Giancarlo Garcés Arce
Licenciado y Magíster en Filosofía por la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Introducción
Durante la pandemia por COVID-19, medidas estatales como el uso obligatorio de mascarillas, la prohibición de reuniones y los pasaportes sanitarios fueron rechazadas por amplios sectores de la población mundial. Este desacuerdo se manifestó inicialmente en las redes sociales, pero pronto también a través de protestas en las calles. Una desobediencia civil cuyas causas fueron la propagación de teorías conspirativas y bulos, así como también el aumento del desempleo y la pobreza. Sin embargo, una causa también decisiva fue la percepción, por parte de muchos ciudadanos, de que tales medidas representaban prerrogativas injustificadas y arbitrarias del Estado porque atentaban contra la libertad individual. Al fin y al cabo, aseveraban disidentes y manifestantes, cada uno debe ser responsable del cuidado de su salud y de su vida.
Superada la crisis sanitaria, este cuestionamiento de las facultades del Estado no cesó, sino que, por el contrario, se profundizó. Prueba de ello es la reciente aparición de líderes, partidos y movimientos que enarbolan como principal bandera la reducción del poder político en nombre de la salvaguarda de una libertad individual concebida en términos de una ausencia de interferencias y obligaciones cívicas. Sin duda, el caso más representativo de este fenómeno político es el de Javier Milei en Argentina, quien ha articulado estas consignas en el marco de un discurso que cataloga como libertario y antiestatal. Con matices ideológicos y estilos distintos, principios similares son defendidos por figuras como Ron DeSantis y Donald Trump (EE. UU.), Jair Bolsonaro (Brasil) e incluso referentes empresariales como Elon Musk. A ello se suman movimientos como La Libertad Avanza (Argentina), Vox (España), el Partido Democrático Libre (Alemania) o la Alianza Liberal (Dinamarca), que, sin adherir a un libertarismo doctrinario, combinan elementos de liberalismo económico, populismo de derecha y enfoque antiestatal. En todos estos casos, se busca la adhesión de sectores sociales desencantados con las élites políticas y exasperados por la corrupción, la burocracia y las cargas tributarias.
La poderosa influencia de este discurso de raigambre liberal en la discusión pública ha generado que en los últimos años se debiliten aún más los mínimos consensos sobre el rol garante y redistributivo del Estado, instalando en su lugar una narrativa centrada en la emancipación individual, el espíritu emprendedor, la meritocracia y la desconfianza hacia las instituciones. Desde mi punto de vista, más que una moda pasajera, esta forma de entender el Estado y la libertad, está consolidando un imaginario político cada vez más persuasivo y movilizador. A tal punto que hoy en día, tanto en países desarrollados como subdesarrollados, resuenan más fuerte las voces que incluso están de acuerdo con relajar la función básica del Estado como monopolio de la violencia legítima al exigir más libertad para que cada ciudadano sea capaz de garantizar su propia seguridad frente a los delincuentes comunes y el crimen organizado. En efecto, la creciente demanda en distintos países por flexibilizar el acceso a armas de fuego —en nombre del derecho a la autodefensa— es uno de los ejemplos más elocuentes de esta tendencia.
Ahora bien, el influjo de este imaginario liberal contemporáneo en la política actual pone en vitrina viejas preguntas de la filosofía política que, hasta cierto punto, ya se consideraban superadas: ¿Qué justifica la existencia del Estado? ¿Cuáles son sus alcances y límites legítimos? ¿De qué forma puede conciliarse la existencia del Estado con la libertad individual? Se trata de preguntas abordadas, en distintos contextos históricos, políticos e intelectuales, por filósofos como Maquiavelo, Hobbes, Locke, Rousseau, Marx y Rawls.
Sobre la base de lo anterior, propongo, en primer lugar, un recorrido histórico por algunas formulaciones clave de la tradición de pensamiento liberal para comprender de qué forma se articuló en esta la idea de que el Estado tiene que ser mínimo para salvaguardar una libertad entendida como ausencia de interferencias. Se revisa desde las propuestas de Locke y Constant hasta ciertos planteamientos neoliberales y libertarios, incluyendo también la perspectiva de Hobbes como un antecedente crucial de dicha conceptualización política. En segundo lugar, esbozo tres objeciones contra este imaginario liberal contemporáneo, cuya presencia en el debate público actual hace imprescindible someterlo a un análisis crítico desde la filosofía política.
