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La regulación legal del derecho a la libertad de expresión contrapuesto al mecanismo de la censura

por PÓLEMOS
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José Antonio Santos Arnaiz

Profesor Titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Rey Juan Carlos


Desde la incursión de las redes sociales en la vida cotidiana, la libertad de expresión como derecho fundamental ha pasado a estar en tela de juicio. Esta situación ha generado cierto grado de inseguridad y dificultad de comprensión, por parte de la ciudadanía, acerca de qué se puede y qué no hacer en Internet en base al ejercicio del derecho a la libertad de expresión. No han ayudado mucho la multitud de desmanes producidos en las redes sociales al socaire del anonimato o del respaldo de un número más o menos amplio de seguidores. Seguramente, varias de estas acciones poco prudentes, de mal gusto o con un malentendido espíritu crítico no suponen, necesariamente, ni un atentado contra derechos de terceros recogidos en textos constitucionales ni tampoco la comisión de hechos delictivos tipificados en códigos penales.

En el ámbito internacional, la libertad de expresión tiene su reconocimiento en el art. 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (DUDH), en conexión con el 29.2 al recoger que las limitaciones establecidas por ley tendrán como finalidad “asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática”. En cambio, el art. 19.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos señala que “toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”. Su limitación debe ser fijada por ley y ser necesaria para “asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás” y para la “protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas”. En ambos textos impera, como regla general, el libre ejercicio de la libertad de expresión al ser este derecho fundamental uno de los pilares básicos sobre el que se asientan las democracias contemporáneas reales.

En España, la libertad de expresión aparece recogida en el art. 20.1.a) de su Constitución (CE), en el que se reconocen y protegen los derechos “a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”. Este reconocimiento viene acompañado, en su apartado 2º, de la prohibición de censura previa en el ejercicio de tales derechos. O con similar redacción en el art. 2.4 de la Constitución peruana: “A las libertades de información, opinión, expresión y difusión del pensamiento mediante la palabra oral o escrita o la imagen, por cualquier medio de comunicación social, sin previa autorización ni censura ni impedimento algunos, bajo las responsabilidades de ley”. Más allá de la relevancia de los textos legales, resulta preciso conocer el ámbito práctico en el que se aplican las normas. Por ello, el papel del juez, como intérprete del derecho que es, no sólo consiste en aplicar el derecho en base al texto, sino sobre todo en hacer justicia teniendo en cuenta el contexto en el que se producen los hechos.

Ahora bien, es conveniente dejar sentadas tres premisas en relación a la libertad de expresión. 1) Ningún derecho fundamental tiene carácter absoluto y, por tanto, su ejercicio no es ilimitado. Tal y como se desprende de una interpretación literal del apartado 4º del artículo 20 de la CE, la libertad de expresión tiene sus limitaciones en el respeto a los derechos reconocidos en su Título I (arts. 10 a 55), en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, sobre todo, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia. No obstante, para conocer el derecho, no sólo hay que conocer la teoría, sino también –y quizá más- a la práctica. En este sentido, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español (TC) deja sentado el carácter no absoluto de la libertad de expresión (STC 177/2015), a la par que “no reconoce un pretendido derecho al insulto” (SSTC 29/2009, 77/2009 y 50/2010). Por ejemplo, la crítica personal reiterada que conlleve injurias, calumnias o, incluso, amenazas de muerte no estaría amparada por el derecho a la libertad de expresión.

2) Para el establecimiento de los límites debe acudirse a la casuística con la finalidad de determinar cuándo en un caso concreto se ha vulnerado o no el derecho a la libertad de expresión. Esta tarea exige un ejercicio de interpretación y aplicación del derecho por parte de los jueces, en especial de los constitucionales. Los límites al ejercicio de la libertad de expresión vienen a poner a prueba las debilidades de nuestras democracias contemporáneas, en las cuales muchas veces se piensa, erróneamente, que la libertad de expresión debe prevalecer siempre. A pesar de que impere como regla general, en los países democráticos, el libre ejercicio de la libertad de expresión, no quita para que su alcance concreto pueda –y deba- ser determinado en base a un juicio de ponderación por parte de los jueces.

3) El Gobierno de turno no es el legitimado para ejercer la censura hacia los particulares o hacia los medios de comunicación en general. Situaciones de crisis como la actual, a veces, sirven de excusa a los gobiernos para poner en marcha medidas de control de contenidos, que hacen tambalear la famosa prohibición de censura proveniente del constitucionalismo liberal, arquetípicamente utilizada en muchas constituciones democráticas contemporáneas. Este escenario no deja de causar perplejidad por cuanto el espíritu de los textos constitucionales –el español, entre otros- aboga por una suerte de comunicación libre. Por tanto, al estar derechos fundamentales en juego, el control de los contenidos debe hacerse por medio de resolución judicial. Es decir, resulta competencia de los juzgados y tribunales el establecimiento de restricciones al ejercicio de la libertad de expresión.

