Gianfranco Casuso
Doctor en Filosofía por la Universidad de Frankfurt. Magíster en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Profesor ordinario a tiempo completo e investigador del Departamento Académico de Humanidades de la PUCP.
1. Kant y la tradición del Derecho natural racional
La tradición del derecho natural racional, representada paradigmáticamente por Kant, parte de una noción de derecho cortada a la medida de la libertad individual de los sujetos. Así, el principio jurídico al que Kant se refiere al afirmar que “una acción es conforme a derecho cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir con la libertad de todos según una ley universal”[1] está dirigido a establecer las condiciones formales bajo las cuales todos los miembros de una comunidad podrían gozar de iguales libertades de acción, esto es, perseguir sus propios intereses sin más restricción que los intereses de los demás, límites que son fijados por la ley y sancionados por el poder estatal.[2]
Bajo esta concepción, al igual que para Hobbes, el Estado cumpliría básicamente el rol de regulador de los intereses privados. Estos se basan en una concepción subjetivista de la persona, la cual se erige como el núcleo básico e inalienable de la sociedad. El derecho a iguales libertades de acción se convierte para Kant en una suerte de derecho original pre-político, basado en la idea moral de la autonomía del ser humano. Esta capacidad de autodeterminación individual puede cobrar luego realidad mediante su positivación en un sistema de derechos, a través del cual se manifiesta la autonomía política de los individuos.
No obstante, el problema con esta forma de comprender al derecho descansa en la excesiva importancia concedida a la autonomía de tipo moral-subjetivo en lo que respecta a la justificación de los órdenes sociales. Tal subordinación del derecho bajo la moral se puede entender también como la primacía liberal de los derechos individuales sobre el principio republicano de la soberanía popular.
2. El debate entre Liberalismo y Republicanismo. Kant vs. Rousseau
En el ámbito de la teoría política, el núcleo de la propuesta liberal es la defensa de los derechos subjetivos: expresión de la autodeterminación moral de los individuos. El republicanismo, por su parte, defiende la soberanía popular en tanto manifestación de la autorrealización ética de los ciudadanos.
Desde comienzos de la década del ochenta, ambas posiciones han entrado en competencia, reproduciendo la clásica oposición entre un planteamiento moral-naturalista que defiende los derechos individuales incluso por sobre la voluntad del colectivo, y un planteamiento ético-normativo que no concibe derecho alguno en tanto no sea resultado de la apropiación consciente de las tradiciones en las que los ciudadanos se hallan ya inmersos. Kant (o Hobbes y Locke, por el lado anglosajón) y Rousseau son, respectivamente, los más lejanos precedentes de estas posiciones.
Para Kant, los derechos subjetivos son de carácter universal. Esto significa que son válidos independientemente de las creencias o valores de las comunidades en las que se deben aplicar: ellos se basan en la propia naturaleza humana. Los procesos legislativos solo reproducirían el contenido moral de tales derechos, con lo cual el derecho únicamente vendría a confirmarlos o determinarlos a posteriori. No hay, desde esta perspectiva, proceso político alguno que pueda poner en cuestión tales derechos, ya que su justificación última no compete al terreno empírico de la deliberación, sino a un fundamento metafísico irrefutable. Rousseau siguió el camino inverso. Él hace descansar la validez normativa y la obligatoriedad de los derechos subjetivos en el proceso legislativo mediante el cual las costumbres de un pueblo se tornan conscientes para los propios ciudadanos y adquieren forma legal. Para Rousseau, la autonomía está definida esencialmente en términos ético-políticos, es decir, como la “realización de la forma de vida de un pueblo concreto, conscientemente asumida”[3].
Pero aunque Rousseau afirma una relación estrecha entre las costumbres y las leyes, no llega a explicar satisfactoriamente cómo la voluntad de cada individuo logra de facto ponerse en consonancia con la de todos los demás para así conformar la “voluntad general”. Esta indeterminación conlleva siempre el riesgo de que un Estado totalitario imponga su interpretación oficial del “bien común”, de lo “bueno para todos”, y busque aplicarlo, incluso a costa de los mismos individuos y de sus intereses particulares.
