Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya
1.- El dilema de la vida pública. Entre la afirmación de la democracia y la sombra autoritaria.
Pasadas las elecciones presidenciales de junio, muchos ciudadanos sentimos que los peruanos nos hemos salvado de enfrentar una nueva etapa autoritaria en el Perú. Semanas atrás, pensábamos que, o no teníamos claridad sobre el movimiento de las tendencias electorales en pugna, o que el resultado sería otro. El último tramo de la campaña se revelaba como una noche llena de misterio; en el mejor de los casos, no se podía avizorar un desenlace. Finalmente, la opción política que en el último mes se planteó la defensa del sistema de derechos y la institucionalidad democrática como elemento básico de campaña ganó en la segunda vuelta.
Una victoria con tan estrecho margen debe llevarnos a hacer una estricta reflexión acerca del estado de la cultura democrática en el país, así como discutir la posibilidad de que ella se vea fortalecida en el futuro. La mentalidad autoritaria es muy poderosa e influyente en el Perú. Las perspectivas asociadas con el elogio del imperio de la autoridad y de la “mano dura” por lo general tienen acogida en períodos de crisis, tiempos en los que prima el sentimiento de inseguridad y desconfianza entre la población. No sólo inseguridad y desconfianza frente a la acción de los representantes y las instituciones, sino incluso frente al comportamiento de sus conciudadanos. En etapas de estabilidad, las ideologías autoritarias o proclives al uso de la violencia se evidencian ante la opinión pública como extravagantes e irracionales, son claramente objeto de ironía y cuestionamiento. Es cierto que no sólo nosotros enfrentamos un clima de ansiedad – regiones de Europa también están viviendo una época de incertidumbre y sentido de fragilidad propiciada por los hechos de violencia que se han desencadenado allí en los últimos años -, pero es cierto que en el Perú se ha instalado un discurso antidemocrático basado en el caudillismo y el tutelaje que ha calado hondo en la mente y en el corazón de muchos compatriotas.
Se trata de un fenómeno complejo que ha sido estudiado en detalle por diversos especialistas, entre los que destaca Alberto Flores Galindo[1]. La mentalidad autoritaria constituye una amenaza permanente para la vida pública. La idea de que un líder carismático ha de guiar al pueblo para la realización de su destino, así como la presuposición de que existen “instituciones tutelares” – las fuerzas armadas o la Iglesia católica – que orientan significativamente el curso de la vida del país, constituyen suposiciones que están presentes en nuestra sociedad. El equilibrio de poderes o la deliberación cívica como instrumento de control político son identificados a menudo como principios inútiles y engorrosos que obstaculizan la toma de decisiones que se requiere para tomar decisiones importantes en la escena política.
La propuesta autoritaria estuvo a punto de tener acceso al poder por la vía electoral. Quienes estamos comprometidos – ya sea desde la academia, desde las organizaciones de la sociedad civil o desde los fueros del sistema político – con una comprensión de la democracia como una forma de vida que se consolide y eche raíces en territorio peruano debemos hacer una severa autocrítica acerca de lo que hemos dejado de hacer o hemos hecho mal en la tarea de fortalecer el sentido de la ciudadanía y el valor de la distribución del poder en nuestra sociedad. Existen diversos frentes que esa autocrítica debe esclarecer con rigor. Quisiera referirme esta vez a dos de estos niveles. En primer lugar, la comprensión de la democracia como una condición necesaria para la justicia social y el desarrollo; en segundo lugar, examinaré la exigencia ética de edificar una genuina cultura política democrática centrada en el cultivo de la ciudadanía.
2- La forma de vida democrática como factor de desarrollo humano.
