Eduardo Herrera Velarde
Consultor e investigador en compliance penal y análisis de riesgos penales. Asesor en manejo de crisisy estrategias legales. Director de Escudo Azul S.A
Se piensa que una persona corrupta es alguien proclive – valga la redundancia – a la corrupción. No se tiene el mismo pensamiento de quien genera el delito, o sea el corruptor. En el Perú todo el reproche social, mediático, político y, podría decirse que incluso el reproche legal, están dirigidos a quien recibe el dinero en la corrupción. Ese es el gran corrupto.
Debo de reconocer que, hasta hace poco tiempo, yo también pensaba de la igual manera antes reflejada; cuando me percaté que corrupto y corruptor son lo mismo. Por eso, en Derecho Penal se llama a este tipo de ilícitos, delitos “bisagra” o “de encuentro” pues no pueden tener realidad (no pueden consumarse) sin la intervención de, al menos, dos partes.
Lo antes mencionado no solo es una precisión terminológica. En mi criterio marca una distinción muy valiosa para saber quién es quién y que nadie, como se dice coloquialmente, “quite el cuerpo”. Considero que gran parte de no encontrar una solución al problema es que – en principio – no se enfoca adecuadamente el fenómeno; eso lleva a que no se asuman responsabilidades, no se hagan auto críticas y, por supuesto, no se tomen medidas eficaces.
La regulación excesiva es solo una muestra de ello. Regulación que tiende a sancionar hechos consumados cuando es muy bien sabido que la corrupción es un delito sumamente difícil de probar. El quid de todo esto está, como siempre digo, en la autorregulación y eso parte – nuevamente – de asumir nuestro rol en el juego.
Solamente hay dos actores que pueden ser agentes corruptores: la persona natural y la persona jurídica. Esto no es una clasificación baladí, nos da un diagnóstico muy preciso hacia donde debemos ocuparnos. A la persona natural hay que educarla, sensibilizarla para que esta – bajo su ley interna – actúe en consecuencia y se abstenga de ejecutar el acto no deseado (corromper). A la persona jurídica, se le educa vía las personas naturales y también se le motiva a hacer lo que mencionaba antes: la poderosa autorregulación.
No es necesario impulsar normas que, además, graven aún más el “costo” de hacer empresa en el país. El mensaje debe ser siempre uno: regúlate tú mismo. Con eso, el efecto “cascada” de imitación positiva, será el mejor inicio. Los buenos ejemplos, y ahora como prácticas corporativas insertadas en el mercado, son inigualables a la hora de implementar un estándar – de comportamiento en este caso -. Dicen muy bien que la empresa es, quizá más en países como el nuestro, uno de los últimos espacios de libertad; no lo perdamos.