José Abu-Tarbush
Profesor titular de Sociología en la Universidad de La Laguna
Cuando los historiadores en el futuro aborden los procesos de cambio político en el mundo árabe no podrán eludir las revueltas registradas entre finales de 2010 y la primera mitad de 2011. Es muy probable que incluso las consideren como un significativo punto de inflexión en su ulterior evolución. Pese al evidente fracaso de la denominada primavera árabe, de lo que no cabe duda es que ha señalado un antes y un después en la ruptura del orden político postcolonial de la región.
Como todo proceso de cambio, por el que abogaban las sociedades civiles árabes, mediante múltiples e insistentes manifestaciones pacíficas, colisionó con una enorme resistencia. Ante el temor de correr la misma suerte que el depuesto presidente Ben Ali en Túnez, las élites del poder autoritario pasaron rápidamente a la contraofensiva. En esta reacción o, si se quiere, contrarrevolución se combinaron diferentes medidas, dosificadas mediante la represión, la neutralización o bien la instrumentalización. Acallar, apaciguar o desvirtuar las protestas era el objetivo perseguido. Todo menos realizar concesiones o reformas significativas que dieran muestra de debilidad y, en consecuencia, pusieran en riesgo la continuidad en el poder. Una vez más, se ponía de manifiesto una concepción reduccionista del poder político, asentada sólo en la coerción o la fuerza, sin ningún tipo de legitimidad, mucho menos la refrendada en las urnas.
Este itinerario arrojó un saldo desfavorable para la apertura de los sistemas políticos de la región ante el atrincheramiento de sus regímenes autoritarios: en Bahréin las protestas fueron reducidas por la intervención militar de Arabia Saudí y los Emiratos Árabes; y en Egipto se produjo una involución mediante un golpe de Estado, después de experimentar –muy brevemente– cierta apertura. Peor aún fue la deriva hacia situaciones de Estados fallidos en Libia, Yemen y Siria, fruto de la confrontación civil y las intervenciones externas. En suma, toda la región ha experimentado desde entonces una creciente inestabilidad y refuerzo del autoritarismo.
La única excepción a esta dinámica ha sido la experiencia tunecina, donde se iniciaron las revueltas. Pero su transición democrática no está exenta de importantes riesgos económicos, políticos y de seguridad. La crisis económica y el reparto desigual de la riqueza amenazan con frustrar las expectativas depositadas en los cambios políticos. Si la democracia no es identificada con cierta mejora en las condiciones materiales de vida corre el riesgo de terminar desacreditada. Del mismo modo, algunos tics autoritarios del pasado más reciente parecen resurgir, empañando los modestos avances registrados en materia de libertades civiles y derechos humanos. No menos importante es la amenaza del terrorismo yihadista, que ha golpeado en diferentes ocasiones el país, intentando hacer el mayor daño posible, en particular, en el sector turístico, una de las principales actividades económicas y fuentes de ingreso (representa en torno al 7 por ciento del PIB).
Si bien el riesgo de atentados se ha incrementado por la anarquía reinante en la vecina Libia (con la que comparte una porosa frontera de unos 461 kilómetros), conviene recordar que la tunecina es la nacionalidad que, seguida por la saudí, mayor número de foreign fighter aporta al autoproclamado Estado Islámico o Dáesh (por su siglas en árabe), al menos en Siria e Iraq. Sin olvidar que las experiencias democratizadoras suelen ser objeto de recelos y rechazos en entornos dictatoriales como el del mundo árabe, donde su fracaso o involución no sería precisamente lamentado por las élites gobernantes.
La reacción de las principales potencias regionales y mundiales ante las revueltas árabes fue todo menos coherente. Unos mismos actores (Arabia Saudí y otras petromonarquías del Golfo) alentaban los cambios en unos determinados países (Libia y Siria) y en otros (Bahréin y Egipto) respaldaban al poder establecido o miraban para otro lado (Estados Unidos y Unión Europea); o bien, a la inversa, se oponían (Rusia y China) a los cambios de régimen (Libia y Siria), aunque aceptaban los hechos consumados (Túnez) y el refuerzo del autoritarismo (Bahréin y Egipto). Pese a que podían coincidir (Turquía e Irán) en las expectativas de cambio en algunas situaciones (Túnez y Egipto), en otras rivalizaban abiertamente (Siria).
Para comprender semejante cúmulo de contradicciones cabe despejar una sola incógnita: la mayor o menor proximidad al régimen político en cuestión o, mejor dicho, cuestionado. Esto es, si era un aliado o, por el contrario, un adversario o enemigo. Así, los principios alardeados y argumentados para justificar una intervención –directa o indirecta– en unos países eran moldeados y negados con posiciones y acciones opuestas en otros. Conviene no engañarse, en ninguna cancillería regional o mundial importaban mucho las reivindicaciones de la ciudadanía árabe de libertad, justicia social y dignidad. La principal inquietud procedía de si las protestas populares constituían una amenaza o una oportunidad para sus intereses geoestratégicos.
