Mirtha Vásquez
Abogada por la Universidad Nacional de Cajamarca. Magíster en Gerencia Social por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ex presidenta del Congreso y ex presidenta del Consejo de Ministros.
«El conflicto es el tábano del pensamiento, estimula nuestra percepción y nuestra memoria. Fomenta la investigación. Sacude nuestra pasividad de ovejas, incitándonos a observar y a crear […]. El conflicto es el sine qua non de la reflexión y la inventiva.» John Dewey
Los últimos meses en el Perú han sido de mucha convulsión social. Los conflictos se han ido extendiendo en todo el país, habiéndose trasladado una de las principales manifestaciones a la propia capital, en donde el 5 de abril tuvo una expresión crítica con conatos importantes de violencia.
El contexto que vivimos, marcado por la pandemia del covid-19, que impactó sobre todo en lo económico y social que hoy se agrava con los efectos del conflicto bélico internacional, hacía preveer que las presiones ciudadanas se intensificarían. Sin embargo, el factor político, marcado no solo por intentos constantes de desestabilización, sino por claros cuestionamientos legítimos a la gestión del gobierno, han determinado un escenario en el Perú altamente complejo y favorables a la agudización del conflicto. Todo ello, en medio de coyuntura de recurrente conflictividad relacionados con actividades económicas como las extractivas y las agrarias.
Las protestas sociales de marzo en diversas provincias, con un resultado de cinco personas fallecidas en el contexto de las mismas[1], y la última respuesta del gobierno a estos conflictos, no solo dictando el decreto de inamovilidad del 5 de abril sino, la declaratoria de emergencia de red vial nacional[2], nos hace volver a replantear el problema de la gestión de la conflictividad en el país.
EL CONFLICTO COMO FENÓMENO INEVITABLE
A estas alturas, todos debieramos reconocer que los conflictos son fenómenos cuya existencia en la sociedad es inevitable y entonces aprender a enfrentarlos. La sociedad moderna incluye un sin numero de estructuras intermedias, en cuyo seno siempre van a generarse conflictos; por ello resulta indispensable respuestas trabajadas y planificadas, en el reto de trasformar estos procesos en oportunidades[3].
Las situaciones de violencia, que son expresiones de crisis agudas de estos fenómenos, nos llevan a escenarios de presión y alteración. Se vuelve particularmente dificil en dichos contextos identificar oportunidades, no obstante, dependerá del manejo y gestión de la crisis, la posibilidad de que las mismas puedan transformarse. Los conflictos no deben equipararse a la violencia.
Por ello, la gestión resultan ahora mas que nunca un imperativo y una necesidad, la misma que no puede subestimarse librándola al manejo intuitivo o reactivo. Implica un sistema basado en una planificación, desarrollo de institucionalidad, metodología, técnicas e instrumentos, de ello depende su transformación y el aseguramiento de una sociedad en condiciones de convivencia.
LA SITUACIÓN DE LOS CONFLICTOS EN EL PERÚ, EL TRATAMIENTO TRADICIONAL
Según el último reporte de la Defensoría del pueblo[4] de marzo del presente año, son 208 conflictos sociales los que afrontamos de los cuales 160 están activos y 48 latentes. El reporte da cuenta del incremento de 6 nuevos conflictos, uno de ellos de escala nacional que justamente tiene que ver con los temas económicos y de gobernabilidad.
Los conflictos no son fenómenos recientes en el país, sin embargo en las últimas dos décadas se han incrementado no solo en cantidad, sino que han surgido nuevas formas de expresión de los mismos. Hasta los ‘90, la conflictividad estaba relacionada principalmente a reivindicaciones sindicales y laborales, sin embargo en los años siguientes, la promoción de la inversión privada, sobre todo en extractivas, como política prioritaria de Estado, determinó que los conflictos sociales se extendieran en varios territorios del país.
Para entonces, no se tenía pensado un sistema de atención y gestión de los conflictos, en general, estos asuntos tenían poco desarrollo aún a nivel internacional. Todavía primaban los enfoques tradicionales que lo evaluaban como un proceso disfuncional y las teorías conductistas reducían sus causas básicamente a la mala comunicación o percepción, en el mejor de los casos, y en el extremo atribuían esto a conspiraciones o a la acción de gente con vocación violentista[5].
Ello explica la forma como se ha enfrentado los conflictos en los primeros años de su crecimiento en el Perú, priorizando el uso de la fuerza, utilizando mecanismos de orden legalista con intervención policial o militar, reprimiendo o usando incluso mecanismos limitativos de derechos como los estados de excepción. La criminalización de la protesta se volvió una constante y por ende la percusión y estigmatización de los partícipes también.
Las políticas de atención del conflicto recién comenzaron a ser institucionalizadas tímidamente a partir del año 2004 aproximadamente, durante el gobierno del ex Presidente Toledo, en el que se empieza creando un Comité de Crisis para atender los conflictos; el enfoque era puramente reactivo. Posteriormente, durante el segundo gobierno de Alan García se creo la Oficina de Análisis y Resolución de Conflictos, que funcionó hasta parte del gobierno de Ollanta Humala, la misma no desarrolló mayores metodologías o protocolos de atención a los mismos; igual que en el caso anterior, su intervención estaba reservada a momentos críticos donde había una escalada de los conflictos.
Es en el 2012 que se crea por primera vez, la Oficina Nacional de Diálogo y Sostenibilidad (ONDS), adscrita a la Presidencia del Consejo de Ministros para la prevención y gestión de los conflictos sociales en el Perú. Aunque su aproximación aún es genérica, avanza en el entendimiento de los conflictos de manera más sistemática. Posteriormente en el 2017 y con la creación del Vice Ministerio de Gobernanza, la ONDS se convirtió en la Secretaría de Gestión Social y Diálogo (SGSD), instancia que ha intentado en los últimos años, aunque con avances y retrocesos, abordar la prevención, el tratamiento y la gestión de los conflictos sociales con miradas más integrales, incorporando nuevas visiones del mismo.