I. Cuando el Estado es el enemigo: una breve historia del concepto liberal de libertad
Paradójicamente, el origen filosófico más remoto del concepto de libertad interpretado como ausencia de interferencias no se encuentra en un filósofo liberal, sino en uno absolutista: Thomas Hobbes. Pero, ¿cuál fue el objetivo de este filósofo inglés al desarrollar esta conceptualización? En la Inglaterra del siglo XVII, los sectores revolucionarios y antimonárquicos enarbolaban que la vida libre consistía en no estar dominado por nadie y en participar activamente de los asuntos comunes. Una perspectiva filosófico-política cuyas raíces estaban en la tradición política republicana asociada con Aristóteles, Cicerón, Tito Livio y Maquiavelo. Sin embargo, a juicio de Hobbes, esta apuesta republicana resultaba bastante peligrosa para los intereses de Inglaterra, ya que, al alentar reclamos de más poder para los ciudadanos y más límites para el monarca, producía inestabilidad y caos. Así, Hobbes encontró necesario defender en Leviatán (1651/2010) la tesis de que la libertad era algo distinto a lo que habían establecido los que llamaba “escritores democráticos”. En su opinión, la libertad civil debe entenderse simplemente como la ausencia de impedimentos para el movimiento individual, por lo que una persona puede considerarse libre bajo cualquier forma de gobierno si nada le impide actuar conforme a sus intereses, siempre que no amenace la seguridad pública(2010). Entonces, Hobbes no defiende esta teoría de la libertad con la finalidad de establecer límites estrictos para el Estado, sino que su objetivo principal, tal y como se ha sugerido, fue desmontar el ideal republicano de libertad[1].
El importante detalle a considerar es que la innovación conceptual de Hobbes fue asimilada por la naciente crítica liberal contra el poder excesivo e impredecible del Estado, tal y como puede identificarse en la obra de John Locke. Ciertamente, la libertad individual también es vinculada por él con el consentimiento, el derecho a la resistencia y la libertad de culto, pero en sus escritos ya es notorio cierto énfasis en que la libertad se expresa como una ausencia de interferencias por parte del Estado con respecto al uso y disfrute de la propiedad individual. Por eso, en el Segundo Ensayo sobre el Gobierno Civil (1660/ 2006), arguye que los individuos aceptan las ataduras de la sociedad política solo para “convivir de manera confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo de sus propiedades respectivas y mejor protegidos frente a quienes no forman parte de dicha comunidad” (Locke, 2006, p. 97). Fines como la felicidad, el bienestar y la salvación no son competencias de un Estado que, para Locke, debe tener límites claros para no entorpecer el desarrollo libre de cada individuo.
De todos modos, la defensa de un Estado mínimo y de una libertad como ausencia de interferencias fue delineada con más claridad y énfasis en los escritos de liberales posteriores como Benjamin Constant, John Stuart Mill e Isaiah Berlin. En La libertad de los modernos (1819/ 2019), Constant cuestiona el afán de algunos intelectuales y políticos de su época por organizar políticamente las sociedades sobre la base de los valores greco-latinos. Según él, la libertad ha tenido distintos sentidos a lo largo del desarrollo histórico de cada sociedad, por lo que resulta errado traer a su tiempo una forma de vida libre incompatible con las exigencias y hábitos del mundo moderno. Lo adecuado para este, afirma, es interpretar la libertad no tanto como la defensa de un ámbito de acción y participación pública, sino como la defensa de un ámbito íntimo libre de interferencias del Estado y otros agentes. En las sociedades modernas, caracterizadas por la complejidad, el comercio y la primacía de la vida privada, la libertad obliga al Estado a limitar al máximo su intervención. Con ello, Constant defiende un modelo de Estado mínimo, cuya función principal es proteger los derechos individuales sin inmiscuirse en la vida de los ciudadanos.