Uno de los grandes desafíos de la democracia consiste en mostrar que ella es un instrumento eficaz para lograr la inclusión y el desarrollo. Con frecuencia, el imaginario autoritario asocia la labor de los regímenes autocráticos con la disposición de los caudillos a llegar a diferentes regiones del país – lugares generalmente desdeñados por los políticos tradicionales – para realizar obras de infraestructura y dispensar beneficios materiales entre la población. Con frecuencia, estas acciones son bien recibidas por un sector importante de los habitantes de la localidad. Sin duda, estas actitudes están vinculadas a la práctica de políticas clientelistas. Sin embargo, debe quebrarse – en el terreno de la práctica – el mito de que las políticas democráticas son compatibles con el desamparo de las comunidades más alejadas del país.
La democracia tiene una dimensión social, consistente en el diseño, la discusión y la ejecución de políticas públicas que permitan promover una ciudadanía efectiva, a saber, que todos los miembros de la sociedad – en especial la población más vulnerable – pueda acceder al ejercicio de sus derechos fundamentales, incluyendo aquellos que entrañan el logro de bienestar, salud y seguridad. Hace poco tiempo, el economista Javier Iguíñiz señaló que uno de los problemas cruciales que nos toca enfrentar como sociedad es el de luchar para garantizar para todas las personas es el derecho a la vida, el derecho a no morir de hambre, y a contar con atención médica; en suma, el derecho a no estar expuesto a una muerte prematura. La pobreza se revela como una absoluta situación de indefensión como carencia real de derechos y de libertades básicas.
Constituye un profundo error identificar el desarrollo con el mero ‘crecimiento económico’, vale decir, el exclusivo incremento del PBI per capita. Este indicador no da razón acerca de cómo se distribuye el ingreso, no precisa cuán grande es la brecha entre los que más tienen y los que tienen menos, entre otras cuestiones elementales de justicia social. El compromiso con el derecho a la vida implica la necesidad de establecer los mecanismos institucionales y las políticas que posibiliten que el bienestar llegue a todos, dando prioridad al sector más vulnerable de la sociedad. La inclusión socioeconómica y política que se pretende alcanzar plantea promover un principio de igualdad de oportunidades que permita que las circunstancias vinculadas al nacimiento, la crianza o la clase social no sean criterios decisivos para el logro de una vida plena para las personas.
Necesitamos concebir el desarrollo de una manera más amplia, o más precisamente, multidimensional. Hace décadas que Amartya K. Sen y Martha C. Nussbaum han construido un enfoque de desarrollo humano articulado no desde lo que las personas ‘tienen’, sino el tipo de actividades que pueden realizar con lo que tienen, así como la clase de vida que pueden elegir llevar con sus semejantes. Este enfoque interdisciplinario está basado en las diversas capacidades que las personas pueden adquirir y ejercer en el curso de sus vidas con el apoyo de las instituciones sociales y políticas[2]. Estas capacidades sólo pueden cultivarse en la medida en que existan condiciones sociales para ello, oportunidades que un sistema legal y político propicio podría justificar y promover en diferentes espacios de la vida social.
En la versión que Martha Nussbaum elabora de este enfoque, se propone una lista de diez capacidades que constituyen áreas básicas del funcionamiento humano: Vida; salud física; integridad física; sensibilidad, imaginación, pensamiento; afiliación; emociones; razón práctica / agencia; vínculo con las otras especies; ocio y juego; control sobre el entorno (económico y político). Se trata de una lista que ha sido confeccionada a partir de un riguroso diálogo intercultural e interdisciplinario, que establece que estas capacidades son componentes de una vida plena. El Estado democrático – liberal ha de constituir el trasfondo público que promueva la adquisición y el ejercicio libre de estas disposiciones distintivamente humanas. Nuestras instituciones sociales y políticas podrán ser entendidas como justas en la medida en que propicie el cuidado de estas capacidades centrales[3].
De tal manera que el desarrollo humano no consiste exclusivamente en la asignación de bienes y recursos, sino en la promoción de capacidades. Se trata de propiciar contextos en los que las personas elijan conscientemente el modo de llevar a la práctica estas capacidades (lo que propiamente es descrito por Amartya Sen como “funcionamientos”). Un régimen político fundado en el sistema de derechos impulsa capacidades, no funcionamientos, dado que deja espacio al discernimiento y la decisión de los agentes acerca de cómo realizar sus capacidades. El desarrollo es concebido en esta clave de reflexión en términos de ampliación de libertades sustanciales.