No desarrollar una política y por ende, un sistema sostenido de abordaje de los conflictos y seguir cayendo en la tentación del uso de viejos enfoques y estrategias autoritarias, ha sido y sigue siendo sumamente pernicioso para el país. La Coordinadora Nacional de Derechos Humanos ha reportado 166 fallecidos y 2.609 heridos en protestas sociales en los últimos 20 años, a ello se suma los cinco fallecidos en los últimos conflictos; cientos de criminalizados; poblaciones que en diferentes ocasiones, han sido sancionadas a vivir en estados de excepción[6]; pese a ello la conflictividad no cesa sino que continúa en ascenso y se exacerva cada vez más.
CAMBIAR LOS ENFOQUES Y TRABAJAR EN EL FORTALECIMIENTO DE UN NUEVO PARADIGMA PARA LA GESTIÓN DEL CONFLICTO
Gestionar los conflictos sociales en el país, debe asumirse como una prioridad del Estado no solo porque condiciona la gobernabilidad, sino porque determina el funcionamiento del Estado y de convivencia ciudadana; la vigencia de la democracia y los derechos fundamentales. El conflicto es un hecho natural en la convivencia humana, el problema no es su existencia, sino no contar con los instrumentos necesarios para comprenderlos, prevenir su derivación en violencia y transformarlos .
Debe ser una política de Estado, la cual es necesario consensuar a niveles intersectoriales como a nivel sub nacional. Hasta hoy, esta mirada está ausente y los gobiernos ignoran su fin estratégico. La implementación de una mirada no centralista del manejo de los conflictos que incorpore en el sistema la intervención activa de los gobiernos regionales y locales, es una prioridad[7]. Nadie mejor que estas instancias para entender las dinamicas de los conflictos, sus actores e intereses. Hoy están al margen. Imprescindible que existan políticas armonizadas y jerarquizadas a estos diversos niveles, que garanticen no solo la intervención adecuada e integral en estos escenarios, sino que las acciones comprometidas sean cumplidas.
La intervención en los conflictos deben tener estrategias diversas. Si bien una gran herramienta es el diálogo, no se agotan en el mismo, menos sino superamos los problemas que se han ido generando en torno al mismo: su utilitario uso post estallido en crisis del conflicto, lo cual le resta legitimidad y, su rol varias veces limitado solo a “desconflictualizar” temporalmente, sin provocar la atención medular del problema (ello se expresa en los recurrentes acuerdos no cumplidos)[8]. No sin razón, las comunidades últimamente se niegan a entrar en este proceso y lo perciben inútil o peor aún, como un engaño.
Identificación temprana de las problemáticas; adopción de medidas eficientes para responder a las preocupaciones o carencias; diálogo ex ante de las crisis; intercambios en el marco de lo democrático durante las expresiones más agudas de los mismos; metodologías para aislar la violencia sin deslegitimar las demadas sustanciales, son parte de las estrategias de una política de gestión y atención de los conflictos sociales. Una institucionalidad organizada es indispensable para ello.
En el medio de un momento aciago para el país justamente por un contexto conflictuado en terminos sociales, ambientales, políticos y gubernamentales, no podemos ignorar esta exigencia y menos aún caer en la tentación de repetir las prácticas que han provocado altos e irreversibles costos sociales, profundizando aun más las problemáticas. Es cuestión de responsabilidad con un país en el cual el caos no se puede instalar como la nueva normalidad.
Referencias:
[1] Datos recabados de la Defensoría del Pueblo, Ministerio Público y MINCETUR
[2] Decreto Supremo N° 035-2022-PCM.
[3] Entelman, Remo (2002). Teoría de los conflictos. Un nuevo paradigma. pp.33
[4] Reporte No. 217. Defensoría del Pueblo. Marzo del 2022.
[5] Los conflictos han tenido una evolución importante en su concepción. Empezaron a ser analizados bajo las teorías instintivas de la agresión (Ardrey, 1966; Larenz 1969), pasando por teorías del conflicto como proceso disfuncional (Parsons, 1951); teorías conductistas que se centran en la mala percepción o comunicación como origen del conflicto (North, 1963, Halberstam, 1972), hasta llegar a las teorías que admiten al conflicto como un fenómeno normal de todas las relaciones sociales, que debe desarrollar mecanismos destinados a controlar su expresiones agudas.
[6] Durante el 2017 en el corredor minero (provincias de Apurímac y Cusco) se dictaron dos declaratorias de Estado de emergencia por 30 días cada una. En el 2018 seis declaratorias similares se dictaron para los mismos lugares.
[7] Esto debería aplicarse incluso por el principio de “subsidiariedad” de la descentralización, por la que la asignación de competencias y funciones en determinadas materias, corresponde al nivel de gobierno más cercano a la población pues es el más idóneo a partir del conocimiento de las problemáticas.
[8] En mi experiencia como Presidenta del Consejo de Ministros, en todos los conflictos sociales que me tocó atender en temas de extractivas, Apurímac y Cusco, Las Bambas (Cotabambas, Challhuahuacho, Chumbivilcas, Livitaca), Aquia en Ancash, Coata en Puno, Bamamarca en Cajamarca, Ayacucho, entre otros, la población denunció en todos los casos, incumplimiento de acuerdos, en algunos casos por parte del Estado, en otros por parte de las empresas. Ello volvía activar la conflictividad.