Dos Izquierdas. Apuntes sobre el carácter del pensamiento progresista

Dos Izquierdas. Apuntes sobre el carácter del pensamiento progresista

Gonzalo Gamio Gehri

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.


1.- ¿Qué significa ser de izquierda? El desencuentro con el mundo y la necesidad de renovación de la izquierda.

Siempre me he considerado un hombre de izquierda, pero primero soy un creyente en la democracia. Estoy convencido de que las propuestas autoritarias son claramente cuestionables, provengan de las canteras de la derecha o de la izquierda. No estoy de acuerdo con aplicar un doble rasero. La distribución del poder, la vigencia de los derechos humanos y las libertades del individuo, los principios del Estado de derecho constitucional, la economía social de mercado, el pluralismo y el ejercicio de la agencia política constituyen valores y procedimientos que estructuran la democracia como régimen político y como forma de vida en común. Considero que se trata de herramientas sociales irrenunciables si apreciamos realmente el cuidado de la libertad política y la justicia social.

Me apresuro a hacer una precisión central en mi argumentación. Cuando hablo de “democracia” no me estoy refiriendo a construcciones extrañas como “democracia popular” o “nueva democracia” (obviamente en oposición a una supuesta “democracia burguesa”), que intentan hacer pasar como “democráticas” prácticas que son evidentemente totalitarias como la imposición de un “partido único”, la persecución de la prensa independiente o la supresión de la alternancia en el poder. Estoy aludiendo a un concepto desarrollado a lo largo de siglos de teoría política. La democracia tiene un componente liberal (sistema de derechos, división de poderes, pluralismo político, secularidad de la esfera pública, etc.), así como cuenta con elementos de origen clásico (deliberación en el espacio público, vigilancia cívica). La democracia es a la vez liberal y participativa; para su desarrollo son tan importantes el cuidado de los procedimientos y la autonomía de las instituciones como el ejercicio de la acción cívica.

El contexto en el que esta reflexión está siendo elaborada no es difícil de identificar. En estos días parece estar produciéndose una ruptura entre el gobierno del presidente Castillo y la facción más ortodoxa de Perú Libre. El presidente ha conformado un nuevo gabinete, integrado mayoritariamente por políticos y profesionales de centroizquierda; la idea es concretar una convocatoria que acoja a sectores más amplios de la ciudadanía con el propósito de enfrentar con eficacia la crisis sanitaria, económica y política que aún vivimos. Muchos ciudadanos hemos saludado esta noticia con beneplácito y entusiasmo. Esta iniciativa se enmarca en el compromiso que el candidato Castillo suscribió en mayo, la Proclama ciudadana. El secretario general de Perú Libre ha acusado al gobierno de “derechizarse” e ir en contra del programa del partido. Vladimir Cerrón no parece reconocer otra izquierda que la que él profesa, aquella que se declara literalmente marxista-leninista. Una izquierda moderada le resulta tibia e inauténtica, herética (la analogía con la religión es precisa). Como sus opositores conservadores, no es sensible a los valores del pluralismo. Es preciso preguntarse, entonces, si tiene sentido concebir una izquierda democrática.

¿Qué significa ser de izquierda? No resulta sencillo responder a esta importante cuestión. Se trata de suscribir libremente una amplia familia de argumentos y compromisos con la inclusión de todos los ciudadanos en los espacios de la vida económica y la esfera pública en condiciones de simetría, así como la lucha cívica por el reconocimiento igualitario de ciertos derechos básicos, asociados a las culturas, al género, a la relación con el entorno social y natural. Las relaciones en condiciones de simetría, la igualdad de derechos y de oportunidades, el respeto por la diversidad cultural y sexual, la atención rigurosa a las condiciones del florecimiento humano, constituyen bienes cruciales para las políticas de la izquierda en sus múltiples tendencias: socialistas, socialdemócratas, e incluso liberales progresistas. Eventos decisivos como la caída del muro de Berlín han puesto de manifiesto que una izquierda pluralista ha planteado una agenda política amplia en plena convergencia con los ideales democráticos[1].

