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Violencia Vicaria y Menores: Una responsabilidad de Estado

por PÓLEMOS
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Juana María Gil Ruiz

Catedrática de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada (España) y Presidenta de la Sociedad Española de Filosofía
Jurídica y Política. jgil@ugr.es


Hay veces que los números son algo más que matemáticas. España ya ha superado las mil mujeres asesinadas (que no muertas) por violencia de género de mano de sus parejas y/o exparejas en 2019, desde que comenzaran a contabilizarse desde 2003. No obstante, estas cifras no incluyen las mujeres asesinadas por hombres con quienes no mantenían o habían mantenido una relación sentimental.

Los registros de asesinatos (y sigo negándome a aceptar que son meras muertes) tampoco han sumado aquellos propinados a menores, con la clara intención de dañar (de matar el alma) de sus madres por parte de sus progenitores, España sólo registra los asesinatos de niños y niñas como víctimas de violencia de género desde 2013.

En lo que llevamos de año, -con datos actualizados de 24 de octubre de 2019 por el Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad-, ya han sido masacrados 34 menores, pequeños inocentes que mueren, no por letales enfermedades naturales, sino porque sencillamente alguien –erigiéndose sobre su poder en tanto que pater familias– propina violencia desmedida sobre ellos, ejerciendo, por ende, la mayor violencia sobre sus madres.

Pero como los números son algo más que matemáticas, hemos de seguir sumando. El año más cruento de mujeres asesinadas por sus parejas o exparejas en España fue 2008 con 76 víctimas mortales, sin perder de referencia en el ranking el año 2010 con 73, 2003 con 71, 2004 con 72 y 2007 con 71. En 2005, y siguiendo con los datos del Ministerio de la Presidencia, actualizados a 4 de diciembre de 2019, los agresores mataron en España a 57 mujeres, a 69 en 2006, a 57 en 2009, a 62 en 2011, a 51 en 2012, a 54 en 2013, a 55 en 2014, a 60 en 2015, a 49 en 2016, a 50 en 2017, a 51 en 2018 y a 56 en lo que llevamos de 2019.

Junto a los números, hay causalidades (que no casualidades) que nos deberían hacer reflexionar. La víctima número 1000 en España, Ana Lucía Silva, de 49 años, fue asesinada por su pareja quien, curiosamente se encontraba en libertad condicional por el asesinato de su anterior compañera sentimental, y quien tras cometer el crimen optó por incendiar la vivienda y suicidarse, con lo que tantos esfuerzos legislativos centrados en el ámbito penal –y que tienen que ver con incrementos de penas privativas de libertad- servirán de poco. A nadie se le escapa que de poco servirá meter a “un muerto” en la cárcel.

Pero en tanto que estamos inmersos en la dinámica de sumar, sin duda hay que computar también un total de 276 menores que han quedado huérfanos desde 2013. Hablamos de 42 ese año, 43 en 2014, 51 en 2015, 29 en 2016, 26 en 2017, 39 en 2018 y 46, en principio, en lo que va de 2019 (con datos actualizados de 24 de octubre de 2019, según ficha estadística de menores víctimas de violencia de género del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad).

A veces, no sólo interesan las cantidades sino las calidades; no sólo interesan los números sino las historias. Y si antes hablábamos de Ana Lucía Silva, de su historia, y de su número, la 1000; ahora toca hablar de Itziar Prats, la madre de dos menores –o mejor dicho, de dos números- del año 2018; esto es, hablamos de la historia de Nerea y Martina, dos niñas de apenas dos y seis años cuyo padre –pater familias– asesinó el 25 de septiembre de 2018. Después de matarlas, al igual que hiciera el asesino de Ana Lucía Silva, éste optó por suicidarse, tirándose por la ventana.