La estructura de la democracia liberal converge estrictamente con el enfoque de capacidades. Este enfoque está conectado éticamente con la perspectiva de los derechos. Por principio, si X es una capacidad sustancial, entonces las personas deberíamos tener derecho a realizar X. El reto social y político estriba precisamente en darle concreción a este principio. En la lista de Nussbaum, la vigencia cabal de la democracia implica la defensa del acceso universal a todas las capacidades. En el ámbito propiamente político, la democracia como forma de vida – como héxis, es decir, como “hábito” – está comprometida con el cultivo de la afiliación, la razón práctica y el control sobre el entorno. Un sistema público basado en el autogobierno y en los derechos fundamentales requiere personas dispuestas a asociarse con otros para generar organizaciones vertebradas a la luz de propósitos comunes, así como personas que deliberan juntas para elegir cursos de acción compartida que les permitan hacerse cargo de su destino.
En este horizonte de pensamiento y de práctica, el acceso a los servicios de salud y educación de calidad resulta fundamental. Una vida orientada por la libertad requiere de la satisfacción de la vida, la salud y la integridad física, así como el cuidado de las disposiciones de orden cognitivo. Si el contar con un tratamiento médico eficaz y una formación ética e intelectual de calidad requiere de tener dinero, entonces el proyecto de edificar una comunidad de ciudadanos está condenado al fracaso. Como Michael J. Sandel ha señalado con agudeza, la escuela pública tiene que convertirse en un espacio de encuentro dialógico de niños y jóvenes de diversos orígenes y culturas, de modo que descubran en los procesos de aprendizaje los múltiples aspectos de una identidad política común y deliberar sobre sus fuentes y metas para la existencia de las instituciones[4]. Sin esa identidad colectiva y plural, difícilmente podremos cimentar una vida pública inclusiva.
3.- La exigencia de cimentar una cultura política democrática.
En el ámbito de las mentalidades y de los modos de vida, debemos combatir la cultura autoritaria que se ha ido gestando en el país desde los albores de la República, e incluso antes. Hemos padecido numerosos regímenes dictatoriales, militares o cívico – militares. La historia que se escribe en los textos escolares ha sido con frecuencia diseñada en la perspectiva de aquellos proyectos autoritarios. El patriotismo ha sido bosquejado como un sentimiento de tipo marcial, que profesan aquellas personas que están dispuestas a morir por el Perú en un campo de batalla. Los héroes que registra esta historia son personajes valerosos, muertos en acción bélica. Rituales como las marchas escolares de las festividades patrias refuerzan este funesto imaginario. El orden, la disciplina y el respeto a la autoridad constituyen los “valores” que son exaltados en la escuela. El espíritu crítico, la búsqueda del saber, el sentido de justicia o el coraje cívico no son consideradas virtudes de primer orden.
De cara a tales puntos de vista – convertidos en un pernicioso ‘sentido común’ -, no sorprende que muchas personas sean proclives a añorar el regreso de gobiernos dictatoriales que recurrían a la “mano dura” para imponer el “orden” sin ningún control legal y político, o a aplaudir candidaturas que declaran que no les “temblaría la mano” para decretar el estado de emergencia en la capital y sacar a los militares a las calles, aunque se trate de medidas efectistas y probadamente ineficaces, a juzgar por experiencias desarrolladas en otras latitudes. Esta mentalidad autoritaria promueve que, en situaciones de crisis, pretendemos tocar las puertas de los cuarteles para buscar soluciones más allá de los arreglos sociales y políticos basados en la observancia de la legalidad democrática.