Mill sigue una línea similar al plantear que solo puede llamarse libertad a la posibilidad que tiene el individuo de buscar su propio bien, por su propio camino, sin interferir en los esfuerzos de los otros por realizar su respectivo interés. En su ensayo Sobre la libertad, afirma que “la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente” (1859/1984). De esta manera, el énfasis de Mill también está puesto en la defensa de un Estado mínimo y de una libertad como ausencia de interferencias. Pero, en su caso, se agrega como preocupación la interferencia derivada de la opinión pública. Un tipo de interferencia a la que considera tan opresiva como la estatal, pues se constituye en una “tiranía de la mayoría” que sofoca la individualidad y la autenticidad personal. Así, aunque su defensa de la libertad se enmarca en la lógica liberal clásica —centrada en la autonomía individual frente al poder del Estado—, su análisis se extiende a otras formas de control social más difusas, pero igualmente limitantes de la libertad de acción y pensamiento.
Estas tensiones presentes en Mill —entre el individuo y las distintas formas de interferencia, tanto estatales como sociales— fueron sistematizadas y llevadas a un plano conceptual por Berlin. En esta misma tradición liberal, retoma y profundiza la idea de libertad como ausencia de interferencias y, al igual que Mill, considera que la función del Estado debe limitarse a garantizar un espacio de autonomía individual, sin imponer modelos de vida ni restringir arbitrariamente las decisiones personales. En Dos conceptos de libertad (1958/2017), argumenta que la libertad se posee cuando otros no nos impiden realizar lo que queremos. Y como el Estado actúa a través de personas, aduce que una sociedad democrática debe limitar la acción política; de lo contrario, se corre el riesgo de caer en el despotismo. A esta forma de libertad que Berlin considera legítima la denomina libertad negativa, distinta de la libertad positiva, que expresa el afán de autodominio y realización personal. Esta última ha sido usada históricamente para imponer una supuesta verdad objetiva sobre lo bueno, en desmedro de la pluralidad de valores, tal y como acontecía, a su juicio, en los regímenes socialistas de su tiempo (2017).
En conjunto, Constant, Mill y Berlin delinean una concepción liberal de la libertad centrada en la protección de la esfera individual frente a toda interferencia, estableciendo un acento especial en la idea de que el Estado es el enemigo más probable de la libertad individual. Por tal razón, su función tiene que estar estrictamente limitada a garantizar la seguridad y la paz necesarias para que los individuos puedan buscar sus propios fines. Empero, conviene subrayar que ninguno de estos autores llevó su crítica al Estado hasta el punto de abogar por su desmantelamiento o por una retirada prácticamente total de lo público. Aun cuando advierten sobre los peligros de la coerción estatal, tanto Locke como Constant, Mill y Berlin reconocen que cierta organización política es necesaria para proteger la libertad individual, en el marco de un orden jurídico común. En este sentido, su liberalismo difiere de las posturas más radicales reflejadas en el imaginario liberal contemporáneo.
Aunque este liberalismo que acabo de presentar ha tenido un rol decisivo en el surgimiento de las sociedades democráticas modernas, la teoría y la práctica políticas recientes han estado marcadas, principalmente, por un nuevo liberalismo o neoliberalismo, más vinculado con las ideas de autores como Friedrich von Hayek, Milton Friedman y Robert Nozick. Un enfoque económico y político cuyo impacto empezó a sentirse en el Chile de Pinochet, luego en los gobiernos de Reagan y Thatcher, y que con el tiempo se extendió a gran parte del mundo, moldeando políticas públicas y reformas estructurales hasta hoy.
Conceptualmente, lo relevante es que el neoliberalismo, al defender el Estado mínimo, hereda del liberalismo la idea negativa de libertad, por lo que aboga por una vida escasamente interferida por obligaciones cívicas. Sin embargo, sostengo que en el neoliberalismo esta consigna se radicaliza: la libertad como no interferencia se convierte en principio rector absoluto, y el Estado deja de ser visto como garante de derechos para concebirse casi exclusivamente como una amenaza constante y sistemática. Cualquier regulación, redistribución o intervención pública es interpretada como un obstáculo a la autonomía personal y a la eficiencia del mercado. En otras palabras, el neoliberalismo no solo retoma, sino que amplifica el núcleo negativo del liberalismo, desplazando la garantía institucional de la libertad hacia una exaltación del mercado como único espacio legítimo de autorregulación social, y promoviendo una reconfiguración del Estado como mero facilitador de la competencia, la propiedad privada y la lógica empresarial.