Los cimientos del pensamiento de izquierdas se nutren de una experiencia básica, que podemos denominar el desencuentro con el mundo. Las relaciones sociales fundadas en la explotación económica, en la opresión política o en otras formas de violencia estructural –convertidas en prácticas cotidianas en diversos lugares- mutilan capacidades humanas, arruinan vidas y diezman comunidades enteras. La violencia directa y la violencia simbólica también constituyen amenazas contra el tejido social[2].. La izquierda siempre ha concentrado su atención en las lesiones que provocan estos males y en sus causas; desde este horizonte se entiende que estos males no son meros “hechos” del mundo social. Se han diseñado ideas y estrategias para combatirlos y prevenirlos, así como para erradicar dichas causas; se trata de transformar nuestras estructuras sociales y reformar nuestras mentalidades para combatir las desigualdades. La izquierda contemporánea está convencida de que los programas de acción y corrección frente a esos males están inscritos en el marco ético-político de las democracias liberales.

Como se sabe, no siempre fue así. La antigua izquierda –pienso en el marxismo ortodoxo- sostuvo que su comprensión de la violencia estructural, así como las fórmulas para superarla se sostenían en una teoría general de la historia que tenía pretensiones de una cientificidad concebida en términos apodícticos. Asumía que la historia mundial seguía un curso lineal, estructurado a partir de la lucha de clases. Se presumía que este conflicto desembocaba inexorablemente en una sociedad sin clases, una sociedad comunista producto de la Revolución del proletariado.  Esta izquierda presuponía que, mientras otras perspectivas desarrollaban formas de “conciencia falsa” (“ideológica”), el marxismo planteaba un conocimiento genuino del funcionamiento de las sociedades.

Esta posición enfrenta serias dificultades filosóficas. El marxismo ortodoxo asume que su discurso se funda en una visión directa de los hechos sociales, en abierta convergencia con el positivismo. Presupone una perspectiva no mediada de la realidad efectiva, una postura que Hegel refutó sin piedad en el capítulo correspondiente a la “certeza sensible” en la Fenomenología del espíritu[3]. El mito de la inmediatez no ha sido examinado, es postulado sin más. Resulta claro que desde la mera observación no es posible descubrir una “estructura dialéctica” en el devenir de la historia. El presunto “hallazgo” de una racionalidad dialéctica lleva implícita la tesis de que subyace a esa racionalidad una ontología que trasciende el realismo ingenuo que profesan muchos marxistas; aquella ontología supone la necesaria suscripción de la compleja “katábasis” desarrollada por Hegel en la Fenomenología y en la Ciencia de la lógica.

El estatuto de “ciencia” de su propio mensaje no es puesto en cuestión por el marxismo ortodoxo. No sabemos qué hace que su visión de los conflictos sociales sea “objetiva” y no un simple discurso de “superestructura” –como hipotéticamente sucede con el lenguaje de la cultura, la ética, la política o la religión-, salvo la aseveración escueta de que se trataría del arma del proletariado[4], aquella clase social que, a juicio de Marx, no tiene nada que perder y sí mucho que ganar.  No obstante, esta  frase no constituye justificación alguna. Esta afirmación pone de manifiesto un salto vertiginoso -e notoriamente infundado- desde la epistemología hacia la práxis.  La condición del marxismo como “ciencia” ha sido largamente discutida, tanto a la luz del modelo fundacionalista de la ciencia moderna como desde una matriz epistemológica más amplia, en una clave hermenéutica.  Es necesario precisar que existe un consenso entre los especialistas en que no es posible encontrar la regularidad en la historia que reclaman los marxistas ortodoxos y que su teleología resulta altamente cuestionable.

2.- El repliegue de las izquierdas y el eclipse.

El pensamiento de izquierda no se inició con Rousseau o Marx, y ciertamente tampoco culminará con ellos. La lucha contra los privilegios injustos de unos pocos, originados en la cuna, la clase social, la cultura o el género, así como el desarrollo de políticas de redistribución y de reconocimiento, no están encadenados a un único sistema de ideas. Se trata de pensar a fondo los instrumentos, las reglas y las instituciones para llevar a cabo tales políticas. La tarea de promover formas de emancipación humana frente a la dominación y la cosificación de las personas asume diferentes configuraciones en la esfera pública.