Las teorías deliberativas, desarrolladas desde finales de los años ochenta, quieren encontrar precisamente un nexo entre aquellos dos momentos; entre la autonomía privada, asegurada por los derechos subjetivos, y la autonomía público-política, encarnada en el principio de soberanía popular y las prácticas de autolegislación ciudadana,
3. La democracia deliberativa y la articulación de la autonomía privada y la autonomía público-política
Desde la perspectiva de las teorías deliberativas de la democracia, introducidas, entre otros, por Jürgen Habermas, Jon Elster y Joshua Cohen, la voluntad común o general solo puede fundarse en el espacio abierto por la práctica argumentativa de ciudadanos que están dispuestos a discutir utilizando razones y someterse a un principio general (llamado “Principio D” por Habermas) que regula la discusión y permite que todos sean escuchados y respetados por igual.
El discurso argumentativo tiene el poder de establecer consensos y cumplir la función de congregar a las diversas voluntades para formar convicciones comunes. Los acuerdos así formados son legítimos en la medida en que han sido establecidos sin coacción alguna, únicamente a partir de la cooperación comunicativa de todos los participantes. Este consenso toma la forma de una auténtica voluntad general, en la cual se articulan racionalmente los contenidos materiales de las voluntades individuales agrupadas.
El concepto de autonomía que a Habermas le interesa defender responde a esta formación discursiva de la opinión y la voluntad según la cual puede hacerse valer al mismo tiempo el carácter privado de un sujeto que se representa a sí mismo en los procesos de argumentación y el carácter público, por medio del que el mismo individuo participa en los procesos de producción de las normas de su sociedad.
Esta estructura encarna la figura de la autolegislación (que resume para Habermas la idea básica de la libertad), según la cual los sujetos deben considerarse simultáneamente como destinatarios y autores de las normas y leyes. Y esta estructura comunicativa racional que hace justicia a una noción plena de autonomía es la que debe conformar, además, el núcleo de un sistema jurídico legítimo. La idea es que la autonomía privada y la pública solo pueden hacerse valer simultáneamente en el seno de un sistema de derechos, concebido como un todo y legitimado en términos discursivos. El régimen democrático debe quedar definido de modo tal que posibilite la realización de los derechos subjetivos a la vez que garantice la práctica ciudadana entendida como soberanía popular.
Como se había visto, modelos como el kantiano, según el cual el derecho tendría la función principal de defender iguales libertades subjetivas de acción mediante la formulación de una ley general, prestan escasa atención al proceso mismo de producción del derecho, el cual –en el modelo deliberativo– soporta todo el peso de la legitimación de cualquier norma de acción que pretenda ser considerada como parte del sistema jurídico. Incluso las más básicas libertades subjetivas, que en el modelo kantiano venían aseguradas moralmente –esto es, desde fuera del sistema jurídico–, pueden adquirir existencia legítima solo por la vía del procedimiento democrático que lo mismo instaura que salvaguarda a la comunidad jurídica a través de la legítima producción del derecho.
4. La democracia deliberativa como realización del Estado democrático de derecho
Los derechos subjetivos en que se funda el status de persona jurídica están vinculados a la perspectiva de actores que se guían por sus propios intereses. El cumplimiento de estos derechos garantiza la autonomía privada, pero los destinatarios quedan exonerados de una toma de posición frente a la validez de sus decisiones, puesto que el código jurídico los exime de la responsabilidad de justificarlas públicamente. En otras palabras, la libertad comunicativa queda excluida del punto de vista del beneficiario de los mencionados derechos subjetivos, para quien poco importa si las normas que regulan sus acciones podrían justificarse. Como afirma Habermas, “la autonomía privada llega allí donde el sujeto jurídico tiene que empezar a dar cuenta y razón, hasta allí donde tiene que dar razones públicamente aceptables de sus planes de acción”[4].
No obstante, por definición, el principio jurídico exige no solo el cumplimiento de libertades subjetivas, sino de iguales libertades conforme a una ley general; y es precisamente aquí donde entra el elemento de legitimidad que el derecho requiere. Para Kant, la exigencia de legitimación se encuentra en el ingrediente universal que representa la ley general. Pero en su caso dicha legitimación última se funda en la moral, por lo que al legislador político solo le compete la tarea de positivar derechos cuyo contenido queda establecido “desde fuera” del sistema jurídico.