Merece la pena ilustrar dicha impostura con dos ejemplos (uno regional y otro internacional), casi caricaturescos si no fuera por la tragedia que entrañan. En la región, Arabia Saudí se puso al lado de la revuelta en Siria, desvirtuando su carácter pacífico y prodemocrático al apoyar con grandes cantidades de dinero y armamento a los grupos más radicales y violentos (salafistas y yihadistas), al mismo tiempo que contribuía a aplastarla en Bahréin y apoyar entusiastamente el golpe militar en Egipto. A su vez, en el espacio internacional, la Francia de Sarkozy, que entonces ofreció –mediante su ministra de Exteriores– apoyo material y asesoramiento represivo a Ben Ali para acabar con los “disturbios”, una vez caído en desgracia el dictador tunecino, el presidente francés se erigió durante las semanas siguientes en el adalid de las libertades y los derechos humanos en la vecina Libia, a caballo de la intervención de la OTAN.
A semejanza de una enmarañada red, en Oriente Medio y el Norte de África todas las partes están conectadas. Los hechos y acontecimientos que acontecen en una determinada zona no pasan desapercibidos en otras, como mostró la revuelta tunecina. Pese a que Túnez era un país pequeño, de apenas 11 millones de habitantes, sin los recursos energéticos (gas y petróleo) de países vecinos como Argelia y Libia, su rebelión contra la tiranía propició un proceso de “concatenación de levantamientos” como pocas veces sucede en la historia, recorriendo “toda una región del mundo”. En estos términos se expresaba entonces el historiador británico Perry Anderson, que advertía tres precedentes: “las guerras hispanoamericanas de liberación” (1810-1925); “las revoluciones europeas” (1848-1849); y “la caída de los regímenes del bloque soviético” (1989-1991); y recordaba que el segundo caso se saldó con una “derrota total” y los otros dos cosecharon victorias parcialmente amargas y alejadas de las esperanzas iniciales (Anderson, 2011: 5).
El destino de las revueltas árabes no ha sido del todo diferente de esa derrota, con la excepción de una victoria muy puntual y todavía limitada o en ciernes. Pero también, como pronosticaba Anderson, esa “concatenación de levantamientos” adoptó derroteros propios y distintos a los indicados precedentes. Lejos de las expectativas más optimistas o, en su caso, voluntaristas, no se produjo una nueva ola democratizadora. Las movilizaciones cívicas y pacíficas desafiaron al club de los autócratas árabes, pero también constituyeron un desafío para los grupos yihadistas y terroristas como Al Qaeda (Dáesh todavía no había hecho acto de presencia), pues no participaban de sus métodos ni objetivos; además de relegar su protagonismo en la escena política. Sin embargo, la represión de la que fueron objeto los movimientos de protesta llevaron en unos casos a cierto enmudecimiento o desconcierto, y en otros a su radicalización e incluso militarización.
Las revueltas parecieron romper con el hechizo orientalista, de excepcionalidad islámica (o, en este caso, árabe), de una supuesta incompatibilidad con la democracia, de círculo viciado e inamovible, donde el cambio social y político sólo podía venir o ser impuesto desde el exterior e incluso manu militari si era preciso. Similares argumentos había empleado la neoconservadora administración Bush para agredir e invadir Iraq (2003), una vez agotado su repertorio de justificaciones. Ahora, quienes protagonizaban las demandas de cambio democrático eran los hombres y mujeres integrantes de la sociedad civil árabe, con un notable protagonismo de los más jóvenes que reflejaba, a su vez, la cohorte generacional predominante en dichos países y los cambios sociales registrados. A diferencia de la de sus padres, la nueva generación del milenio es más urbana y culta, está interconectada, tiende a ser más laica, posee una cultura política más cosmopolita y las mujeres participan de manera más significativa en la vida pública (Cole, 2015).
Parte de las turbulencias políticas y la conflictividad regional que siguió al fracaso de las revueltas prodemocráticas árabes estaba presente desde antes de su estallido. No obstante, existe una visión neo-orientalista que parece apuntar a que todo intento de cambio político en el mundo árabe está destinado de antemano a oscilar entre lo peor (dictadura salafista-yihadista) y lo menos malo (dictadura militar revestida de civil). Entre ese yunque y martillo se han sacrificado las expectativas de cambio de la ciudadanía árabe. Sin embargo, los cambios sociales que tienen lugar en la región son imparables. No habrá mayor ni mejor legitimidad –y, por extensión, estabilidad– que la emanada de las propias sociedades árabes. Es cuestión de tiempo, y de perspectiva histórica, comprender que dichas revueltas señalaron un punto de inflexión en esa dirección, pese a su inicial fracaso.
Referencias
Anderson, Perry (2011): “Sobre la concatenación en el mundo árabe”, New Left Review, 68, pp. 5-14.
Cole, Juan (2015): Los nuevos árabes. Juventud y activismo político (2010-2014). Barcelona: Bellaterra.