Bárbara Beatriz Yulissa Ramos Arce
Estudiante de la Facultad de Derecho PUCP. Miembro de la Asociación Civil Derecho & Sociedad
Tengo una escena favorita en «El secreto de la trapecista» del escritor peruano Óscar Málaga. Era el año 1831 cuando el “Circo Cielos Americanos” llega a Lima. En medio de una muchedumbre, uno de los payasos cargó a un enano y lo arrojó por los aires para atraparlo en sus brazos. Los limeños lo observaron en silencio, pasmados ante un show que no comprendían, hasta que el payaso arrojó al enano nuevamente y dejó que se estrellara contra el suelo. La multitud estalló en carcajadas. “Y fue en el transcurso de esta función extraordinaria, que duró cerca de una interminable hora, esa mañana del mes de julio de 1831, que el Enano descubrió lo que quería decir bufón en un país como el Perú, en una ciudad como Lima” (2006:131).
Siglos más tarde, nos encontramos con la triste repetición de esta escena en nuestros medios de comunicación, principalmente en la televisión. Es clara la fuerza que tiene este mass media en la construcción y reforzamiento de imaginarios, opiniones y estereotipos en una sociedad como la peruana, en donde hasta el año 2014 y según el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, el 99.9% de hogares peruanos contaba con un televisor en casa. A pesar de sus bondades, este medio siempre ha encontrado un punto controversial en cuanto a su regulación, pues constantemente brinda representaciones erradas de determinados grupos sociales, entre ellos, el de la mujer.
¿Qué tiene que ver esto con la socialización? Aunque de origen sociológico, en Derecho se habla mucho de este proceso como aquel que “permite que las personas conozcan e interioricen las normas y valoren la sociedad a la que pertenecen, diferencien los actos que se valoran y los que desvaloren e interactúen al interior del grupo social según las pautas que rigen la convivencia” (Meini 2014: 116). En el Perú, se ha subestimado mucho el papel e impacto de la televisión en este tipo de procesos y en la percepción del entorno social de la población, especialmente desde que representó una revolución sensual, por su rapidez en captar la atención y alterar las relaciones intra-personales de los televidentes (Ponce 2001: 48-129).
En el 2012, se realiza un estudio[1] en donde se someten a investigación 67 programas de televisión de distintos tipos y entre ellos se encontraban cinco programas humorísticos, los que incluían a «Recargados de Risa», «El especial del humor», «El estelar del humor», «Astros de la risa» y «La paisana Jacinta” (teniendo este último una crítica que ya es de por sí extensa y distinta a la presente) en donde se identificaron situaciones de clara humillación. El impacto de estos programas es mucho mayor, en cuanto “significan para la audiencia una suerte de noticiero comentado y vital de la realidad de la semana, en el que de un modo sintético se parodian los acontecimientos más importantes del momento” (Vich, Dejo 1993: 268)[2].
A partir de estos programas humorísticos, encontramos dos conceptos claves respecto a su representación de la mujer: constante cosificación y puesta en escena como una entidad carente de autodeterminación y valor más allá de sus atributos físicos y finalmente, el refuerzo del rol de la mujer como víctima, sujeto estigmatizado por sus hábitos sexuales y casi invisible en el ámbito laboral y profesional.
“La mujer-adorno”[3]: Desde el inicio hasta el final de los programas humorísticos, es algo usual observar a mujeres cuyo único papel es precisamente ornamentar el escenario, ya sea mediante pasos de baile o simplemente permaneciendo de pie. De una u otra manera, es vital que la vestimenta sea ceñida y que permita observar los mejores atributos físicos. Este tipo de mujeres se presentan como las «desprovistas de cualquier atisbo de inteligencia o personalidad, cuyo único fin es adornar el cuadro, o lo que es lo mismo, poner insinuantes poses y sonreír (…) es un reclamo sexual, un cuerpo al servicio de la satisfacción masculina» (Suárez Villegas 2007: 8).
