Yvana Novoa Curich
Abogada por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Segunda Especialidad en Derecho Público y Buen Gobierno. Ha sido investigadora del 2011 al 2016 en el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP. Actualmente es Abogada Especialista en Liber: Centro de Libertades Informativas.
El 25 de noviembre ha sido elegido por la Asamblea General de las Naciones Unidas como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. Lógicamente, podemos deducir que no se habría elegido una fecha para tal motivo si es que no existiera, como pan de cada día, violencia en contra de las mujeres alrededor del mundo. Por lo tanto y mientras siga siendo un problema al punto tal que las mujeres seamos consideradas un grupo vulnerable en la protección de nuestros derechos -¡aun en el siglo XXI!-, ésta y muchas opiniones más deberán ser manifestadas.
En Perú, así como a nivel internacional, existen normas que contemplan y buscan proteger los derechos de las mujeres. Por ejemplo, en el Código Penal peruano se sanciona en el artículo 108-B el feminicidio, es decir, “al que mata a una mujer por su condición de tal (…)”. Sin embargo, como se puede comprender, esta norma se activa solo cuando el nivel de violencia ha sido tal que la mujer ya ha perdido la vida.
Por otro lado, a nivel internacional contamos con tratados en materia de derechos de la mujer como la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer “Convención Belem do Pará”, así como la Convención de Naciones Unidas sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer. Ambos tratados tienen la finalidad de dar obligaciones a los Estados para proteger -mientras están vivas- a las mujeres y procurarles una vida digna y libre, en igualdad de condiciones y derechos que cualquier otro ser humano. Ambas convenciones fundamentan esta protección en la dignidad inherente a las mujeres como personas.[1] Esto quiere decir, para quien(es) aún no lo comprende(n), que somos seres humanos, personas que nacen, crecen, pueden reproducirse y mueren, y que además, pensamos, razonamos, sentimos, sonreímos y también podemos sufrir.
Pues bien, ¿qué es violencia contra la mujer? La Convención Belem do Pará brinda una definición bastante acertada, en su Artículo 1: “debe entenderse por violencia contra la mujer cualquier acción o conducta, basada en su género, que cause muerte, daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico[2] a la mujer, tanto en el ámbito público como en el privado”.
En esta oportunidad me enfocaré en la parte de “sufrimiento psicológico”. Y es que sí, se suele pensar de modo generalizado que la violencia de género implica solo insultos, golpes o la muerte. Pero no. Existen diversas manifestaciones de violencia que no suelen ser visibilizadas y por las que nos suelen llamar “exageradas” y hasta “feminazis” cuando comenzamos a sensibilizarnos, detectar y quejarnos de comportamientos comunes, del diario vivir, que constituyen formas violentas y humillantes de tratarnos. Formas que nos lastiman mucho -no porque las mujeres seamos más sensibles y lloremos por todo- sino porque somos, nuevamente, seres humanos.
En específico, me centraré en las valoraciones que se hacen de las mujeres que optan por vivir ejerciendo su derecho a la libertad sexual, seguramente luego de un proceso de ruptura interna de prejuicios –ruptura que implica un desgarramiento interno profundo pues se opta por romper con la educación basada en culpas a las que nos han acostumbrado-. Por ejemplo, en la actualidad, la tecnología ha traído consigo formas de comunicación de alcance global e impensadas en otras épocas. Las aplicaciones tecnológicas para nuestras computadoras o nuestros celulares son infinitas y brindan beneficios a los diversos ámbitos de la vida de la gente. Hoy en día por ejemplo existen, como es de conocimiento público, aplicaciones como Tinder, Happn y otras, que permiten conectarnos y conocer a personas que probablemente jamás habríamos conocido, ampliar el círculo social, entablar conversaciones, tal vez amistad o algo más. El prejuicio en torno a estas aplicaciones es enorme y de diversa índole pero con seguridad, quienes soportan gran peso del prejuicio son las mujeres. Mujeres que, como los hombres que usan dichas aplicaciones, lo hacen porque son libres. No desesperadas, tampoco fáciles ni autoexpuestas “en un escaparate”. Simplemente son mujeres libres como los hombres que también usan la aplicación como una forma más, entre todas las que existen, de conocer gente y entablar vínculos (amicales, sexuales o, a veces, amorosos). Vínculos que, de la naturaleza que sean, no conciernen a las demás personas y no deberían ser motivo de juzgamiento alguno -como, de facto, lo son-.