En consonancia con lo anterior, el economista y filósofo Hayek (1960/1978) afirma que la libertad es un “estado en virtud del cual un hombre no se halla sujeto a coacción derivada de la voluntad arbitraria de otro u otros”. Desde esta óptica, es libre el ciudadano que no padece el control estatal para perseguir sus propios fines, tomar decisiones económicas sin interferencias y organizar su vida conforme a sus preferencias individuales. No se interpreta la libertad como un poder para hacer algo, sino como la no interferencia arbitraria. Por eso, la existencia del Estado solo se justifica para enfrentar arbitrariedades, no para otros fines. Cuando la política va más allá de proteger libertades individuales —cuando no es neutral o interviene en la vida privada— se torna necesariamente autoritaria.
Friedman, quien por cierto fue uno de los responsables directos de las reformas económicas en Chile, Estados Unidos e Inglaterra, coincide con Hayek al afirmar que el Estado debe limitarse a la protección de las libertades frente a amenazas, la aplicación de la ley, el respeto de los contratos y la promoción de mercados competitivos. Si el poder político rebasa estas funciones, agrega, surgen múltiples peligros (1962). En su visión, cualquier expansión estatal más allá de estos límites no solo compromete la eficiencia económica, sino también las bases de la libertad individual y la democracia. Las políticas intervencionistas, por bien intencionadas que sean, tienden a generar burocracias ineficaces y concentraciones de poder que erosionan la autonomía ciudadana. Una prueba de que la libertad, para Friedman, se concibe ante todo como libertad negativa —es decir, como ausencia de interferencias frente a la actividad empresarial, la acumulación de propiedad o el despliegue individual en el mercado—, es el hecho de que no objetó la implementación de sus propuestas económicas en contextos autoritarios, como el gobierno de Augusto Pinochet, mientras estos respetaran los principios del libre mercado.
Aunque más orientado al libertarianismo, en Anarquía, Estado y Utopía (1974), Nozick sostiene que el Estado “no puede usar su aparato coercitivo con el fin de hacer que algunos individuos ayuden a otros, o con el fin de prohibir actividades a la gente que apuntan a su propio bien o protección”. Según él, las libertades individuales son tan inviolables que cabe preguntarse qué queda reservado para el Estado: “[…] un Estado mínimo, limitado a la protección contra la fuerza, el robo y el fraude, y al respeto de los contratos, se justifica; […] cualquier Estado más extenso violará los derechos de las personas” (Nozick, 1974). Políticas redistributivas como los impuestos para financiar el bienestar social son vistas como moralmente injustificables e incluso como formas institucionalizadas de robo y trabajo forzado, pues implican el uso de recursos de unos para beneficiar a otros sin su consentimiento. Nozick sostiene que las personas tienen derechos sobre sí mismas y sobre lo que legítimamente poseen, y que ningún fin colectivo, por noble que sea, puede atropellar esa propiedad.
En este marco neoliberal, las obligaciones cívicas, la redistribución y otras formas de intervención estatal no se entienden como instrumentos para garantizar una libertad más sustantiva, sino como amenazas directas a la autonomía individual. Aunque tanto el liberalismo viejo cuño como el neoliberalismo comparten una concepción negativa de la libertad, este último —especialmente en su formulación libertaria— radicaliza dicha visión hasta identificar sistemáticamente al Estado como enemigo permanente y sistemática de la libertad individual.
III. Tres objeciones contra el imaginario liberal contemporáneo
Con el impulso globalizador y el respaldo de organismos multilaterales, economistas laureados, representantes políticos, calificadoras de riesgo y medios masivos de comunicación, el neoliberalismo —que en sus inicios tuvo una influencia acotada al ámbito académico de las universidades del ámbito anglosajón— ha terminado permeando profundamente el diseño legal e institucional de la mayoría de sociedades democráticas contemporáneas, pero también el imaginario político de los ciudadanos. Por eso, la idea de que uno es libre solo cuando tiene escasas obligaciones cívicas y cuando el Estado es lo suficientemente reducido como para no interferir en nuestros intereses particulares ha sido asumida como una suerte de “sentido común” acerca de la vida libre y, por tal motivo, rara vez es cuestionada. Con ello, el valor de lo público se ha debilitado más y ha ganado fuerza un clima de sospecha permanente hacia toda intervención estatal o de organización colectiva.