En ese sentido, al ser vista como un objeto la mujer es un blanco muy fácil de aprovechamiento en donde se busca tocarla, manosearla u observar de manera claramente ofensiva su cuerpo (Vargas Cuno 2012: 17), situación que se manifiesta desde el comportamiento de los actores y presentadores, hasta la manera en cómo las cámaras enfocan a los personajes, haciendo énfasis en colocar en primer plano las partes íntimas y pronunciadas de la mujer. Todo esto sin mencionar, que son los atributos físicos los que protagonizan bromas de doble sentido, como son «Las chicas que trabajan con usted tienen más culino», «la verdad tú puedes cantar porque tienes un buen toque de pecho», «con ese cuerpo, yo te puedo hacer una actriz porno» (2012: 11).
La bomba sexual (the sexpot): Durante el desarrollo de los programas humorísticos, se tienen nuevamente a mujeres en vestidos cortos y ceñidos que suelen tener un papel complementario en el sketch, mayormente como anfitrionas, pacientes, amantes o esposas, que son la compañía de un protagonista masculino quien es el que desarrolla la mayor parte del diálogo. Sexpot[4], palabra en inglés que se refiere a una mujer con un potente atractivo sexual, es cómo se muestra a este colectivo durante el show. Es así que la mayor parte de bromas, cuando no hacen énfasis en su belleza o fealdad, se refieren a insinuaciones sexuales de doble sentido y que en ocasiones, ni siquiera se esconden detrás de un juego de palabras.
El estudio anteriormente citado, arrojó que se dieron frases como “Mamacita, tengo para ti un cable especial, un cable grueso, te tengo para hacer una conexión en HD, yo te hago todas las conexiones que tú quieras», «se le ve bien contenta, le habrán dado su mañanero, su periódico, pues» , «esta noche te doy vuelta» «esta noche te voy a pasar el cuy» y que durante una competencia entre hombres y mujeres, alguien exclama «¡Arriba los hombres! Aunque abajo nosotros también es bien rico», (Vargas Cuno 2012: 11). En ninguno de los programas humorísticos sujetos a investigación, se encontró una sola mujer que representara un papel en donde el sexo, el doble sentido y el morbo fueran dejados de lado.
La mujer pecadora. Remitiéndonos casi hacia un escenario bíblico, la noción de la mujer como objeto, víctima y victimaria del sexo ha atravesado la Historia y llega hasta nuestros días, manifestándose en un discurso de doble moral en donde se difunde la imagen de la mujer sexualizada, atractiva, de fuertes atributos físicos, mientras que por otros se espera una actitud pudorosa, identificada con lo “decente” y cuya desobediencia recae en la estigmatización. El estigma “tradicionalmente definido como un atributo profundamente desacreditador dentro de una interacción social particular que reduce a su portador, simbólicamente, de una persona completa y normal a una cuestionada y disminuida en su valor social” (Mirić 2004: 1), se desarrolla en los programas humorísticos mediante bromas que desprecian la vida sexual de la mujer, atribuyéndole una imagen degenerada que también afecta a su entorno y, por supuesto, la reputación de los hombres que se encuentran en él.
Es así como se encuentran bromas de claro contenido sexista, como «Ella representa a la marinera porque al final siempre le sale lo resbalosa», «ella representa a la cumbia porque la tocan en todas las fiestas», «ella representa la polca porque ya no la tocan por antigua», «ella representa al landó porque la ando levantando todas las semanas” (Vargas Cuno 2010: 11) en donde las prácticas sexuales de la mujer se relacionan con lo moralmente decadente y lo indecente, mientras se posiciona al hombre como el sujeto activo y evidentemente, se bloquean cualquier tipo de críticas o burlas hacia sus hábitos sexuales.
Respecto al segundo punto, cuando la vida sexual de la mujer infecta la imagen de su entorno familiar y personal, los programas humorísticos se dedican a citar chistes muy similares a los anteriores en lo que respecta a la posición del hombre, como sujeto activo y nunca reprochable: «La popular vuvuzela, porque todos los negros se la soplaban», «El Trocadero (nombre de un prostíbulo en Lima) donde trabaja tu hermana, la popular David Copperfield, porque me saca unos conejos de la p…», «esta frazada me la prestó tu mujer, enn la última redada de prostíbulos clandestinos», «a mi hermano lo encontré calato bombeándole a tu mujer» (2010: 11-12).
