Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es autor de los libros La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), La construcción de la ciudadanía. Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.
“Todo lo que el Padre me ha dado vendrá a mí”.
(Juan 6, 37)
Despedirse de un buen amigo siempre es muy difícil. Andrés Gallego, sacerdote católico, profesor de teología, autoridad universitaria y pastor cercano al predicamento de los más vulnerables entre los vulnerables, falleció el pasado 27 de octubre en nuestra ciudad. Su personalidad y su magisterio han sido, y siguen siendo, una fuente de inspiración para sus estudiantes, vecinos, feligreses, colegas y amigos. Su inteligencia y su buen humor, su disposición al diálogo y su enorme coraje para enfrentar situaciones adversas en lo personal, en la vida parroquial, al interior de la Iglesia y en medio de la sociedad constituyeron un ejemplo para las generaciones de jóvenes que formó en las aulas, en la UNEC, en la MPC, en el IBC y en todas las organizaciones en las que participó. Vamos a echarlo mucho de menos.
Andrés Gallego García nació en Murcia, España, en 1945. Hizo la Licenciatura en Teología en mi universidad española, la Universidad Pontificia de Comillas, y cursó el pregrado en periodismo en la Universidad Complutense. Posteriormente estudió la maestría en la Facultad de Teología del Centro de Estudios Superiores de la Compañía de Jesús en Belo Horizonte. Fue ordenado sacerdote en 1974. Su vocación misionera lo llevó al Perú, a través del Instituto Español de Misiones Extranjeras. Trabajó en el sur andino durante dos décadas, donde fue párroco y dirigió el Seminario Nuestra Señora de Guadalupe. Luego llegó a la capital. Su enorme interés en la teología de la liberación lo llevó a integrar el Centro de Estudios y Publicaciones, así como el Instituto Bartolomé de las Casas.
Se une al equipo de profesores del Departamento de Teología de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) en 1996, dando clases en distintas facultades. Asumió la jefatura de aquel Departamento en circunstancias en las que el entonces arzobispo de Lima, el Cardenal Cipriani, había denegado el permiso para impartir las asignaturas teológicas en la Universidad, en el marco del litigio que mantenía con nuestra casa de estudios. Fue Andrés quien, en coordinación con las autoridades universitarias, propuso crear cursos de “ciencias de la religión”—asignaturas dedicadas al estudio del fenómeno religioso desde el prisma de las humanidades y de las ciencias sociales—, de tal manera que la comunidad de la PUCP pudiera preservar para sí un diálogo profundo y riguroso con la teología católica y con la experiencia espiritual, más allá de la medida ejercida por el arzobispo, así como asegurar la marcha adecuada del plan de estudios establecido por las facultades. Yo mismo tuve el privilegio de dictar uno de aquellos cursos en el contexto de aquellos años difíciles. Una vez superado este lamentable conflicto en favor de la autonomía de la PUCP —gracias a la decisión del Papa Francisco—, Andrés defendió la tesis de conservar estos cursos más allá de aquella compleja coyuntura, animado por la convicción del espíritu ineludiblemente interdisciplinario de la teología del siglo XXI y de los estudios sobre la religión. Tenía en cuenta que la comunicación de esa diversidad de saberes y expresiones de sentido constituye, inequívocamente, una de las columnas básicas de la identidad de la propia PUCP como institución académica.
Andrés era un pastor y un pensador muy especial. Su mente abierta y lúcida le permitía dialogar honesta y rigurosamente sobre el proceso de modernidad y secularización de la cultura política, así como discutir sobre el principio de laicidad del Estado como un rasgo distintivo de las políticas democráticas. Su pensamiento y su corazón estaban siempre dispuestos al cuidado de la justicia y la libertad de las personas más vulnerables: los pobres, los excluidos de la esfera económica y política, las víctimas de la violencia y de la estigmatización. Tenía muy claro que la causa del ágape y la justicia constituye el núcleo del anuncio del Reino de Dios; el centro de gravedad del Evangelio reside en la práxis y no en las consideraciones formales sobre la pureza ritual. Desde los tiempos de los apóstoles, los fariseos han sido los funcionarios del culto, obsesionados por las formas. Sabía que el Dios bíblico quiere misericordia antes que sacrificios. Su vocación pastoral estaba plenamente orientada al servicio del prójimo.
Preocupaba a Andrés la creciente deshumanización de nuestras sociedades. Estaba convencido de que solo podría revertirse este funesto proceso actuando tanto desde la Iglesia como desde la esfera pública. Por ello era un lector no solo de textos teológicos, sino también de libros de ciencias humanas y sociales, además de literatura. Se informaba con esmero acerca de la coyuntura política, sobre la que discutía con sus amigos y colegas, con un café en la universidad. Le preocupaba la tendencia —tan presente en nuestra actual “clase política”— a recortar peligrosamente libertades y derechos individuales. Sin duda, le hubiese inquietado saber que, hace solamente una semana, una institución estatal ha multado a un colegio exclusivo de Lima por tener libros “cuestionables” en su biblioteca, o que una abogada haya sido despedida de su puesto en un ministerio por usar el concepto de “conflicto armado interno” en una investigación jurídica. Desmantelar esta forma de cerrazón moral y espiritual concierne por igual a creyentes y a ciudadanos.
Esta es una tarea que exige de nosotros fe, esperanza y amor por el prójimo; asimismo, requiere del ejercicio estricto de la valentía y de un elevado sentido de justicia. Las tres virtudes teologales tienen aquí un papel esencial, tanto en su faceta espiritual (formulada en 1 Corintios 13) como en una faceta humana (confianza en nuestros hermanos, aspiración a la transformación del futuro, compromiso con el mundo social). Resulta claro que esta segunda faceta está conectada esencialmente con la primera. Todas estas virtudes estaban presentes en el carácter del Padre Andrés. Ellas se ponían de manifiesto en sus clases, sus homilías y en los acontecimientos de su propia vida. Pidamos al Señor que su compromiso ético y su magisterio sigan irradiando luz en nosotros.