En opinión de David Harvey, la retirada del Estado ha generado consecuentemente “un sistema que hace hincapié en la responsabilidad personal” (2005, p. 83), razón por la cual la figura del emprendedor constituye el ideal “ciudadano” por excelencia: alguien autónomo, competitivo y esforzado, que no depende del poder político ni reclama derechos, dado que asume íntegramente los riesgos y resultados de su vida como derivados de elecciones individuales. La pobreza, la desigualdad, el desempleo e incluso la inseguridad ya no suelen concebirse como problemas estructurales que requieren soluciones políticas o colectivas. Más bien, pasan a interpretarse como fracasos personales atribuibles a la falta de esfuerzo, mérito o capacidad de adaptación del individuo. La emergencia del libertarismo en la discusión pública de los últimos años representa, entonces, una consecuencia extrema, pero perfectamente derivable de este proceso que de un tiempo a esta parte viene erosionado la legitimidad de la acción estatal a través de una defensa estereotipada de la libertad individual.
Teniendo como punto de partida estas limitaciones del imaginario liberal contemporáneo, expondré tres objeciones en su contra para evidenciar de qué forma resulta insuficiente para afrontar los desafíos fundamentales de las sociedades democráticas contemporáneas, incluyendo el desafío referido a la protección y fomento de la libertad individual.
En primer lugar, en tiempos en los que los países se encuentran cada vez más interconectados por razones económicas, comerciales y culturales, una gran cantidad de problemas políticos y sociales ya no son exclusivamente nacionales, sino que tienen una marcada naturaleza global. La crisis medioambiental, las migraciones masivas, el narcotráfico, las pandemias y las epidemias y las crisis económicas son prueba de lo anterior. Ahora bien, sostengo que estos desafíos, debido precisamente a su escala global, encierran complejidades e interdependencias que no pueden enfrentarse con un Estado mínimo como el enarbolado por el imaginario liberal contemporáneo. En efecto, son problemáticas que, al rebasar las fronteras nacionales, generan consecuencias duraderas que atraviesan generaciones y afectan de forma desigual a distintos grupos sociales, trayendo consigo efectos en cadena difíciles de prever o contener desde una lógica centrada en la acción individual y privada. También son desafíos que generan externalidades negativas de enorme calado que la iniciativa empresarial no está dispuesta a asumir por sí sola. Quizá uno de los ejemplos más ilustrativos es la pandemia por COVID-19, pues mientras tuvo lugar ningún país pudo enfrentar sus consecuencias sin una acción estatal decidida que garantizara el acceso a la salud, distribuyera recursos, regulara mercados y promoviera la cooperación internacional. Allí donde el Estado fue débil o negligente, las consecuencias fueron más devastadoras y permanentes. De hecho, quedó en evidencia que la lógica del mercado, guiada por el lucro y la competencia, no estaba preparada para responder con eficacia a una emergencia sanitaria de tal magnitud, mientras que solo la intervención pública pudo articular respuestas multilaterales, coordinadas y orientadas al bien común.
En segundo lugar, el imaginario liberal contemporáneo asume que el Estado es el enemigo por antonomasia de la libertad individual, pero perdiendo de vista que actualmente algunas formas de interferencia en contra de la libertad pueden ser generadas también por instancias no políticas, tales como las empresas multinacionales. Su gran poder y sus elevados ingresos —a veces superiores a los de Estados enteros— tienen tal alcance económico, político y social que interfieren de manera directa y abierta contra la vida libre. Por ejemplo, corporaciones tecnológicas —como Google, Meta o Amazon— recolectan, procesan y comercializan datos personales de millones de usuarios sin tener un consentimiento plenamente informado de su parte. Por medio de algoritmos opacos y prácticas de vigilancia digital, estas instancias afectan ostensiblemente la libertad civil, pues atentan contra la privacidad de los individuos, condicionan sus decisiones de consumo, manipulan sus preferencias políticas e incluso llegan a influir en procesos electorales. De forma similar, organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, especialmente en países del Tercer Mundo, imponen condiciones económicas y políticas que interfieren decisivamente en la vida de los individuos, al restringir el gasto social, forzar privatizaciones y flexibilizar los derechos laborales. Aun así, raras veces estos son señalados enfáticamente como enemigos potenciales o efectivos de la libertad individual. Por todo lo anterior, el imaginario liberal contemporáneo ni siquiera cumple convincentemente la promesa de visibilizar y cuestionar las más importantes interferencias en contra de la libertad individual.
