos sin saber qué hacer hasta que caí en cuenta que era libre y que aquello nunca había pensado que iba pasarme. Busqué en los bolsillos y en el equipaje algo de dinero y agua para esperar que alguien venga a salvarme y empecé a reírme con la lluvia, con el olor a tierra mojada, saludé a la muerte, pensé en aquella flor, en el musgo, en la piedra, en Azucena.
Ya en el hospital, recordé a toda esa gente que dejé tirada en medio de la carretera. Esos cuerpos eran como los míos y ya no podían ejercer poder y fuerza sobre mí. Ya han venido muchas otras gentes: policías, abogados, periodistas. A las enfermeras las escuché decir que una vez que me recupere tal vez termine en la cárcel. Yo me he aferrado a decir la verdad sobre mí, quien soy y que hacía. No me importa si no me creen y me encierren. Total, a mí las chicas ya me han advertido que no hay para nosotras justicia que nos alcance, que nos tratan peor que a delincuentes. Incluso no me atemoriza la propia muerte, si de pronto aparece la saludaré como quien saluda a una amiga muy querida.
Luego, una mujer viene a verme, es amable conmigo, me hace algunas preguntas que ya otros me hicieron y yo las respondo con calma, vuelvo a decir mi verdad. “Eso es todo por hoy Rosa, por cierto ese no es tu nombre ¿verdad? Aunque si prefieres…” la interrumpo y le digo “María Cristina, mejor María Cristina”. Me he sentido tan rara cuando pronuncié mi nombre, hace tanto tiempo no lo hacía y ahora creo que por esos segundos he sido otra… La conversación con esa mujer me ha dado mucha tranquilidad; por todo lo que me dijo parece que va a ayudarme o que quiere hacerlo… No sé… Recuerdo a Azucena y pienso que tal vez ella me la mandó o tal vez su madre, o tal vez la mía… Me está ganando el cansancio, el sueño y me entra el miedo de despertar y volver al infierno… Así que vuelvo a abrir los ojos y me aseguro de agarrarme muy fuerte a este presente que ahora es como uno de esos sueño que tantas veces soñé.