Claudia Almeida Goshi
Magíster en Lingüística por la Pontificia Universidad Católica del Perú
Licenciada en Lingüística por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos
“El Estado nunca más dejará a sus hijos solos”.
Inscripción que se encuentra en el ingreso al cementerio de Putis,
en una placa que lleva la firma del expresidente del Perú, Ollanta Humala
(citado en Romo 2013)
En 1984, un grupo de militares asesinó en Putis (Ayacucho) a alrededor de 123 personas, quienes procedían de esa localidad, así como de las comunidades vecinas de Cayramayo, Vizcatampata y Rodeo (CVR 2003). Este mes, precisamente, se cumplen 33 años del crimen, uno de los menos conocidos y difundidos entre los perpetrados durante el conflicto armado interno (1980-2000). Sin embargo, gracias a la investigación periodística emprendida por Edmundo Cruz (2001) y a la labor de la CVR (2003), la secuencia de la masacre ha podido ser reconstruida. Oficiales de la base militar acantonada en Putis concentraron en la escuela a más de un centenar de civiles (entre ellos, menores de edad) y les garantizaron que no les iba a pasar nada. Sin embargo, por la noche, violaron a las mujeres y, al amanecer, obligaron a los varones a cavar un hoyo bajo la promesa de que iba a ser utilizado para construir una piscigranja. Luego los fusilaron, los enterraron en el mismo agujero que aquellos cavaron y comercializaron los bienes que usurparon.
A la fecha, los nombres de los autores materiales continúan siendo un misterio. Ni las FFAA ni el Ministerio de Defensa han revelado las identidades de los oficiales “Cuervo” y “Lalo”, del teniente “Bareta” y del comandante “Oscar”. El Poder Judicial, por su parte, ha dispuesto un proceso contra cuatro jefes militares por razones de función, pero la causa se ha venido dilatando con el transcurso de los años (Cruz 2015). Como vemos, la matanza de Putis no cuenta con responsables definidos, aunque sí con víctimas que permanecen en un olvido que sostiene una impunidad extrema y, quizás, inquebrantable. ¿Por qué? ¿Qué hace de Putis un crimen tan inadvertido por el Estado y por la sociedad a pesar del espanto cometido en él? Considero que el siniestro —a diferencia de otras masacres como Uchuraccay (1983), Lucanamarca (1983) y Accomarca (1985)— está atravesado por ausencias de carácter discursivo y, a su vez, legal. A continuación, las desarrollaré de manera sucinta, no sin antes adelantar que las dos tienen como fin “borrar” el delito: desaparecerlo hasta que no quede ningún rastro de él.
Para comenzar, la tragedia de Putis no ocurrió de manera pública ni oficial durante el conflicto. Ningún medio de comunicación cubrió ni investigó a fondo la masacre. Ninguna autoridad civil ni militar brindó o solicitó información. Por otro lado, los pocos que lograron sobrevivir, así como los familiares de las víctimas, tuvieron que huir para subsistir. Putis se convirtió en un pueblo fantasma. Solo los cuerpos de los acribillados permanecieron en la localidad: bajo tierra. Así, el crimen perpetrado por militares sin rostro quedó sin que nadie pueda denunciarlo y que cuente, a su vez, con el capital simbólico para poder hacerlo.
¿De qué manera podrían haber sido difundidos los testimonios de los sobrevivientes, testigos y familiares durante el periodo más convulsionado del conflicto? Recordemos que Putis se produce un año después de la tragedia de Uchuraccay, cuando el acceso a la información y a las zonas de emergencia se encontraba ya restringido por las FFAA. La producción y circulación de discursos (mediáticos) fue, entonces, nula. Por tales motivos, el crimen de Putis es un siniestro signado por la ausencia de discursos con los cuales puede ser presentado, difundido, denunciado, afirmado o negado en la esfera pública. Esta falta de prácticas discursivas duró 17 años y, como consecuencia, el siniestro no es reconocido por la mayoría de la población. La tragedia de Putis fue “borrada” a través del silencio. Aconteció; pero no mediáticamente, de ahí que para muchos, simplemente, no haya pasado nada.
La ausencia de discursos terminó en 2001 con el “descubrimiento” del crimen por parte de Edmundo Cruz. Es así como en La República se propagaron por primera vez los testimonios de testigos y familiares, así como imágenes de la fosa encontrada. La producción y circulación de noticias sobre un crimen perpetrado por militares durante el conflicto es inédita y capital, pero no llega a restaurar la ausencia previa. El silencio, en este caso, es casi irreparable, sobre todo cuando se encuentra engarzado a otro tipo de falta: la legal. La suspensión de la ley —lo que Agamben denomina como estado de excepción (2010)— fue la regla, sobre todo durante la militarización del conflicto. Con la falta de un orden jurídico que resguarde la existencia de las personas, la experiencia extrema se vuelve invisible (Denegri y Hibbett 2016: 46). Los crímenes no son cuestionables ni punibles: ni siquiera suceden como tales. De esta manera, lo sucedido en Putis “desaparece” en un estado de excepción, puesto que la vida puede ser libremente acabada, incluso por quienes dicen protegerla, sin que ello sea considerado un delito o una pérdida que merezca ser llorada y resarcida.
El crimen de Putis fue “borrado” de manera efectiva, pues no ocurrió y si es que sucedió, no es condenable. En la actualidad, aunque las denuncias hayan sido recogidas y publicadas en ya más de un medio (entre ellos Buenaluque 2008, Romo 2013 y Cruz 2015), resulta necesario que estas prácticas discursivas se encuentren acompañadas de otras. Me refiero, en particular, a políticas de Estado reales y consistentes que se encuentren dirigidas a hacer lo que no se hace hasta ahora: aplicar la ley y reconocer a las personas afectadas como sujetos de derecho. Para terminar, me alineo a lo propuesto por Portugal (2016). Urge evitar caer en lo que Ubilluz (2009) identifica como el fantasma de la nación cercada: presentar al ciudadano andino solo como el otro, siempre víctima, siempre pobre, sin conocimientos socialmente valorados, resignado y atrapado en el atraso (Portugal 2016: 266). Si no cercamos Putis, podremos discernir y tratar de responder más porqués. Podremos, tal vez, intentar comprender lo ocurrido sin la mirada compasiva que reconforta y que también marca límites. Quizás, logremos, así, mirarnos a nosotros mismos, y hacer y decir lo que no realizamos antes.