Tengo la sensación de que un sector mayoritario de la izquierda está atrapado en un ideario arcaico y dogmático; este sector está poco dispuesto a tomar distancia de los viejos manuales marxistas y proponer una versión autorreflexiva y actualizada del progresismo, una concepción política comprometida con las prácticas e instituciones democráticas. Es preciso poner énfasis en el espíritu de las izquierdas antes que en las viejas formas del antiguo Diamat. Considero que nuestras izquierdas enfrentan una situación de eclipse. Un eclipse solar tiene lugar cuando la luna bloquea el paso de la luz del sol hacia la tierra. Quienes observan el fenómeno pueden creer que el sol “desaparece” (de hecho, ékleipsis significa precisamente “desaparición”). Sin embargo, está allí. De un modo semejante, la actitud crítica iconoclasta de la izquierda –motivada por el desencuentro con el mundo- aparentemente se ha replegado a causa de la actitud dogmática y conservadora de la antigua izquierda, renuente a cuestionar desde las raíces el lenguaje decimonónico que aún estructura su mente y sus decisiones. No obstante, ese horizonte potencialmente liberador de los modos de pensar y de actuar sigue allí. Necesitamos renovar las izquierdas.

Una izquierda democrática debe estar dispuesta a cuestionar la experiencia totalitaria de los denominados “socialismos reales”. Marx había señalado que, en una sociedad comunista, el Estado debía desaparecer, las comunidades debían autorregularse y conducir la vida social de manera autónoma. No obstante, el modelo leninista que se impuso instaló en la Unión Soviética -así como en otros lugares en los que ejerció su influencia-, un capitalismo de Estado que convirtió la entidad política en la solitaria propietaria de los modos de producción. Se instituyó progresivamente un régimen de partido único que invadió todos los escenarios sociales y generó una burocracia privilegiada. Se combatió toda forma de disidencia y se violaron derechos humanos. El control estatal de la economía no produjo ni bienestar, ni equidad ni libertad.

Me sorprende la obsesión de algunos militantes de la izquierda política por defender a capa y espada los errores e incluso los delitos cometidos por los regímenes comunistas. Algunos suscriptores del progresismo político pueden llegar al punto de romantizar la violencia si esta brota desde la promesa de cambio social. No entiendo esa actitud. A veces se señala que la crítica de las políticas autoritarias desarrolladas en Cuba, China, la Unión Soviética o en los regímenes asociados con el mal llamado “socialismo del siglo XXI” en América Latina no hace otra cosa que fortalecer el discurso de las fuerzas “reaccionarias”; de lo que se trata es de denunciar la quiebra de la libertad allí donde ocurra. La supresión de las libertades básicas, la persecución del adversario político y el manejo irresponsable de la economía no pueden ser pasados por alto solo por motivos ideológicos. Se mira hacia otro lado cuando se muestra la evidencia de los casos de violencia y represión perpetrados por esos gobiernos. Esta manera burda y dogmática de condescendencia frente a la autocracia y la lesión de derechos también la encontramos, por supuesto, en la derecha conservadora. Una vez más, los extremos se tocan.

Guardar silencio o intentar justificar la comisión de injusticias no constituye una opción ética o política saludable. Las violaciones de derechos y el recorte de libertades deben ser condenados más allá de su derrotero ideológico. Esa clase de deshonestidad tiene que ser combatida por el pensamiento progresista. No tiene sentido defender la emancipación de los ciudadanos en el mundo, denunciar el Holocausto, pero no mencionar el Gulag; tampoco lo tiene marchar con entusiasmo contra el régimen de Fujimori o el de Pinochet y no pronunciarse con una dureza semejante por la represión de quienes protestan en Cuba y Venezuela exigiendo democracia. Ninguna tiranía puede resultar indiferente a quien esté comprometido con la causa de la justicia.

Un problema similar ocurre en el terreno de las ideas. El desencuentro con el mundo no siempre se extiende hacia el mundo del intelecto. Algunos sectores de la vieja izquierda se sienten muy cómodos suscribiendo un conjunto de dogmas y consignas que no consienten en cuestionar o discutir. La acción emancipatoria debería proyectarse también al ámbito del pensamiento y los valores. La convicción de contar con la “teoría correcta” puede acarrear consecuencias nefastas en la práctica[5]. La fe en la lucha de clases como único eje del curso de la vida social puede producir una actitud de aprobación o encubrimiento frente al uso de la violencia como método para el cambio social. La confianza en que la historia universal nos conducirá irremediablemente al desenlace comunista puede llevar a los caudillos revolucionarios a considerar a las víctimas de la violencia como meros “daños colaterales” de una gesta transformadora. La vida del otro puede convertirse en una variable de un cálculo estratégico para llevar a cabo la Revolución. La narrativa salvífica del socialismo puede convertirse en una retórica destructiva.

