Mg. Julio Alonso Lozano Hernández
Abogado por la Universidad de Lima. Magíster en Gestión Pública por la Universidad de San Martín de Porres (USMP) y Master en Gerencia Pública por la European Centre of Innovation and Management (EUCIM Business School – España). Egresado del Doctorado en Derecho y Doctorando en Derecho por la Universidad de San Martín de Porres (USMP). Docente Contratado en la Facultad de Derecho de la Universidad de San Martín de Porres (USMP).
No son pocas las ocasiones en las que los consumidores somos testigos de diversos tipos de abusos por parte de distintos proveedores, cualquiera sea su rubro, especialmente los proveedores más grandes y/o reconocidos en el mercado, o cuando menos aquellos que, a lo largo de los años, han logrado cierto impacto en los consumidores que les ha permitido ostentar una influencia determinada en el mercado; sin embargo, ¿qué es lo que sucede cuando este tipo de situaciones se dan de manera invertida? Vale decir, ¿es objetivamente posible que los consumidores abusen de los proveedores? Y, si ello es así, ¿cuál es el tratamiento y/o garantías que nuestra legislación en materia de protección al consumidor otorga ante este tipo de situaciones?
En efecto, el sentido del presente artículo es el de dilucidar de manera diáfana este tipo de situaciones, las mismas que ciertamente, a la luz de lo dispuesto en el Código de Protección y Defensa del Consumidor, Ley N.º 29571, no quedan del todo claras, toda vez que, si bien existe la figura de la proscripción de la denominada denuncia temeraria o también llamada denuncia maliciosa, lo cierto es que, cuando menos en la práctica, resulta excesivamente inaccesible para los proveedores el hecho de reunir los requisitos necesarios a fin de que se sancione como corresponde este tipo de malas prácticas, las mismas que a la larga no representan otra situación que un evidente abuso del derecho procesal por parte de algunos consumidores que, cuando menos aparentemente, la legislación en materia de protección al consumidor no tutela de manera adecuada. Precisamente, entendemos que esta legislación es creada para tutelar los derechos de los consumidores, mas no de los proveedores. Por el contrario, imaginemos a la Ley de Contrataciones del Estado, Ley N.º 30225, incorporando figuras procesales por las cuales sea posible sancionar al Estado. Esto es ciertamente poco probable, toda vez que dicha legislación nace justamente a fin de tutelar los intereses del Estado en el entendido de que el mismo representa el bienestar común de la sociedad.
Pues bien, lo mismo ocurre con la legislación en materia de protección al consumidor; quizá por eso el poco interés en dar un tratamiento objetivo y, sobre todo, justo, determinado y, desde luego, accesible a este tipo de situaciones —seguro que excepcionales, pero que se presentan— de abuso por parte de los consumidores.
Sobre el particular, hoy en día, corresponde tener en consideración que el artículo 7.º del Decreto Legislativo N.º 807 determina que quien, a sabiendas de la falsedad de la imputación o de la ausencia de motivo razonable, denuncie a alguna persona natural o jurídica, atribuyéndole una infracción sancionable por cualquier órgano funcional del Indecopi, será sancionado con una multa de hasta 50 UIT mediante resolución debidamente motivada. Sin embargo, honestamente, quienes nos dedicamos a esta importante materia podemos afirmar que las posibilidades de acreditar ello son, por decir lo menos, muy reducidas.
Por supuesto, si bien es cierto que la sanción por denuncia maliciosa tiene la finalidad de desincentivar la interposición de las denominadas “denuncias temerarias” —que son aquellas carentes de todo sustento de hecho y de derecho, que, por la ostensible falta de rigor en su fundamentación, evidencian la intención del denunciante de perjudicar a la denunciada—, a efectos de evaluar un supuesto de denuncia maliciosa será necesario que se acredite la mala fe del denunciante. Siendo un ejemplo de esta el hecho de que sustente su denuncia en medios probatorios falsos u omita información que acredite la inexistencia de la infracción imputada. Por tanto, resulta necesario que existan elementos fehacientes que evidencien que dicho administrado ha atribuido a algún agente económico la comisión de una infracción a las normas de protección al consumidor a sabiendas de su falsedad o de la ausencia de motivo razonable (Considerandos 61 a 63 de la Resolución Final N° 0330-2025/CC2 de fecha 14 de febrero de 2025 expedida por parte de la Comisión de Protección al Consumidor Nº 2 del INDECOPI).
En tal contexto, podemos colegir que el problema entonces radica en un aspecto netamente regulatorio. Ello, toda vez que la norma no es clara en absoluto al dejar varios vacíos en este tipo de menesteres. Primero, ¿qué se puede entender como “motivo razonable” a efectos de determinar si efectivamente nos encontramos ante un supuesto susceptible de ser denunciado? Por otro lado, ¿cuáles son o pueden ser estos elementos fehacientes que evidencien que el administrado ha denunciado de manera innecesaria?
