Gonzalo Gamio Gehri
Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya.
Tener fe en el Perú —en su democracia, en la autonomía de las instituciones, en el imperio del derecho— es cada vez más difícil. Es cierto que la fe se pone a prueba en los momentos adversos, pero duele constatar cómo nuestra “clase política”, ese pacto infame que nos gobierna, pugna por dejar al país sumido en la ignorancia, la crueldad y la barbarie. Legisla a favor del crimen organizado y de las economías ilegales, asegura la impunidad de los perpetradores de delitos graves contra los derechos humanos, desmantela la ley universitaria, desactiva la reforma política y se esfuerza en reescribir la historia de una manera distorsionada, burda e impúdica. Nuestro “régimen híbrido” camina a paso ligero hacia el autoritarismo.
Quien examine los acontecimientos recientes desde una cierta perspectiva histórica afirmará que, parafraseando a Martín Adán, estamos “volviendo a la normalidad”: aquella en la que el abuso y la falta de libertad son la norma. No faltan a la verdad. Nuestro país ha padecido numerosos golpes de Estado, restricciones a los derechos ciudadanos básicos, sujeción a los dictámenes de supuestas “instituciones tutelares” —por lo general, las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica—, persecución de la oposición política y del periodismo independiente. No está de más señalar que, tristemente, hay quienes se sienten conformes con ese estado de cosas. Después de todo, cuidar el pensamiento propio y ejercer la libertad entrañan grandes riesgos. La fascinación por la “mano dura” del caudillo de turno es un hecho, y numerosos compatriotas prefieren comportarse como súbditos antes que como ciudadanos. No son la mayoría, pero existen.
Muchos peruanos nos sentimos profundamente ofendidos cuando nuestros políticos de oficio nos toman por seres incapaces de pensar y creen que pueden persuadirnos deslizando cualquier argumento ridículo para justificar algún atropello contra la legalidad, contra la democracia liberal y contra un mínimo sentido de realidad.
Por ejemplo, la presidenta Dina Boluarte propone a la opinión pública incumplir la orden de la CIDH de frenar la promulgación de una cuestionable ley de amnistía recientemente aprobada por nuestro controvertido parlamento, alegando que “no somos una colonia” y que la corte pretendería suspender “un proyecto de ley que busca justicia para miembros de nuestras fuerzas armadas”[2]. Se refiere a una perniciosa ley de amnistía que persigue lograr la impunidad de malos agentes del Estado sobre los que pesan sentencias o procesos judiciales por cometer asesinato, desaparición forzada, tortura, entre otros crímenes durante el conflicto armado interno. La promoción de impunidad, así como la imposición de amnesia moral y política son medidas absolutamente incompatibles con el anhelo de justicia y con el logro de paz que una sociedad posconflictiva requiere para sanar sus heridas. Esta iniciativa constituye un duro golpe a las víctimas (mayoritariamente pobres y habitantes de comunidades altoandinas o amazónicas) que han luchado a lo largo de muchos años por la defensa de sus derechos universales ante los tribunales.
La CIDH no es un “tribunal extranjero”: es una instancia del sistema internacional de justicia del que nuestro país forma parte en virtud de una decisión soberana, la suscripción del Pacto de San José. El orden interamericano de derechos humanos constituye una instancia que los ciudadanos podemos invocar si se agota el recurso a las instancias nacionales en nuestra búsqueda de justicia, o si el Estado es precisamente aquella entidad que ha vulnerado nuestros derechos básicos. La intervención de la Corte no implica ninguna afectación a la “soberanía nacional”; se trata más bien de un acto que persigue proteger los derechos de los ciudadanos más vulnerables en todos los asuntos de la vida ordinaria, incluidos la comunicación y el trabajo, no solo en los casos que involucran el ejercicio de la violencia física.
La absurda alusión al “colonialismo” no tiene asidero alguno; si no fuera una insinuación agraviante que acarrea consecuencias políticas particularmente peligrosas, provocaría las sonoras carcajadas de los entendidos en las cuestiones del derecho internacional público y los derechos humanos. En efecto, la denuncia del Pacto de San José y el eventual retiro de la CIDH provocarían que el Estado peruano se convirtiera en un paria internacional, condición que afectaría sustancialmente la situación de nuestro país en términos políticos, económicos y diplomáticos. Estamos refiriéndonos a sumirnos en la misma condición de Cuba, Venezuela y Nicaragua, naciones que están fuera de la jurisdicción del orden interamericano de derechos humanos; a la sazón, “países fallidos”, según el punto de vista del último discurso presidencial. Curiosamente, nuestras autoridades están supuestamente comprometidas con el proyecto de que el Perú ingrese finalmente a la OCDE, una aspiración imposible para un Estado que elige apartarse de instituciones de justicia global como la CIDH, con el único fin de proteger a quienes cometieron graves delitos deshonrando el espíritu y el honor de los institutos armados.
Estos intentos de retiro del sistema global de justicia —que nos recuerdan los peores años del régimen autoritario de Fujimori y Montesinos— constituyen una expresión más del grave retroceso democrático que vive actualmente nuestro país. Uno se pregunta seriamente hasta qué límite pretende llegar nuestra “clase política” en su retorcido afán por hacer valer una vergonzosa ley de amnistía. Esta penosa situación se complica todavía más si tomamos en cuenta que nuestra ciudadanía está actualmente desmovilizada. El gobierno de Boluarte y el Congreso de la República cuentan con apenas un 2 % de aprobación, según las encuestas más serias disponibles en nuestra sociedad. No obstante, nuestros políticos de oficio —lejos de sentirse preocupados ante aquellos datos— siguen tomando decisiones que son directamente lesivas del bien público, medidas que son rechazadas por una amplia mayoría de la población. No retroceden en el proceso de instalación del proyecto autoritario al que se han adherido. Nuestra inacción —sin lugar a dudas— refuerza su actitud. Lo que corresponde es que los ciudadanos volvamos a manifestarnos pacíficamente en las calles, que hagamos sentir nuestra voz, llamemos nuevamente las cosas por su nombre y nos atrevamos a coordinar acciones para defender la institucionalidad democrática frente a quienes la socavan desde la escena política. No estamos a merced de estos políticos inescrupulosos y clamorosamente mediocres; podemos transformar esta situación si asumimos nuestra capacidad de actuar en concierto. Recuperar la fe en el Perú exige intervenir en la esfera pública. Como sugería agudamente Miguel de Unamuno, en momentos en los que principios sumamente valiosos están en juego, el silencio ciudadano se convierte en penosa complicidad.