Es realmente un problema que los suscriptores del pensamiento progresista se esfuercen por convertir este en un conjunto de slogans y recetas, o en un rígido sistema de dogmas y artículos de fe que se profesan sin escrutinio racional. Esa actitud no haría felices a los viejos pensadores de la izquierda. Marx y Mariátegui eran grandes intelectuales abiertos al mundo y al intercambio de ideas; Marx discutía honestamente con la ciencia de su tiempo, lo mismo hizo Mariátegui con la literatura y las artes de su época. Ambos eran creadores y espíritus libres. Habrían visto con desilusión cómo muchos de sus seguidores practicaban la clase de servidumbre intelectual de quien suscribe acríticamente una ideología. Se trata del mismo espíritu de ortodoxia[6], para usar el concepto de Jean Grenier, que se reprocha a los “reaccionarios”. Esa disposición al integrismo no resulta aceptable ni siquiera en el espacio de las religiones.

3.- La democracia liberal, las izquierdas y la deliberación pública.

El giro democrático de las izquierdas no deja las cosas como están: devuelve el pensamiento progresista al ágora y al ejercicio de la política en cuanto tal, al cultivo de la deliberación cívica. El camino de la lucha por la justicia se plantea en los términos del diálogo público y la reforma de las estructuras sociales y las mentalidades, no en los registros de la Revolución y el uso de la violencia. Esta es la senda que han tomado las fuerzas progresistas desde 1989, bajo la convicción de que las democracias sociales europeas han contribuido más con el combate contra las desigualdades y el bienestar de la clase trabajadora que las antiguas repúblicas socialistas. El compromiso con la igualdad y con la justicia social no es incompatible con el cuidado de las libertades individuales. Las izquierdas tuvieron su origen en un pensamiento político antiautoritario; es preciso recuperar ese horizonte ético y cívico.

El compromiso con los derechos humanos constituye el núcleo de la agenda ética y política del pensamiento progresista[7]. La idea básica es que las personas son titulares de derechos universales no negociables, conforme a la libertad y la dignidad que les son consustanciales[8]. Las personas diseñan y pretenden lograr sus proyectos de vida a partir de las creencias y los valores que han elegido a conciencia. Su entorno natural y social requiere de cuidados porque constituyen los escenarios en los que la identidad se forja y se pone en ejercicio. La preocupación por la salud del ecosistema y la pertenencia cultural se comprenden precisamente desde el lenguaje de los derechos. Los suscriptores de los esquemas del antiguo socialismo consideran que, en el mejor de los casos, la lucha por los derechos humanos se identifica con la defensa de “valores post-materiales” que resultarían secundarios de cara a valores de orden material, asociados a la justicia redistributiva. Sostienen que las cuestiones de derechos humanos pueden ser dejadas para después. Me extraña que algunos actores políticos de izquierda consientan en esta tesis insostenible, que es contradictoria con sus trayectorias en la defensa de los derechos humanos. Para una mentalidad democrática, ambas cuestiones –las demandas de la justicia redistributiva y la defensa de los derechos humanos- constituyen dos caras de una misma moneda[9]: solo podemos forjar la democracia practicándola.

La falsa percepción de que nuestras opciones políticas oscilan entre la extrema izquierda y la derecha conservadora resulta sumamente perjudicial para el ejercicio de la ciudadanía y para la supervivencia de las instituciones democráticas; ella crea la ilusión de que no queda más remedio que elegir entre alternativas autoritarias que vulneran la justicia y suprimen las libertades sustanciales. Resulta asombroso constatar cómo las expresiones de la antigua izquierda sobre los derechos de las mujeres y la comunidad LGTBIQ son tan virulentas y retrógradas como los pronunciamientos de la ultraderecha más rancia; lo mismo sucede para el caso del trabajo de la memoria y el derecho a la verdad sobre el conflicto armado interno. Esa polarización destruye asimismo toda posibilidad de desarrollo del pensamiento progresista. La invisibilización del centro político –con sus proyecciones tanto  hacia la derecha como hacia la izquierda- es responsabilidad de los actores políticos y constituye , asimismo, una situación agudizada por el “invierno teórico” que vive nuestra sociedad[10]. La extrema izquierda y la derecha conservadora convergen en el antiliberalismo y en la promoción de un discurso de concentración de poder que socava las bases mismas de la democracia. Solo una izquierda pluralista y democrática podrá hacer frente en la esfera pública a aquel conservadurismo que pretende minar la cultura de derechos y que hoy suspira por asociarse con grupos ultraconservadores como Vox.