El imaginario y los rituales de corte autoritario han de ser examinados y sometidos a crítica en los espacios deliberativos del sistema político y la sociedad civil, además de las instituciones educativas. La imagen del caudillo que decide sus propuestas sin discutirlas ni someterlas a consulta, así como la fascinación de parte de la población por el uso de la fuerza constituyen expresiones que han de ser cuestionadas con severidad por los ciudadanos que se propongan erradicar toda forma de tutelaje en el ámbito público. No podemos aspirar a construir una ética cívica celebrando el uso de la fuerza como exclusiva manifestación de “eficacia” o si exaltamos el talante militarista como expresión inequívoca de “compromiso patriótico”. En ese sentido es que constituye un reto importante cambiar esos rituales y reescribir la historia en el registro de los gobiernos civiles, así como la luchas por los derechos y el ejercicio de la ciudadanía. Esta es una forma concreta de consolidar la democracia y mostrar su valor a las personas en el plano cultural. Necesitamos discutir y promover los cimientos de una ética pública entre nosotros, una ética que vindique nuestra capacidad de razón práctica en los escenarios de la política.
Está claro que reescribir la historia es una tarea que no supone alterar los hechos, sino que consiste en desplazar el centro de gravedad de la historia hacia otro aspecto de la vida pública. El historiador examina un conjunto de acontecimientos, procesos, personajes, y selecciona entre ellos los que juzga de mayor significación. Se trata de cambiar de eje hermenéutico, poniendo énfasis en los esfuerzos y logros de los gobiernos civiles y las iniciativas de autogobierno. Sólo fortaleceremos la fe en la acción ciudadana en la medida en que aprendamos a valorar aquellas situaciones históricas en las que el peruano de a pie ha asumido el reto de hacerse cargo de su propio destino y defender sus instituciones libres. Deben discutirse asimismo los regímenes nacidos en golpes de Estado, así como los proyectos basados en el anhelo de concentrar el poder y desconocer el imperio de la constitución y las leyes. Debe someterse a reflexión la entraña injusta de tales regímenes en tanto privan a las personas de sus derechos y las tratan como meros súbditos.
En esta medida, se requiere poner en el centro del proceso formativo el cuidado de la deliberación. A menudo, este espíritu de tutelaje no se impone sin la complicidad de los involucrados, que prefieren desentenderse de los quehaceres de la ciudadanía democrática. La deliberación es una actividad de la razón práctica consistente en la evaluación crítica de los cursos de acción y los modos de vida que podemos elegir conscientemente para edificar una vida plena en los diversos escenarios de la vida pública y privada. En los espacios de la vida individual, lleva a los agentes a diseñar y discutir sus planes de vida; en los de la vida pública, está orientado al examen de las medidas políticas y la fiscalización de la gestión de las autoridades estatales. La práctica de la deliberación es inseparable del ejercicio mismo de la libertad.
El énfasis en la deliberación práctica es esencial para la cimentación de una ética cívica. Hasta hoy, la escuela peruana – no solamente pública – es aún un espacio autoritario en el que la palabra del maestro es inapelable; en ese sentido, esta clase de escuela alienta y reproduce el espíritu de tutelaje que genera políticas autoritarias. Una pedagogía deliberativa promueve el encuentro de diferencias en la escuela y en otros escenarios sociales.[5] Diversas maneras de pensar y de sentir pueden expresarse, contrastarse y propiciar formas de aprendizaje mutuo. No es posible edificar compromisos comunes sin configurar, a través de la deliberación, una cultura del respeto de la diversidad que habita nuestras sociedades. Abraham Magendzo lo explica de manera especialmente aguda:
“Una sociedad que delibera es una sociedad capaz de respetar las diferencias, identidades y opiniones. Pero también es una sociedad cuyos miembros son capaces de comprender y colocarse en la posición de sus interlocutores, de modo que pueden advertir el porqué de sus demandas u opiniones, de esta forma se generaran ámbitos de comunicación que enriquecen e integran en igualdad las diferentes posiciones de sus miembros, que son capaces de resolver y establecer el entendimiento sobre la base de bienestar común y del respeto a las minorías”[6].