Fuera del ámbito informático, las mujeres soportan muchas veces el juzgamiento por lo que hacen o han hecho con su vida sexual (¡íntima y privada!), independientemente de si se emplean las mencionadas aplicaciones o no. Sin exagerar, son innumerables las veces que he escuchado historias de mujeres (y me incluyo) a las que sus parejas -o potenciales parejas- les han preguntado (como si se tratara de un requisito que nuestro CV personal debe cumplir) “¿con cuántos hombres has estado antes de mi?”, o “¿has tenido muchas parejas previas?”. Peor aún, la cantidad de casos en las que sus parejas las han calificado de “libertinas” o de “mujeres con una vida vacía” (por decir lo menos) por haber tenido una vida sexual activa previa a la pareja actual, es enorme. No podemos olvidar tampoco el famoso comentario que se hace ante una mujer que logra un puesto laboral alto o consigue un logro académico: “¿qué habrá tenido que hacer para llegar ahí?”, “¿con quién se habrá tenido que acostar?”. De todos estos lamentables prejuicios y frases, podemos concluir que, al parecer, el valor de la mujer radica en lo que hace con su vida sexual y no en su preparación profesional, no en sus virtudes como ser humano, en si actúa tratando de procurar el bien a los demás, en si se esfuerza día a día al trabajar, en si es una persona honesta, etc. Cualquier virtud que tengamos, parece opacarse frente a la importancia que resulta tener la cantidad de experiencia sexual que hemos tenido. Eso también es violencia y, como tal, tiene un efecto psicológico negativo en quienes la sufren.
Ante esta injusta realidad, es necesario recordar que las mujeres tenemos derecho a una vida libre de violencia. Y ¿qué implica el derecho a una vida libre de violencia?, pues la Convención Belem Do Para nos da la respuesta en su Artículo 7: “a) el derecho de toda mujer a ser libre de toda forma de discriminación, y b) el derecho de la mujer a ser valorada y educada libre de patrones estereotipados de comportamiento y prácticas sociales y culturales basadas en conceptos de inferioridad y subordinación”. En palabras más simples: cuando se mide el valor de la mujer (desvalorándola) por el ejercicio que haga de su libertad sexual, se le está juzgando como inferior respecto de todas las demás personas que sí tienen derecho a desarrollar su vida sin que se les pregunte ni juzgue por con quién, cómo, cuándo y dónde ejercen su libertad sexual y que esto no constituya un obstáculo para ese desarrollo.
Incluso, en nuestro ordenamiento jurídico penal se sancionan las conductas que atentan o lesionan la libertad sexual de una persona.[3] El que se sancione con pena severa de cárcel a quien transgrede el consentimiento de un ser humano agrediéndolo sexualmente implica que existe un derecho previo (trasladado a bien jurídico penalmente protegido) a decidir libremente con quién y bajo qué circunstancias y condiciones ejercemos nuestro derecho a la libertad sexual. Si esto es así, y así es, entonces ¿por qué se cuestiona el valor de una mujer como ser humano según las decisiones que ella tome respecto de su vida sexual, perteneciente a su fuero personalísimo?
Más aún, nos han criado en una sociedad en la que se valora a la pareja que se desvive en detalles (materiales, en muchos casos) para con nosotras. Si el novio trae flores, chocolates, viajes, etc., resulta siendo “el mejor novio del mundo”. Y apreciar y agradecer esos gestos está bien. Pero, en la humilde opinión de quien escribe, valorar solo eso en un hombre es alimentar y reproducir los conceptos machistas que -hay que decirlo- las mujeres también tenemos instalados en nuestra mente. Una pareja es mucho más que los regalos que brinda. No se trata de desmerecer el esfuerzo que implica elegir un regalo y comprarlo. De lo que se trata es de que mujeres y hombres entendamos que el valor de una mujer (el valor de quien sea, en realidad) no está en cómo y cuánto ejerce su libertad sexual; y que el valor de un hombre tampoco está en si tiene suficiente dinero para llenarnos de flores. El valor de ambos está en que son seres humanos que, por serlo, merecen igual respeto mutuo. Las flores no sirven de nada si luego o antes de ellas existe una falta de respeto, una actitud posesiva, un gesto de subestimación al otro, etc., que, aunque no venga disfrazado de insulto o golpe, hiere tanto como aquel y también deja marcas profundas.
La fecha que se conmemora el 25 de noviembre busca recordarnos que se debe erradicar la violencia contra la mujer, violencia que no solo viene en forma de golpe, insulto grosero o muerte.
Con esta pequeña nota de opinión se trata de develar formas menos visibles pero igual de cotidianas que las que ocupan algunas portadas de periódico y los titulares televisivos. El machismo y la violencia de género no son ejercidos solo por los hombres; son ejercidos y reproducidos, en mayor o menor medida, por todas las personas que hemos crecido en una sociedad con esos cimientos. Empezar la lucha contra la violencia de género no pasa solo por encarcelar a feminicidas. Pasa también y, por encima de todo, por reestructurar nuestra mente, nuestras concepciones de qué es valioso realmente en un ser humano y qué trato merecemos en la interacción cotidiana con quienes nos rodean (vínculos amicales, de pareja, paternales y maternales, etc.). El Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer no es un día en el que se celebre algo. Es un día para sensibilizarnos, de modo más intenso que los demás días del año, acerca de un problema estructural gravísimo y muy vigente que, cuando no mata, destruye muchas cosas: familias, relaciones, proyectos de vida, libertad y la felicidad.
Es tiempo de exigir respeto y no flores.