La mujer-víctima. Es difícil creer que hasta hace un par de años (e incluso hoy en día), el tema de la violencia física y psicológica contra la mujer sea tomado con ligereza y despreocupación. Desde la imposición del modelo patriarcal de familia, el cual nos remonta a los inicios de la sociedad peruana, es de conocimiento total que la mujer (junto con los niños, la comunidad LGTBQI y muchos grupos étnicos) es objeto de violencia en su ambiente laboral, educativo y más que nada, familiar, ya sea en calidad de madres, esposas o hijas.
Sin embargo, en los programas humorísticos se hacen alusiones a distintos tipos de violencia, desde la conyugal, hasta la sexual, colocando siempre a la mujer como víctima y al hombre como el desvergonzado agresor. Un ejemplo de estas prácticas fueron algunas frases de dichos programas, como “Si tú no te la abres (refiriéndose a una cuenta bancaria), te la abro yo», «Ven aquí, que estoy detrás del biombo, ven nomás no te hagas la angosta, bien que te gusta» y en uno de los casos más graves, durante la imitación de un congresista, este le dice a su esposa, «¿Quién es tu marido? ¿Quién es tu machete? ¡Tú te callas la boca porque te voy a reventar!» (Vargas Cuno 2012: 12).
Es claro que cuando se trata de ejemplificar las relaciones de poder entre hombre y mujer, los programas humorísticos optan por reducir a la última hasta la calidad de víctima absoluta, que nunca responde ni reacciona. Nuevamente, encontramos a la mujer representada como vacía y sin personalidad, hasta débil y lo más reprobable de esta situación, queda en el hecho que esta es una situación que ha ocurrido siempre en la sociedad peruana y que es exhibida en un sketch, como un espectáculo circense. Sabias son las palabras de Humberto Ponce Alberti cuando manifiesta que medios como la televisión “fomentan la pasividad y el conformismo y apoya un orden social manifiestamente imperfecto” (2001: 129).
La mujer como un vacío profesional. Finalmente, y no menos importante, está resaltar el hecho que la mención de las mujeres en papeles relacionados al ámbito laboral, profesional o cualquier posición que les acredite un éxito conseguido a base de esfuerzo u estudio, es nulo. Para comenzar, porque así este tipo de programas se dedicaran a colocar a las mejores profesionales del país, siempre terminarían opacando su labor intelectual mediante la sobrevalorización del físico y la sexualidad, colocándolas por encima de cualquier otro aspecto.
Algunos de los ejemplos más desagradables en el estudio mencionado, ocurren cuando, en el programa, una periodista pide al entrevistado respeto para la prensa, a lo que este responde, burlonamente «Ahorita te meto un chape»; en otra situación una mujer en vestidos ajustados y cortos postula a un puesto de secretaria ejecutiva y lo consigue, seduciendo al empleador, quien la contrata aunque ella haya mencionado que no sabe de ortografía ni conoce el manejo de las computadoras. De igual manera ocurre con las famosas vedettes, cuando un sketch presenta a una de ellas acudiendo al médico y contándole que va a «empezar de nuevo en el mundo artístico», a lo que el doctor le responde «¡Ahora así se llama! ¡Mundo artístico!» haciendo alusión al estereotipo que se tiene de las vedettes como mujeres dedicadas a la prostitución (2010: 12).
Comentarios finales.
Mientras se mantengan contenidos de este tipo, que no solamente plantean a la mujer como una víctima sino al hombre como el agresor, perpetuando así los roles de género más tradicionales en cuestiones de violencia doméstica y familiar ¿Se puede exigir que la población reflexione sobre lo terrible y reprochable de los crímenes y las prácticas discriminatorias hacia la mujer? Estas presentes reflexiones representan apenas un atisbo de lo que es todo el “mecanismo del bufón”, con el que los medios se encargan de ridiculizar a los colectivos más vulnerables, como son la comunidad LGTBIQ, las personas con discapacidad, las comunidades indígenas, distintos grupos étnicos, entre otros.