Quiero reparar en esta historia porque visibiliza claramente la invisibilidad que aún hoy –pese a los recientes avances legislativos- sigue teniendo la violencia de género y sus víctimas. La insistencia de algunas voces en seguir diluyendo la violencia de género en violencia doméstica o intrafamiliar; la persistencia en idolatrar la figura del pater familias versus los derechos de las mujeres y de los menores a la vida, a su integridad, a la seguridad, a la igualdad; la bipolaridad entre los valores del Derecho (apenas acuñados con leyes referenciales como la L.O.1/2004, de 28 de diciembre de 2004; o la L.O.8/2015 que realiza una definición del concepto de interés del menor), y los valores de los operadores jurídicos centrados en estereotipos patriarcales propios de una sociedad adultocentrista, enferma y patriarcal. En definitiva, esta historia de vida repasa los fracasos de un sistema que junto a la violencia desmedida propinada por el agresor a Itziar y a sus hijas, Nerea y Martina, remata con un conjunto disjunto de irracionalidades y absurdos, en derredor al régimen de visitas, a la no valoración del riesgo de los menores, y a la consideración de incongruente –luego poco verosímil- petición de la agredida de protección frente al agresor. Como dice el refrán y nunca mejor que ahora: Entre todos la mataron y ella solo se murió. Lástima que en este caso haya que poner este dicho en plural. Hablamos de dos niñas asesinadas y de una adulta muerta en vida.

Y es que Itziar –ejemplo cualitativo de tantos testimonios que obligan a tener que responder desde el conocimiento y el compromiso con los derechos humanos[1]– se topó con un sistema que desoyó sus alertas y con la incapacidad de unas instituciones que, descoordinadas e incrédulas, resolvieron el asunto como un mero trámite sin mayor trascendencia. “No había riesgo grave como para poner una medida”.

Sabemos de la importancia del testimonio de la víctima, pero también sabemos lo importante que es reforzar la denuncia con todo tipo de testimonio periférico que la corrobore. Qué significativo podía haber sido el testimonio del dueño de la cafetería, quien vivió de manera presencial aquel episodio violento. Qué relevante hubieran sido también las palabras de la vecina, espectadora de multitud de sucesos agresivos hacia ella. Qué revelador hubiera sido haber escuchado al médico que había alertado al Juzgado de Violencia de la Mujer de un posible caso de maltrato, incluso antes de que Itziar se decidiera a denunciarlo. Y qué alarmante que hasta el 13 de marzo de 2019 no se incluyera en el sistema de Viogen, la valoración policial que se realiza a las mujeres víctimas de violencia de género para evaluar el riesgo que corren, la especial vulnerabilidad de los menores a su cargo. Según el informe SOMBRA enviado al GREVIO del Consejo de Europa en 2019, quien deberá evaluar e informar en 2020 el grado de cumplimiento de España del Convenio de Estambul, “el 90% de los casos estima que no hay riesgo o que éste es bajo y no incluye a las niñas y niños. (…) Se difunde el número oficial de mujeres, niñas y niños asesinados, pero no se explica qué ha fallado en el sistema de protección judicial y social y qué se va a hacer para mejorarlo. Tampoco hay casi datos sobre prevención y los más recientes son de 2015 y 2016”[2].

