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Ética cívica y discernimiento público

por Gonzalo Gamio Gehri
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Gonzalo Gamio Gehri

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya, donde coordina la Maestría en filosofía con mención en ética y política. Es autor de los libros Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es autor de diversos ensayos sobre filosofía práctica y temas de justicia y ciudadanía publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas del Perú y de España.

En sentido estricto, no existe democracia sin ciudadanos. El grado de libertad que requiere una democracia genuina procede en cierta medida de la disposición de los agentes a involucrarse de buena gana en procesos de deliberación, movilización y vigilancia del poder. El ejercicio de la ciudadanía puede otorgarle dirección y profundidad a la vida de las personas, si éstas consideran la acción política como una potencial opción de sentido.

Por “ciudadanía”, la teoría política ha concebido dos cosas diferentes. En una perspectiva moderna – es decir, liberal -, alude a la condición de las personas de ser titulares de derechos universales: sujetos del derecho a la vida, a la libertad, a la propiedad, al desarrollo del proyecto vital. En una perspectiva clásica – de raíces griegas y romanas -, invoca la capacidad de agencia política, la actividad vinculada a la búsqueda de consensos y la expresión de disensos en escenarios compartidos de discernimiento y toma de decisiones políticos, en otras palabras, espacios públicos. El polités participa activamente en el proceso de elección de las autoridades, pero también interviene en la fiscalización de su gestión y le pide cuentas de sus actos públicos. En realidad, se trata de conceptos complementarios de ciudadanía, en tanto la interpretación clásica ofrece una forma rigurosa del cultivo de los derechos políticos.  La cultura de derechos y la práxis cívica se reclaman mutuamente tanto en el terreno del concepto como en el de la práctica.

El ciudadano es usuario de libertad política, vale decir, es usuario de poder en el sentido en el que lo define Hannah Arendt, como la capacidad de actuar en concierto. Se trata del “poder cívico”, no del poder como la mera “capacidad de hacer” en un sentido maquiaveliano. El poder cívico nace del encuentro de las personas en un espacio plural de intercambio de argumentos. En esta línea de pensamiento, la palabra es la fuente del poder, no el uso de la fuerza. Esta idea es tan antigua como Las Suplicantes de Eurípides, obra en la que el rey Adrasto de Argos sentencia sobre la desmesura humana frente a su condición de seres de lenguaje. En lugar de usar el lógos para resolver sus conflictos, usan la violencia. El texto de Eurípides es contundente: “¡Fatuos mortales que tendéis el arco más de lo oportuno y recibís de la Justicia innumerables males! Tomáis lecciones de los hechos, ya que no de los amigos. Y vosotras, ciudades, que podéis conjurar el mal por la palabra, dirimís vuestros asuntos con la sangre, no con la palabra”[1]. Sólo podemos vencer la tentación de la violencia en la medida en que podemos ser capaces de invocar el ejercicio del diálogo como el recurso adecuado para comprender y enfrentar nuestros problemas en los diferentes contextos de la vida.

La deliberación en los espacios públicos es un tipo de práctica política ciudadana especialmente importante. A través de esta participación, las personas pueden incorporar en la agenda pública temas de interés común, intervenir en la discusión en torno a la toma de decisiones o la pertinencia de determinadas leyes, y también pueden fiscalizar el ejercicio de la función pública de las autoridades del Estado. En el mundo contemporáneo, las organizaciones políticas y las instituciones de la sociedad civil constituyen foros para las acciones de esta clase. Se trata de escenarios para el discernimiento cívico, en los que los agentes pretenden arribar a consensos tanto como expresar razonablemente cuestionamientos y disensos. En efecto, en un régimen democrático constitucional no sólo el logro de acuerdos sociales y políticos es considerado un propósito digno de valor, sino que se entiende que no es posible estar de acuerdo en todos los asuntos: en algunos casos, bastará con que podamos entender la naturaleza y los términos de los desacuerdos, y que estemos dispuestos a proteger los derechos de las minorías.