Si se quiere hacer valer la idea de la autolegislación de modo pleno, debe poder integrarse –en el medio jurídico mismo– la noción de destinatario del derecho, la cual permite la protección de libertades subjetivas y el ejercicio privado de la autonomía, con la idea de creador del derecho, la cual garantiza el cumplimiento de la soberanía popular. Así pues, se requiere que sean los ciudadanos mismos los que legitimen las normas mediante el ejercicio de sus facultades comunicativas. Esta tarea deben realizarla como sujetos jurídicos (no como personas naturales o “legisladores morales” desencarnados en el sentido kantiano), es decir, como miembros de una sociedad entendida como comunidad jurídica en la que fluya la libertad comunicativa (y no desde los límites de esta).
Según la posición de defendida por Habermas, el primer paso para fundar aquel sistema de derechos al interior del cual se garanticen ambos momentos consiste en reconocer la neutralidad del Principio D frente a la moral y al derecho. Es neutral porque se basa únicamente en las condiciones pragmático-formales de la argumentación racional que es de por sí independiente de las esferas jurídica y moral.
Este principio D, que contiene las condiciones que tendría que satisfacer una norma de acción en general para ser válida, debe ser jurídicamente institucionalizado, tomando con ello la forma de un principio democrático que a, su vez, sirve para garantizar la legitimidad de la producción del derecho. Tal institucionalización jurídica de D es lo que de hecho habría ocurrido en la historia del derecho occidental y es a lo que Habermas llama la génesis lógica del derecho.
5. El Estado democrático y social de derecho como un “sistema” articulado de derechos
Tal génesis explicaría cómo las distintas categorías de derechos desarrolladas históricamente se hallan internamente relacionadas, lo cual hace imposible que se realicen independientemente unas de otras. Que tales derechos solo puedan ser garantizados como un sistema implica, por lo demás, que la autonomía privada y la autonomía política se complementan a través de la articulación de las siguientes categorías básicas.
- Derechos a iguales libertades subjetivas de acción.
- Derechos de pertenencia a una comunidad jurídica.
- Derechos relativos a la defensa de las dos primeras categorías.
Estas tres categorías, en principio abstractas, cumplen la función de establecer el código jurídico y dan lugar, con ello, a la creación del status de persona jurídica. No obstante, estas garantizan únicamente la autonomía privada de las personas, es decir, apuntan al reconocimiento del rol de beneficiarios del derecho que poseen los individuos en la comunidad jurídica.[5] Para hacer valer también el papel de co-autores –esto es, para garantizar la autonomía política– se requiere introducir:
- Derechos políticos relativos al cumplimiento de las condiciones necesarias para establecer derecho legítimo mediante la formación de la voluntad y la opinión común en base al reconocimiento de pretensiones de validez normativas.
- Derechos que garanticen las condiciones sociales de vida que hagan posible un disfrute igualitario de todos los derechos anteriormente contemplados.
Esta génesis no pretende veracidad histórica, sino solo necesidad lógica. Dicho de otra forma, cada categoría de derechos funciona como condición de posibilidad de la anterior, estableciéndose entre ellas un indesligable vínculo interno. En ese sentido, tal conjunto de derechos no puede cobrar existencia si no es como un sistema. Según esto, los derechos políticos aseguran que todos los ciudadanos participen en igualdad de condiciones en procesos de formación de la voluntad y la opinión, es decir, hacen posible el uso público de la libertad comunicativa de cada persona. Pero ya que estos ciudadanos se encuentran ya dentro de una comunidad jurídica específica, su autonomía debe ser ejercida con los medios que proporciona el derecho. Esto último no es sino la intuición básica detrás del concepto de Estado democrático de derecho. Por su parte, los derechos sociales garantizan las condiciones materiales para la participación significativa en tales procesos público-políticos y, en general, para el ejercicio real, y no solo la garantía formal, de todas las otras categorías de derechos.[6]
Por estas razones, defender los derechos subjetivos en detrimento de los derechos sociales o los políticos de participación –como si realmente pudieran separarse–, implica no reconocer la necesidad lógica que los vincula internamente como un sistema. Dicho de otro modo, tomar al Liberalismo por sí solo, sin una cuota de democracia deliberativa y Estado social, significa obstruir las condiciones de posibilidad de aquellos derechos individuales que constituyen su propio núcleo normativo, considerándolos solo en su aspecto formal y condenándolos, con ello, a su no realización. Ello constituye claramente una contradicción inmanente, aquella que consiste en afirmar algo (el valor de los derechos individuales) y negar simultáneamente aquello que lo haría posible (la participación público-política y su garantía material mediante derechos sociales).