Hace poco recuerdo que en el ejercicio de la profesión se dio un caso interesante en el cual “A” era una casa de estudios con notorio prestigio a nivel nacional y “B” era un exalumno egresado de uno de los programas de posgrado de la referida casa de estudios. En dicho escenario, ocurre que “B” desarrolló cierta animadversión por presuntos defectos en el servicio que consideró denunciar en su momento, siendo que, ante tales denuncias incoadas por “B”, la autoridad a cargo del INDECOPI las consideró improcedentes y/o infundadas. No obstante, este tipo de escenarios se fue presentando entre las mismas partes en reiteradas ocasiones, en las que “B” continuaba denunciando las presuntas infracciones de “A”, llegando así a la cantidad de cuarenta y ocho (48) reclamos ingresados y cinco (5) denuncias en trámite contra la misma casa de estudios superior por parte del mismo denunciante.
Es así que si nos ponemos por breves segundos en el lugar de esta casa de estudios, podríamos advertir que nos encontramos ante un estado de evidente y absoluta indefensión, toda vez que el referido denunciante de mala fe me obliga a seguir incurriendo en gastos de patrocinio legal y demás, teniendo la necesidad de seguir sendos procedimientos administrativos según su libre albedrío. Por supuesto, ello no debiera ser amparable bajo ningún punto de vista, así como tampoco por la propia legislación en materia de protección al consumidor, que debe tutelar las afectaciones que pudieran sufrir estos en el mercado, pero no permitir tan evidente abuso de procesos legales, que es una práctica proscrita por la legislación de represión de conductas anticompetitivas.
A mayor abundamiento, si bien se plantea la posibilidad de probar la concurrencia de la denominada “mala fe”, lo cierto es que dicha figura jurídica es, objetivamente, de las más complicadas de demostrar en la realidad concreta, ello toda vez que la mala fe corresponde a una dimensión interna del ser humano, siendo por demás complejo probar las intenciones y/o pensamientos de terceros. Por el contrario, aunque el principio de buena fe goza del atributo de unidad, la doctrina ha establecido una diferenciación sutil entre buena fe objetiva y buena fe subjetiva. Esta clasificación responde, en buena cuenta, a las dos formas en que se manifiesta el derecho: como normativa o como facultad (De los Mozos, 1965, p. 39). Así, la buena fe objetiva se vincula con el cumplimiento de las reglas de conducta establecidas normativamente, mientras que la buena fe subjetiva está asociada con la intencionalidad del agente, en la creencia o ignorancia en la que este pueda actuar para no dañar un interés ajeno tutelado por el derecho.
Se admite, asimismo, que el legislador pueda establecer un marco de tratamiento del principio de la buena fe en sentido negativo, estableciendo conductas típicas que no son aceptadas en el tráfico mercantil, porque se considera que atentan contra su funcionamiento y el desenvolvimiento de la competencia en el mercado. La primacía del orden público sobre el principio de la buena fe subjetiva se encuentra reflejada en las normas legales sobre la materia. Esta disposición ha excluido expresamente de su ámbito la aplicación del artículo 2014.º del Código Civil: “El tercero que de buena fe adquiere a título oneroso algún derecho de persona que en el registro aparece con facultades para otorgarlo, mantiene su adquisición una vez inscrito su derecho, aunque después se anule, rescinda o resuelva el del otorgante por virtud de causas que no consten en los registros públicos”.
A pesar de ello, la proscripción de la denominada “mala fe” es en la realidad objetiva —insisto— casi una utopía, siendo que en este tipo de casos los consumidores podrían resultar prácticamente impunes ante dichas pretensiones, tomando en consideración el elevado y/o casi imposible estándar probatorio. Por lo que ciertamente urge aterrizar en esa línea una legislación más concreta y, sobre todo, que ofrezca la posibilidad objetiva de someter a un procedimiento administrativo sancionador este tipo de casos y, de este modo, disuadir conductas de abuso por parte de los consumidores en contra de los proveedores.
Por ejemplo, en el caso anterior, la casa de estudios superior obtuvo un pronunciamiento negativo por parte del INDECOPI respecto a que se inicie siquiera el respectivo procedimiento administrativo sancionador por la concurrencia de los precitados excesos por parte del denunciado; siendo ello así, es de advertir el perjuicio enorme que tuvo que afrontar dicho proveedor, al haberse quedado en un estado de evidente indefensión ante supuestos futuros actos que el consumidor en mención quisiera seguir atribuyéndole de manera injustificada y abusiva.
En consecuencia, es de advertir que a la fecha necesitamos modificar con carácter de suma urgencia la legislación en materia de protección al consumidor. Ello a fin de que abarque también una tutela objetiva y, sobre todo, eficiente ante este tipo de abusos que, desde la perspectiva legal, son excepcionales pero que se presentan objetivamente, afectando no solo a los proveedores infundadamente denunciados, sino al mismo sistema de protección al consumidor que, de por sí, se encuentra ya sobrecargado como para atender denuncias sin fundamento alguno, de manera reiterada y malintencionada, que no hacen más que aprovechar un presunto vacío que se advierte en la norma en tal sentido. Lo que, a su vez, faculta a los consumidores a valerse del mismo a fin de perjudicar de manera injusta a una empresa que, en realidad, no ha afectado de manera alguna sus derechos. Lo que constituye un evidente abuso que el derecho no puede permitir ni amparar de modo alguno.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
De los Mozos, J. (1965). El Principio de la buena fe. Editorial Bosch.