El pensamiento progresista recupera el concepto de una ética cívica. Esta perspectiva evoca la disposición del ciudadano a intervenir en la res publica a través de los foros del sistema político y la sociedad civil. El ejercicio de la práxis no deja simplemente en manos de nuestros representantes la tarea de discutir los asuntos de interés común y tomar decisiones que tengan relevancia para conducir la vida colectiva; de ese modo construimos un nosotros que no se reduce a la labor de los ‘políticos de oficio’. La acción política resulta decisiva para reivindicar los derechos de las personas a llevar una vida digna en cuanto al ejercicio de sus capacidades básicas y al logro del bienestar, así como el cuidado de las libertades. Ella pone de manifiesto que la preocupación por hacer accesibles a todos los ciudadanos las condiciones materiales de la justicia social no está reñido con el cultivo riguroso de la libertad individual.

La democracia abre un espacio social y político para el libre desarrollo de nuestras capacidades y el logro de una vida plena. La extrema izquierda y la derecha conservadora han usado las reglas e instituciones democráticas como una vía de acceso al poder y no como un modo de vivir que tenemos razones para apreciar; en múltiples ocasiones han intentado romper con ellas para intentar hacerse del poder o perpetuarse en él. Nunca han ocultado su desinterés por la democracia como héxis. No obstante, no existe mejor forma de vivir juntos. Ya sabemos lo que ocurre cuando degradamos sus prácticas o las negociamos a cambio de seguridad o de un supuesto “orden”: terminamos aderezando un festín autoritario que nos convierte en meros súbditos de un tirano. La libertad constituye un bien precioso que debemos proteger. John Dewey –un filósofo estadounidense que suscribía los principios de una izquierda liberal progresista- decía que el objeto del ejercicio de la ciudadanía era el “crecimiento espiritual” de los agentes y de la propia comunidad política en el terreno de la experiencia. Se trata de una forma de lidiar con el mundo fundada en los recursos sociales de la deliberación y la acción común.

“La democracia es la creencia en la capacidad de la experiencia humana para generar los fines y los métodos por medio de los cuales promover una experiencia que habrá de crecer en busca de su propio enriquecimiento”[11].


Referencias

[1] Véase Walzer, Michael “La izquierda que existe” en: Bossetti, Giancarlo (Comp.)  Izquierda punto cero Barcelona, Paidós 1996 pp. 123-30.

 

[2] Véase Galtung, Johan Paz por medios pacíficos Bilbao, Gernika Gogoratuz 2003 pp.  21 y ss.

 

[3] Hegel, G.W.F Fenomelogía del espíritu México, FCE 1987 pp. 63-70.

 

[4] Marx, Karl “Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel” en:  Estudios de derecho, Vol. 42, Nº 104, 1983, pp. 244-258.

 

[5] Consúltese Bernstein, Richard El abuso del mal. La corrupción de la política y la religión desde el 11 / 9 Buenos Aires. Katz 2006.

 

[6] Cfr. Grenier, J.  Sobre el espíritu de la ortodoxia Caracas, monte Ávila 1969.

 

[7] Gamio, Gonzalo “Ética de la memoria y cultura de los derechos humanos: una aproximación filosófica” en: Phainómenon  Nº 16 Vol. 1, 2017 pp. 39-47.

 

[8] Cfr. Gamio, Gonzalo “La cultura de la deliberación” en: Iguíñiz, Javier y Clausen, Jhonatan (eds.) COVID-19 & crisis de desarrollo humano en América Latina Lima, PUCP 2021 pp. 53-64.

 

[9] Véase Fraser, Nancy Fortunas del feminismo. Del capitalismo gestionado por el Estado a la crisis neoliberal Quito, IAEN-Traficantes de sueños 2015.

 

[10] Cfr. Gamio, Gonzalo El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica Lima, UARM 2021.

 

[11] Dewey, John “Democracia creativa. La tarea que tenemos por delante” en: La democracia como forma de vida Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana 2017 p. 201.