Cabe agregar que la influencia de las corporaciones multinacionales y de los organismos financieros internacionales en las sociedades se manifiesta en formas explícitas de interferencia, aunque también en formas más sutiles y estructurales de atentados contra la vida libre. Precisamente, la tercera objeción que desarrollaré está asociada con una exploración de los otros modos de atentar contra la libertad individual que el imaginario liberal contemporáneo no visibiliza ni cuestiona. Como se señaló en la sección anterior, la tradición política liberal tiene como premisa fundamental que la libertad solamente se encuentra afectada cuando el individuo padece interferencias explícitas y directas. El problema es que, desde este enfoque, no califican como atentados contra la libertad formas de injusticia como aquellas que acontecen cuando alguien no está padeciendo interferencias en el sentido estricto de la palabra, pero sí se encuentra al arbitrio de un otro —sea una persona, una empresa o incluso una institución estatal— que posee la capacidad de intervenir en sus decisiones en cualquier momento. Un trabajador puede no ser despedido aún, pero vivir bajo la constante amenaza de perder su empleo si no acepta condiciones injustas; también una mujer puede no estar siendo agredida en un momento dado y de todos modos verse obligada a actuar según lo que espera un entorno dominado por el control o la intimidación de su pareja.
Esta seria limitación de la teoría liberal acerca de la libertad ha sido señalada por filósofos y politólogos contemporáneos como Quentin Skinner (2004), Philip Pettit (1999), Maurizio Viroli (2014) y Santiago Castro-Gómez (2019), quienes, sobre la base de una actualización de la tradición republicana asociada con autores como Cicerón, Tito Livio y Maquiavelo, han puesto de relieve que la libertad no puede reducirse a la mera ausencia de interferencias, ya que debe considerar también las condiciones estructurales de dominación que impiden a los individuos actuar libremente. Según ellos, cuando se padece dominación, se vulnera la libertad al insertar al individuo en una relación de subordinación, en la que su libertad queda supeditada a una voluntad ajena. Un escenario que genera efectos psicológicos adversos: fomenta un miedo, una incertidumbre y una actitud servil, pues quien se sabe dominado suele actuar con cautela, anticipando la voluntad del otro para evitar sanciones y represalias. En tales contextos sociales y políticos, la libertad no se erosiona por una coacción explícita y directa, sino por la necesidad constante de tener que adaptarse a un poder arbitrario que podría intervenir en cualquier momento y trastocar el proyecto de vida del individuo.
Así, desde mi punto de vista, el republicanismo contemporáneo se presenta como una tradición de pensamiento político más fértil para abordar críticamente la dominación contra los trabajadores en el ámbito laboral, la dominación por razones de género, la dominación en clave geopolítica y otros tipos de vínculos atravesados por la arbitrariedad y la discrecionalidad. Defiende, pues, una idea de libertad más ambiciosa y sustantiva, inseparable del control colectivo sobre el poder y de la lucha contra la dominación política y económica.
Otra razón por la que me parece relevante presentarle atención a la propuesta republicana contemporánea es que, sin caer en una posición estatista o colectivista, proporciona una justificación para la existencia de un Estado concebido como una herramienta útil, precisamente, para combatir las formas complejas, sutiles y estructurales de la dominación. En otras palabras, el Estado no es interpretado como el enemigo por antonomasia de la libertad individual. El republicanismo asume que, así como un individuo puede padecer dominación sin que existan interferencias de por medio, puede encontrarse interferido sin que esto suponga que esté dominado. Para Pettit, una persona o una institución pueden interferir legítimamente en mi actividad solamente si tales interferencias cumplen la promesa de promover mis intereses sobre la base de opiniones compartidas por mí. En tal situación, resultaría incorrecto sostener que estoy sufriendo interferencias arbitrarias o que mi libertad ha sido atropellada (Pettit, 1999, pp. 41-42). Para los republicanos, “las leyes de un estado factible, y en particular, las leyes de una república crean la libertad de que disfrutan los ciudadanos; no mitigan esa libertad, ni siquiera de un modo ulteriormente compensable” (Pettit, 1999, p. 57). Significa que la libertad se entiende como un estatus disfrutado por el individuo en tanto que ciudadano bajo el imperio del derecho, debido a que son el Estado y las leyes los que garantizan, entre otras cosas, que las voluntades de los tiranos, oligarcas y facciones no se impongan a los demás miembros de la comunidad política (Viroli, 2014, p. 149).