Y el caso de Itziar, es tan sólo uno de los ejemplos de esa desprotección. En esta línea, se pronuncia el Informe presentado por el CGPJ en marzo de 2016 sobre Estudio sobre la aplicación de la Ley Integral contra la Violencia de Género por las Audiencias Provinciales, realizado por el Grupo de Expertos y Expertas en Violencia doméstica y de Género y que constata el amplio grupo de sentencias (73) en las que se absuelve al acusado total o parcialmente, por considerar que la declaración de la víctima –cuando la hay, y no se ha acogido al art. 416 de la LECrim, ni renunciado al proceso- no resulta hábil para desvirtuar la presunción de inocencia del mismo, por carecer de corroboraciones periféricas o por no venir corroborada por otros medios de prueba hábiles. Entre los casos examinados podemos señalar los siguientes: “valoración de un informe psicológico basado únicamente en las referencias de la víctima; la ausencia de una prueba objetiva que acredite la existencia de penetración en un delito de agresión sexual; la falta de testigos directos de los hechos, siendo meramente la referencia cuando la credibilidad subjetiva de la víctima se ve mermada por el contexto de conflicto entre todos los miembros de la familia en un delito de maltrato habitual; (…) la falta de prueba de que los mensajes telefónicos recibidos por la mujer fueran remitidos por un teléfono cuya titularidad o uso perteneciera al acusado; (…) la existencia de informes periciales que explican que los sentimientos de terror o de cierta conminación que las víctimas (madre e hija) presentan pueden venir movidos, no tanto porque se hayan cometido conductas delictivas frente a ellas, sino porque se encontraban ante una persona con formas y modos generales no cuidados, ni guiados por la sensatez ni la mesura que no suponen los ilícitos objeto de la acusación; (…) o la existencia de un informe pericial emitido por la psicóloga forense indicando que la víctima no reunía las características psicológicas utilizadas clínicamente para describir a la mujer maltratada (…)”[3].

El problema se plantea pues, cuando las mujeres –en un contexto normalizado de violencia- son especialmente visibilizadas (han de parecer “maltratadas”, una suerte de víctima destrozada), tienen que probar y comprobar su testimonio y se ven obligadas a impulsar el proceso a partir de evidencias (en tanto que no disponen de otros testimonios que lo corroboren) promoviendo actuaciones, a fin de que las investigaciones avancen y los procedimientos no sean sobreseídos por falta de pruebas. Si a ello le sumamos[4] la falta de diligencia en la investigación de oficio, la insuficiente y, en ocasiones, ineficaz labor de la Fiscalía y el rechazo de los jueces de los asuntos por insuficiencia probatoria, el resultado no puede ser menos halagüeño para las mujeres que al final se animan a denunciar. El Informe de Amnistía Internacional de noviembre de 2012 apunta además a la predisposición de los operadores jurídicos en general, cargados de prejuicios sexistas, a las sospechas infundadas relacionadas con la falsedad de la denuncia e incluso, en los casos de mujeres extranjeras en situación irregular, la tendencia a valorar como más que posible la instrumentalización de la denuncia para obtener autorización de residencia y otros beneficios económicos y sociales. De hecho, en el Estudio del CGPJ de 2016[5] arriba señalado, 14 sentencias fundan la absolución del acusado en la existencia de móviles espurios, como los señalados, de las cuales, 9 valoran este elemento junto con la ausencia de corroboraciones periféricas o tangenciales de la declaración de la víctima.

Estoy convencida[6] de que este es el caldo de cultivo de tantas mujeres que por miedo a que maten a sus hijas e hijos, les retiren la custodia, o las sancionen con la pérdida de la patria potestad, prefieren seguir viviendo con violencia y con miedo –aunque con sus hijas e hijos- que vivir “muertas”, solas, apenas acompañadas de los recuerdos de sus pequeñas en su corazón y de las mariposas[7] que tejen, en espera de que ninguna vida inocente vuelva a ser truncada ante la mirada pasiva de un Estado abúlico e hipócrita.

Pero romper con los prejuicios sexistas incorporados a nuestro quehacer jurídico, político e incluso profesional[8] –en apelación directa a quienes están implicados de un modo u otro en el proceso de detección y erradicación de la violencia de género- requiere de una formación en género contrastada (más allá de la adquisición de ciertos conocimientos básicos y superficiales) e incorporarla de manera principal y de modo activo (gender mainstreaming) a cada una de las actuaciones que se realicen.

Claramente la formación en género no va vinculada a la intuición y/o a la sensibilidad –aunque sin duda, pueda ser un primer paso-, sino que requiere, como insisto en repetir una y otra vez, aprenderla y aprehenderla[9], esto es, pasarla por el estómago, y redefinir un nuevo marco jurídico emancipatorio y no vulnerador de los derechos humanos. En este inexorable e inaplazable contexto de necesaria formación en género de profesionales del Derecho y de la Justicia[10] es desde donde podremos garantizar la protección efectiva de menores y mujeres, víctimas de violencia de género.


