Inicio MayeúticaEl Vuelo del Búho ¿Quién es el pueblo? Apuntes filosóficos sobre los rostros del populismo

¿Quién es el pueblo? Apuntes filosóficos sobre los rostros del populismo

por PÓLEMOS
29 vistas

Gonzalo Gamio Gehri

Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor de los libros La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política (2021), El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica (2021), Tiempo de Memoria. Reflexiones sobre Derechos Humanos y Justicia transicional (2009) y Racionalidad y conflicto ético. Ensayos sobre filosofía práctica (2007). Es coeditor de El cultivo del discernimiento (2010) y de Ética, agencia y desarrollo humano (2017). Es autor de diversos ensayos sobre ética, filosofía práctica, así como temas de justicia y ciudadanía intercultural publicados en volúmenes colectivos y revistas especializadas.


[1] 1.- Introducción. La invocación al “Pueblo” y el carácter del discurso político.

En el Perú ya nos estamos acostumbrando al uso y abuso de la referencia al “Pueblo” como instancia última de legitimación del discurso político. Lo hacen las autoridades del gobierno y del Congreso, así como los portavoces de la derecha y los de la izquierda. Los actores políticos reclaman la representación del Pueblo. Cuando ellos hacen una declaración, formulan una propuesta o enfrentan a sus rivales en la arena pública, sostienen que es el “Pueblo” el que se manifiesta a través de su voz. Se trata de un recurso habitual en las políticas populistas y caudillistas, no solamente en América Latina.

Resulta pertinente interrogarse acerca de quién es el sujeto (colectivo) que los líderes políticos invocan cuando aluden al “Pueblo”. ¿Se trata de una entidad gaseosa – “abstracta”, en términos de Hegel- o se le asocia rigurosamente con un grupo humano puntual? En todo caso, los políticos populistas le atribuyen cualidades cuasi divinas. De hecho, para describirlo se recurre a las características que tradicionalmente se predican de Dios: pureza moral, infalibilidad, omnipresencia y (a la larga) omnipotencia. Al ponerse en contacto directo con el “Pueblo”, el líder populista cree convertirse en su supremo intérprete, en su incuestionable sumo sacerdote. Se trata de una posición que han asumido múltiples actores sociales desde diferentes canteras ideológicas. “Todo acto o voz genial viene del pueblo y va hacia él”, reza el famoso Himno a los voluntarios de la República de nuestro poeta César Vallejo.

Aquí encontramos una especie de analogía moral y teológica bastante retorcida que entraña un argumento falaz. Si las mayorías esgrimen un punto de vista o exhiben los estandartes de un compromiso político, su validez no depende de su popularidad. La verdad (o la rectitud) de una creencia o convicción no se reduce a su sintonía con las preferencias de un número considerable de personas. Desde los griegos, la política democrática está asociada a las decisiones que los ciudadanos pueden tomar como expresión de la deliberación pública, el libre intercambio de razones en el ágora. Cuando se usaba la palabra démos, no se hacía referencia de alguna manifestación multitudinaria o de la inequívoca aclamación de las masas; esa clase de inmediatez entusiasta estaba claramente reñida con las prácticas democráticas. Así ha sido no solo en la Atenas de Pericles, sino en los sistemas liberales occidentales posilustrados. Además del proceso deliberativo, una democracia moderna incorpora principios, procedimientos, normas legales, así como mecanismos institucionales y prácticas ciudadanas que ponen límites razonables al voluntarismo de los grupos sociales.