En España son ya famosos los casos de Valtonyc y Strabwerry, dos raperos acusados de delitos relacionados con la libertad de expresión. El primero, condenado por el Tribunal Supremo (TS) por delitos de enaltecimiento del terrorismo, humillación a las víctimas, calumnias e injurias graves a la Corona y amenazas no condicionales, en base a la pluralidad de mensajes contenidos en determinadas canciones publicadas en YouTube y con acceso abierto. El alto tribunal confirmó, en su sentencia 79/2018, la (seguramente excesiva) pena de tres años y medio de cárcel impuesta, anteriormente, por la Audiencia Nacional. La valoración de los hechos por parte del TS deja claro, en su Fundamento Jurídico (FJ) 2º, que no están amparadas por el derecho a la libertad de expresión “las expresiones indudablemente injuriosas o sin relación con las ideas u opiniones que se expongan y que resulten innecesarias para la exposición de las mismas”. Es decir, aquellas que “en las concretas circunstancias del caso sean ofensivas u oprobiosas”. Botón de muestra, algunas frases de las canciones del artista en las que se decía: “Quiero transmitir a los españoles un mensaje, ETA es una gran nación”, “un pistoletazo en la frente de tu jefe está justificado o siempre queda esperar a que le secuestre algún Grupo”, entre otras muchas de las vertidas. En ese mismo FJ 2º se ofrece una vertiente del denominado discurso del odio, que a veces pasa desapercibida, como es “la que persigue fomentar el rechazo y la exclusión de la vida política, y aun la eliminación física, de quienes no compartan el ideario de los intolerantes”. Esta vertiente justifica, a juicio del TS en ese FJ 2º, el uso de la sanción penal de las conductas de enaltecimiento del terrorismo, lo que “supone una legítima injerencia en el ámbito de la libertad de expresión de sus autores en la medida en que puedan ser consideradas como una manifestación del discurso del odio por propiciar o alentar, aunque sea de manera indirecta, una situación de riesgo para las personas o derechos de terceros o para el propio sistema de libertades”. Una forma de ver que la valoración de los hechos fue correcta es que tanto el TC como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) inadmitieron los sendos recursos presentados por el artista. Valtonyc, en la actualidad, se encuentra huido de la justicia española en Bélgica, estando pendiente su extradición.

El caso Strawberry, en cambio, versa sobre el enjuiciamiento de otro rapero acusado del delito de enaltecimiento del terrorismo por siete tuits publicados en la red social Twitter. Si bien es cierto, existe una tendencia de la opinión pública a mezclar ambos casos cuando en esencia son diferentes, a pesar de que traten una misma problemática de fondo de los países realmente democráticos: por un lado, la de los límites al libre ejercicio de la libertad de expresión en las redes sociales y, por otro, el uso del derecho penal como mecanismo para reprimir determinadas conductas realizadas al amparo de aquel derecho. Ahora bien, el carácter institucional de la libertad de expresión no es óbice para que se pueda establecer una limitación penal en atención al principio de proporcionalidad. El derecho penal no siempre es la mejor vía para reprimir acciones de este tipo, pero cumple –con mayor o menor fortuna- una función represiva y disuasoria para que se repitan menos hechos de este tipo en el futuro.

En el caso Valtonyc se trata de evaluar un número ingente de mensajes dados en distintas canciones en relación a la posible comisión de tres delitos y no de un número pequeño de tuits como en el caso Strawberry por un único delito, a pesar de que este último tenga canciones de marcado tono provocador, irónico y sarcástico en el grupo que lidera llamado Def con Dos, pero por las que no se les está enjuiciando ahora. La razón radica en que el contexto, las circunstancias concomitantes, el sentido y la intención de ambos casos son diferentes, más allá del tenor literal de las afirmaciones.

La libertad de expresión queda amparada incluso de la crítica política hostil, hiriente y ofensiva al Rey y al sistema monárquico, siempre y cuando no se afecten aspectos íntimos de la vida privada del monarca atentando contra su honorabilidad personal, al estar en juego el art. 18 CE del derecho al honor, como queda probado en el caso Valtonyc.

Otro dato diferenciador es que  la Audiencia Nacional había absuelto al recurrente. En este sentido, la STC 35/2020, en atención a la jurisprudencia del TEDH, es exigida la celebración de vista cuando se trata de revocar una sentencia absolutoria o empeorar la condena, cosa que el TS no hizo, al tener que ponderar “el acto comunicativo” y “los aspectos institucionales que el acto comunicativo envuelve en relación con la formación de la opinión pública libre y la libre circulación de ideas que garantiza el pluralismo democrático”, a fin de marcar “los límites de la intervención penal en materia” (FJ 5º). Por tanto, la correcta ponderación es precisa y debe realizarse de forma intensa, para determinar la intencionalidad no sólo del sujeto en atención al contexto –en este caso, de mera crítica ácida y satírica- y las circunstancias de hecho que rodean al caso. El TC pone de relieve, acertadamente, que la sentencia condenatoria del TS debía haber cumplido “la necesaria suficiencia a la exigencia de valoración previa acerca de si la conducta enjuiciada era una manifestación del ejercicio” de “la libertad de expresión, al negar la necesidad de valorar, entre otros aspectos, la intención comunicativa en relación con la autoría, contexto y circunstancias de los mensajes emitidos” (FJ 5º).

En conclusión, a la vista de los hechos comentados tampoco vendría mal llevar a cabo un cierto ejercicio de prudencia y empatía por parte de los usuarios de las redes sociales, los cuales, como individuos libres, atisben a vislumbrar cuándo el ejercicio de su libertad de expresión raya en lo intolerable, con la finalidad de que el derecho (sobre todo, el derecho penal) no tenga que entrar en acción frente a situaciones que pudieran ser resueltas con un mínimo de respeto hacia terceros en el uso de las redes sociales. Así podrá hacerse más valedera la afirmación, recogida en el art. 29.1 de la DUDH, relativa a que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.

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