En una democracia, quien expresa su discrepancia acerca de temas de interés público constituye un interlocutor válido en la conversación cívica. Que pueda llevarse a cabo esta especie de conversación es un rasgo distintivo del sistema de instituciones libres  que vertebra la sociedad. En contraste, un régimen totalitario rechaza y prohíbe la expresión del desacuerdo, pues lo considera un signo de debilidad o de desarmonía en la vida común. Se persigue al crítico, se le percibe como un traidor, un apóstata o se le denuncia como un paciente de funestos “desórdenes ideológicos” que habría que corregir antes de que pueda convertirse en un foco de contaminación a mayor escala. La radicalización de la política autoritaria exige cultivar un “espíritu de ortodoxia” en el terreno de las ideas y las convicciones. La verdad o la interpretación del bien colectivo se conciben como un punto de partida, y no como la meta de la investigación y del ejercicio de la deliberación. De hecho, en una sociedad totalitaria la deliberación permanece proscrita o bloqueada, pues se la considera innecesaria o peligrosa. Ella introduce la duda y la incertidumbre allí donde supuestamente deberían existir la certeza y la adhesión sin cuestionamiento.

El diálogo cívico requiere del cultivo del falibilismo. Se trata de una actitud ética e intelectual básica para el ejercicio de la deliberación pública, tanto en los espacios políticos como en los foros académicos de la vida social. Consiste en estar dispuesto a defender los propios argumentos en la discusión hasta donde sea posible, pero también estar abierto a cambiar la propia perspectiva – en el sentido clásico de la metánoia – si los argumentos que esgrime el otro son sólidos. En suma, el falibilismo exige que aceptemos la posibilidad de estar equivocados y asumamos un nuevo punto de vista si este es el caso. Richard J. Bernstein asevera con razón que “el falibilismo de hecho plantea dudas sobre la posibilidad del conocimiento absoluto incorregible[2]. Se rechaza la idea de la conquista de un saber definitivo, un punto de vista que no deba ser examinado en el espacio común. Todo argumento o forma de juicio es susceptible de revisión.

La vida cívica se propone brindar a los agentes – personas comunes como usted o como yo – la posibilidad de intervenir en el diseño de la agenda política, la construcción de la ley y la toma de decisiones, a través de su discusión en público. Se trata de una forma básica de distribuir el poder y combatir su concentración. La acción ciudadana construye un nosotros que va más allá de los meros intereses de facción y las convicciones ideológicas. Nos pone en comunicación con la historia de las instituciones de cuya vida participamos, una historia de actividades y movilizaciones comunes, pero también de debates y reflexiones en torno a bienes compartidos, principios y procedimientos. A través de estas prácticas, la política deja de pertenecer a los “políticos” – los políticos “de carrera”, que actúan desde los movimientos y las organizaciones del sistema político – y comienza a convertirse en un asunto que nos involucra a todos los miembros de la sociedad que intervienen en la cosa pública.

El ethos cívico tiene que lidiar con dos poderosas dificultades de orden práctico. Uno de estos obstáculos es el hecho de que las desigualdades conspiran contra el sentido de comunidad política y la participación directa. La pobreza no es sólo carencia de recursos, es ausencia de libertad; la extrema pobreza puede convertirse, para usar las palabras de Gustavo Gutiérrez, en muerte prematura. Las desigualdades sociales minan la política democrática en cuanto tal. En la perspectiva de Amartya K. Sen, el desarrollo humano se evalúa tomando en cuenta si todas las personas pueden poner en ejercicio sus capacidades fundamentales, componentes básicos de una vida de calidad[3]. Los Estados y las instituciones deben ofrecer el marco político y legal – y generar los espacios – para que estas capacidades puedan desplegarse. No sólo lograr una vida longeva y saludable y un empleo digno, sino también disfrutar de libertades y oportunidades vinculadas a la expresión del pensamiento y los sentimientos, el cuidado de vínculos sociales y relaciones con las especies naturales, la igualdad civil,  el respeto de los derechos humanos, el cuidado de la autonomía pública y privada, etc. Cuando tener dinero se convierte en un elemento decisivo para acceder a las condiciones para el logro de dichas capacidades – por ejemplo recibir un tratamiento médico eficaz o contar con servicios educativos que promuevan la creatividad  y la formación del juicio -, la brecha entre las personas se hace más grande y los lugares de encuentro ciudadano se tornan escasos y extraños. Si los espacios educativos, por ejemplo, no son escenarios para interactuar y deliberar juntos, difícilmente podremos encontrar actividades o metas comunes[4]. Requerimos lugares públicos para el reconocimiento, el debate y la acción común. Espacios igualitarios, abiertos a las diferencias y al ejercicio de las libertades sustanciales de la vida cívica. Sin ellos – y sin las actividades que se llevan a cabo en y desde ellos – no tenemos una genuina democracia.