Referencias Bibliográficas

[1] Uno de estas aportaciones epistemológicas ineludibles, en mi opinión, es el recogido en REYES CANO, P. El olvido de los derechos de la infancia en la violencia de género, Editorial Reus, Madrid, 2019, donde incorporo un estudio introductorio reflexivo.

[2] Informe SOMBRA al GREVIO-Convenio de Estambul enviado el 10 de junio de 2019 al Comité CEDAW, firmado por más de 200 ONGs. Puede consultarse en https://cedawsombraesp.wordpress.com/2019/05/15/informe-sombra-sobre-la-aplicacion-en-espana-2015-2018-de-la-cedaw/

[3] Estudio sobre la aplicación de la Ley Integral contra la Violencia de Género por las Audiencias Provinciales, realizado por el Grupo de Expertos y Expertas en Violencia doméstica y de Género del CGPJ, marzo de 2016, pp. 45-46.

[4] Ver Informe de Amnistía Internacional de noviembre de 2012.

[5] Estudio sobre la aplicación de la Ley Integral contra la Violencia de Género por las Audiencias Provinciales, realizado por el Grupo de Expertos y Expertas en Violencia doméstica y de Género del CGPJ, marzo de 2016, p. 48.

[6] Para más información, remito al estudio preliminar de mi autoría, GIL RUIZ, J.M., “La (des)protección de menores y de derechos en procesos de violencia de género”, en REYES CANO, P., El olvido de los derechos de la infancia en la violencia de género, Editorial Reus, Madrid, 2019.

[7] Esta metáfora hace referencia a las mariposas que Itziar Prats y su madre tejen en recuerdo de las víctimas de violencia machista, tras el asesinato de las pequeñas Nerea y Martina.

[8] En este sentido, el Informe de Amnistía Internacional de noviembre de 2012 solicitó al Parlamento español una mejora en la regulación del deber de formación de los órganos jurisdiccionales (no sólo de los Juzgados de Violencia sobre la Mujer, sino también de instancias superiores) en materia de género e insistió en la efectividad de que esa formación se lleve a cabo lo más urgentemente posible. Asimismo, solicitó al Ministerio de Justicia y a las comunidades autónomas con competencias en justicia, la interposición de medidas en aras a garantizar la disponibilidad, accesibilidad y calidad de la asistencia letrada a las víctimas de violencia de género; formación del personal que interviene en los juzgados, incluyendo sobre todo la Fiscalía. Con respecto a la Fiscalía General del Estado y a la Fiscal de Sala de Violencia sobre la Mujer, se les insta a la mejora de la formación, trato y protección hacia las víctimas de violencia de género e idéntica recomendación se dirige a los Colegios de la abogacía y a las asociaciones de jueces y fiscales.

[9] Mi posición clara al respecto, puede consultarse en Gil Ruiz, J.M., Los diferentes rostros de la violencia de género, Dykinson, Madrid, 2007; “La mujer del discurso jurídico: una aportación desde la Teoría Crítica del Derecho”, Quaestio Iuris, Vol. 8, 3, 1441-1480; o más recientemente en el libro El Convenio de Estambul como marco de Derecho antisubordiscriminatorio, Dykinson, Madrid, 2018, entre otros.

[10] Recientemente, se ha modificado la LOPJ por L.O. 5/2018, de 28 de diciembre, sobre medidas urgentes en aplicación del Pacto de Estado en materia de violencia de género y obliga a los jueces a acreditar su formación en perspectiva de género para obtener cualquier especialización. Esta formación obligatoria también será exigida al cuerpo de fiscales que quieran ingresar en la carrera judicial por la vía de especialización.

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