Por supuesto, el Estado es un dominador potencial, pero el republicanismo entiende que esta posibilidad puede ser contenida mediante mecanismos institucionales como la rotación de cargos, la separación de poderes, las sanciones contra la corrupción, la adecuación a la opinión ciudadana, la exigencia de justificación racional de las decisiones políticas y la transparencia y previsibilidad de las leyes. Aplicados de modo efectivo, estos mecanismos impiden que las obligaciones cívicas se conviertan en interferencias arbitrarias e ilegítimas. Más bien, el republicanismo apuesta por una ciudadanía activa sobre la base de una articulación de derechos y deberes.
Una muestra del menor escepticismo republicano frente al Estado y las obligaciones cívicas es su rechazo a considerar los impuestos como un mal intrínseco, a diferencia de liberales, neoliberales y libertarios, que están claramente más inclinados a entenderlos como interferencias excesivamente onerosas o, en algunos casos, como formas de robo o de trabajo forzado. La propuesta republicana interpreta la fiscalidad no menos objetable que la dominación que busca evitar. Si un gobierno grava fiscalmente a los individuos dentro del marco legal, no hay dominación. Y no solo porque esta interferencia se produzca bajo el amparo de la ley, sino también porque está orientada a atender los intereses de los ciudadanos y se basa en las interpretaciones que estos hacen de sus propios fines (Pettit, 1999, p. 196-197).
Por ende, desde el enfoque republicano, si el objetivo principal de una sociedad es salvaguardar genuinamente la libertad, es imprescindible la configuración de un Estado que tenga como roles tanto la protección frente a interferencias abiertas y directas como la la lucha contra las relaciones de dominación. Esto implica garantizar condiciones materiales mínimas de existencia, regular y fiscalizar el poder privado —económico, tecnológico o simbólico— y asegurar que toda forma de autoridad esté sujeta a mecanismos de control democrático y rendición de cuentas.
Consideraciones finales
Tal y como se ha evidenciado a lo largo de este ensayo, la exaltación de una libertad entendida como ausencia de interferencias y la defensa de un Estado mínimo se han convertido en principios rectores de un imaginario político liberal desde el que amplios sectores de la población mundial interpretan y valoran su relación con el poder, las instituciones y los demás actores sociales. Sin embargo, esta concepción resulta limitada frente a los desafíos contemporáneos de las sociedades democráticas, en particular aquellos vinculados a problemas de escala global, a formas de interferencia ejercidas por actores no estatales, y a atentados contra la libertad que derivan de estructuras complejas de dominación y dependencia.
A partir del análisis de la tradición liberal, así como de sus versiones más recientes en el neoliberalismo y el libertarianismo, se ha puesto de relieve que la defensa irrestricta del mercado y la desconfianza sistemática hacia lo público han debilitado los principios de justicia, equidad y solidaridad. Al reducir la libertad a la simple ausencia de coacción estatal, se ignoran las condiciones materiales, simbólicas y estructurales que afectan de manera decisiva la capacidad real de los individuos para autodeterminarse, especialmente en contextos marcados por la desigualdad y la subordinación persistente como los del Tercer Mundo.
Frente a esta limitación, la tradición republicana ofrece una alternativa más robusta al concebir la libertad no como un retiro individualista, sino como un estatus político garantizado por la ley común y sostenido por instituciones sujetas al control democrático. Esta visión permite revalorizar el rol del Estado como herramienta legítima para combatir relaciones de dominación —sean estas políticas, económicas, tecnológicas o domésticas— y para articular un proyecto de ciudadanía activa que no tema las obligaciones cívicas, sino que las reconozca como condición misma de una vida verdaderamente libre.
Referencias bibliográficas
- Para una exploración detallada de esta interpretación de Hobbes desde la perspectiva del republicanismo, véase Skinner, Q. (2010). Hobbes y la libertad republicana. Universidad Nacional de Quilmes. ↑
Bibliografía
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