El otro problema tiene que ver con el debilitamiento de la acción política. Desde La Boetie hasta Dewey, Arendt y Bellah – pasando por Tocqueville – se ha observado que la deserción de los ciudadanos en materia de movilización y vigilancia genera formas de tutelaje o de autoritarismo, a través de la acción de la autodenominada “clase dirigente”, de los tecnócratas o incluso a través de la sujeción por parte de un tirano. La idea es que en la sociedad moderna los individuos tienden a aislarse, a dedicarse exclusivamente a las actividades propias de la esfera privada – el trabajo, el consumo, los pequeños círculos de la familia y los amigos -, concibiendo esta esfera como el lugar privilegiado de realización y libertad. La consecuencia de esta actitud y su concreción es que las personas abandonan el espacio público como foro de deliberación. De hecho, desatienden la acción política, en materia de decisiones comunes y fiscalización. Esta elección no deja las cosas tal como estaban en cuanto al ejercicio de la libertad. En efecto, los individuos dejan el ruedo político y sus exigencias a favor de sus metas privadas en el mercado y sus propósitos en la esfera de la vida personal. Al actuar de esa manera, los agentes abjuran del cultivo de sus libertades políticas y del ejercicio del poder cívico. Son los gobernantes y los políticos en actividad quienes se ocuparán de los asuntos públicos: son ellos los que tomarán las decisiones en representación de sus electores. Al replegarse en sus círculos privados, los individuos entregan esa libertad para actuar a las autoridades; renuncian a practicar la ciudadanía y se comportan como súbditos[5]. Esta renuncia genera formas de alienación política que propician la configuración de conductas autoritarias desde los gobiernos. Si los agentes no se preocupan por vigilar a los gobernantes y por preservar la vigencia plena del Estado de derecho, quienes ejercen la función pública pueden conculcar los derechos de otros, e incluso generar formas autocráticas de conducción política. Nada de esto se logra sin la complicidad de los propios individuos, que consienten la presencia de este poder tutelar. Por desidia, falta de valor, o quizá convencido por la promesa de eficacia, el ciudadano que renuncia a la acción permite el fortalecimiento del autoritarismo y lo aplaude. No hay señor sin siervo. En pleno renacimiento francés, La Boetie sostiene que “esta obstinada voluntad de servir se ha enraizado tan profundamente que ya parece que el amor mismo a la libertad no es tan natural”[6].

Ambos fenómenos son inquietantes y minan la posibilidad de la democracia. Es preciso atacarlos a la vez, señalaría de inmediato. El desaliento respecto de la capacidad de transformación que ostenta el ciudadano fortalece las pretensiones de quienes prosperan en tiempos de regímenes autoritarios. Es necesario recuperar la fe en la acción política del ciudadano. Sólo se puede realizar la democracia produciéndola en diferentes espacios sociales y políticos. Se recupera la libertad ejercitándola, no existe otra salida. Combatir las desigualdades sociales implica comprometerse con políticas de redistribución y con una mayor inversión estatal en los servicios públicos de educación y salud. Propiciar la apertura de espacios para la participación cívica, luchar por esa apertura. En el presente existen muchos escenarios para la comunicación y el trabajo de la crítica, foros locales y también virtuales; recurrir a ellos significa recuperar espacios para la ciudadanía en cuanto sea posible hacerlos accesibles a todos. Vivimos una suerte de eclipse de la política, no cabe duda, pero superar esa situación está en nuestras manos.

 

[1] Suplicantes, 745 -50.
[2] Bernstein, Richard J. El abuso del mal  Katz 2006 p. 58.
 [3] Véase Sen, Amartya K. Desarrollo y libertad Buenos Aires, Planeta 2000; revísese asimismo Nussbaum, Martha  Crear capacidades. Barcelona, Paidós 2012.
[4] Consúltese Sandel, Michael Justicia ¿Hacemos lo que debemos? Barcelona, Debolsillo 2013 capítulo 4.
[5] Véase Tocqueville, Alexis de, La democracia en América Madrid, Guadarrama 1969.
[6]  De La Boetie, Etienne  Discurso de la servidumbre voluntaria Madrid, Trotta 2008 p. 31.

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