La libertad que posee la televisión en lo que respecta a contenidos, también representa todo un universo en donde las relaciones de poder y los grandes conflictos sociales se ven reducidos al humor y filtrados por las industrias del entretenimiento televisivo. Victor Vich y Juan Dejo insisten en que “el Perú (…) ha encontrado históricamente una forma de subvertir las situaciones de tragedia a través del espíritu festivo y de una risa que se convierte en conducto de reflexión y crítica autorreferencial” (1993: 273) y, aunque defiendo que la risa es terapéutica, atrevida y revolucionaria, no considero que sirva para esconder problemáticas sociales que esperan a ser solucionadas, no mediante los poderes del Estado, sino por un trabajo colectivo.
Es primordial que se reconozca que el carácter estructural de la violencia contra la mujer no permite que se deje en manos del público la decisión de alimentar el rating de este tipo de programas o de apagar el televisor hasta hacerlos desaparecer. Jamás habrá un reconocimiento de una situación como perjudicial mientras se mantengan cierto tipo de prejuicios y percepciones tan deformadas de la realidad y, que en el caso del Perú, han sido consecuencia de muchos siglos de opresión, miedo y machismo. Con un panorama como este, lo más ideal sería comenzar con fuertes campañas de regulación de contenidos televisivos, haciendo énfasis no sólo en el respeto por los horarios, sino en específico sobre qué tipo de valores e imágenes de la realidad se quieren difundir.
Debería de difundirse mediante publicidad radial, televisiva y escrita, sobre cómo un ciudadano puede realizar una queja acerca del contenido de algún programa. Para este objetivo, es fundamental que se informen en los centros escolares y universitarios sobre la Ley Nº 28278 («Ley de Radio y Televisión»). De la misma manera, sería recomendable exigir un mayor cumplimiento del Código de ética y difusión del mismo durante la programación para así mantener informados a los televidentes sobre el compromiso de los programas sobre difundir valores y contenidos coherentes con la ley y los principios del Estado democrático.
A pesar de existir sanciones económicas para los programas de televisión por infracciones leves, graves y muy graves, cuyo valor puede ir desde 1 hasta 50 Unidades Impositivas Tributarias, dependiendo del tipo de la misma, se ha visto que su funcionamiento carece de efectividad; ejemplos sobran. El programa “Esto es guerra» recibió una multa de S/.36,500 por la difusión de un juego erótico durante el horario familiar en el año 2012, equivalente a 10 UIT. (Perú 21: 2012). El segundo caso, más reciente, se dio con la sanción del programa «Amor amor amor», también denunciado por su contenido erótico transmitido durante un horario familiar; la multa asciende a los S/.19,000. (El Comercio: 2014). De la misma manera, el ya mencionado «Especial del Humor» fue sancionado con una multa de 3 UIT en el presente año, lo cual consistiría aproximadamente en S/.11, 100 (Perú 21: 2014). Considerando los cuantiosos ingresos de los grandes canales de televisión como América, ATV y Frecuencia Latina, quienes para el presente año planeaban una inversión de más de cien millones de dólares en la difusión de sus productos, con el fin de alcanzar al mercado internacional (Inga y Taipe: 2014), las sanciones económicas parecen quedarse cortas en cuanto a severidad.
En lo que respecta al humor en nuestro país, no mucho parece haber cambiado desde las tristes y grotescas escenas de 1831 que Málaga describe en la novela citada. De ignorarse la problemática expuesta, dejando que estas concepciones tan negativas y denigrantes de la mujer se enraícen aún más en la colectividad, quizá dentro de unos siglos, nos toque inspirar alguna escena burlesca, bufona y caricaturesca que detrás de la risa, esconda una crítica hacia una sociedad que nosotros fallamos en cambiar.
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