No existe ciudadanía democrática sin consciencia de los derechos y suscripción del trasfondo igualitario que ella necesita. Percibirse como ciudadano entraña la reivindicación de la idea de una igualdad de derechos que no puede ser mellada en nombre de la raza, la cultura, la religión, el origen socioeconómico, el género, ni siquiera la condición legal[7]. El ejercicio de la agencia política – la disposición a actuar con otros en el espacio público – es una forma de actualización de la defensa y el cultivo de los derechos fundamentales de los agentes en el terreno de la práctica.
4.- Consideraciones finales. La democracia como herramienta social y política.
Estos dos asuntos constituyen auténticos desafíos éticos y políticos en la lucha por fortalecer la democracia en el país. Las ofertas autoritarias son sumamente seductoras entre nosotros. Sólo podremos combatirlas con eficacia en la medida en que podamos entender la democracia en los términos de un proyecto amplio de desarrollo humano y justicia social, así como sea posible construir una cultura política basada en el ejercicio de la ciudadanía activa.
La democracia, sus principios, sus prácticas e instituciones, son en primera instancia instrumentos para lidiar con nuestras vidas y con las vidas de los demás en condiciones de vulnerabilidad e incertidumbre; se trata de herramientas construidas socialmente para lograr la concreción de libertades y de nuestras expectativas de bienestar. El sistema de derechos y las formas encarnadas de autogobierno cívico constituyen medios razonables y eficaces para la consecución de tales fines. Probablemente no existan formas políticas que puedan competir con ella – al menos hasta el día de hoy – en la búsqueda de estos propósitos. Los regímenes autoritarios, estructurados a partir de la supresión de las libertades y de los derechos individuales, concentran el poder en pocas manos. Su preservación se basa en la limitación de las capacidades centrales de las personas.
En este sentido, la democracia constituye un experimento formulado en medio de una historia marcada mayoritariamente por la experiencia de la autocracia y el imperio de diversas formas de desigualdad y discriminación. Consolidar estos principios, prácticas e instituciones implica en buena cuenta remar contra la corriente en mundos sociales y políticos en los que la mentalidad autoritaria tiene un lugar. Este experimento puede fracasar o tener éxito, como cualquier otro proyecto social o político. Considero que se trata de un experimento que merece la pena vindicar, en la medida en que él potencia un conjunto de disposiciones humanas intrínsecamente valiosas. Podrá realizarse en la medida en que los ciudadanos estemos dispuestos a ponerlo en ejercicio, incluso en situaciones adversas, a través de prácticas compartidas en los espacios comunes. Cultivar el discernimiento y propiciar su cuidado en los escenarios del sistema político y la sociedad civil no es una tarea sencilla. No obstante, constituye un paso necesario en el desarrollo de la esfera pública si pretendemos construir formas de vida orientadas por el ejercicio de la libertad.
[1] Flores Galindo, Alberto La tradición autoritaria Lima, SUR – APRODEH 1999.
[2] Cfr. Sen, Amartya Desarrollo y libertad Buenos Aires, Planeta 2000; Nussbaum, Martha C. Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[3] Consultar en este punto Nussbaum, Martha C. K. Barcelona, Paidós 2007 capítulo V.
[4] Consúltese Sandel, Michael J. Justicia ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona, Debolsillo 2013 capítulo 4.
[5] Cfr. Magendzo, Abraham “Formación de estudiantes deliberantes para una democracia deliberativa” en: REICE – Revista Electrónica Iberoamericana sobre Calidad, Eficacia y Cambio en Educación 2007, Vol. 5, No. 4 pp. 70 – 82. http://www.rinace.net/arts/vol5num4/art4.pdf .
[6] Ibid, p. 74.
[7] Cfr. Alexander, Michelle El color de la justicia Salamanca, Entrelíneas 2014.