Estas apelaciones al “Pueblo” en los términos del populismo se revelan profundamente antidemocráticas, como argumentaré en un momento. Intentaré primero responder a la pregunta que da título a este breve ensayo examinando las nociones disponibles en la retórica populista. Lo interesante (e inquietante) del caso es que -si analizamos el discurso político de los actores que evocan repetidamente al “Pueblo”- no parece existir una respuesta clara a esta cuestión. Antes bien, existe un conjunto de posibles referentes de esta polémica noción; resulta curioso constatar que los actores no solo pueden ser ambiguos en su uso, sino que suelen saltar de un posible referente a otro por razones estratégicas. A veces, el término “Pueblo” alude a la totalidad de las personas, a veces a los miembros de un Partido, a veces se refiere a los componentes de una clase social, etc. Los líderes y los activistas políticos no suelen formular una definición ni a discutir una idea estricta sobre la naturaleza del “Pueblo”. Ellos se dirigen a un público al que pretenden persuadir y, si cabe, conducir en los escenarios de acción política.

2.- Las diversas descripciones del “Pueblo”.

¿A quiénes se alude cuando se invoca al “Pueblo” como instancia legitimadora del discurso político o de algún programa de acción o iniciativa de carácter público? Como he señalado, para aclarar este enigma filosófico tenemos que enfrentar una serie de confusiones que enturbian el debate ciudadano. Examinaré algunas opciones de interpretación que han sido planteadas explícitamente en la arena política o que subyacen en el fondo de la retórica de los líderes políticos.

  1. La gente.

En ocasiones, el concepto de “Pueblo” se refiere al conjunto de los habitantes de una sociedad. No solamente a los seguidores del líder y los suscriptores de su visión política, sino a todos los individuos, incluidos sus rivales políticos. Se trata de cada una de las “partes” del hipotético contrato social, así como las personas de las que habla la primera parte de la Constitución que enuncia los derechos fundamentales. Es, asimismo, el sujeto soberano que expresa su decisión en las urnas. La identificación del “Pueblo” con la gente -el “público general”- es intuitivamente plausible, pero resulta poco útil para los combates cotidianos en la arena política. Los caudillos necesitan construir un lenguaje de división: somos “nosotros” contra “ellos”. Sean de la facción ideológica que sean, los actores políticos populistas echan mano (con suma imprecisión) de las ideas de Carl Schmitt, que se sirven de la distinción amigo /enemigo con el propósito de definir posiciones en el espacio político.

  1. Las clases oprimidas.

Una alternativa a esta primera interpretación es aquella que usa la noción de “Pueblo” para referirse a las clases oprimidas; en la terminología empleada por el marxismo ortodoxo, ellas están compuestas por los trabajadores, es decir, obreros y campesinos. Se trata de un discurso que ya tiene una sólida tradición intelectual, aunque este sistema especulativo ha sido sistemáticamente mellado por la simplificación ideológica en la que incurren muchos de sus usuarios. Aquí sí encontramos un lenguaje de división y de conflicto, incluso violento. En efecto, la pertenencia a la “clase social” configura un “nosotros” que se opone a un “ellos”, bajo el horizonte de los conflictos de clase.

El “Pueblo” es la “clase proletaria” que se enfrenta a las “clases dominantes” (empresarios, terratenientes, políticos) y a sus secuaces (en la retórica actual, tecnócratas, periodistas, etc.). Karl Marx consideraba que esta clase social constituía el “sujeto práctico” de la Revolución y, por lo tanto, el artífice del Reino de la libertad en el curso de la historia universal.  Caracterizaba a la clase trabajadora poseer una visión moral perspicaz, una comprensión objetiva – “científica”- de los conflictos sociales. La conciencia de clase le confería una suerte de clarividencia epistemológica, aunque el tránsito del elemento de la teoría hacia la práxis no esté en absoluto justificado. En esa fragua se forja a fuego lento “el hombre nuevo”. Por supuesto, pensadores de la talla de Marx y Mariátegui no hubiesen avalado jamás los regímenes totalitarios del bloque del Este, y habrían condenado con seguridad la oscura combinación entre el discurso socialista y el caudillismo. Esa mezcla bizarra es la fuente originaria del populismo de izquierda.

  1. Una nación.

Para otros actores políticos, el “Pueblo” alude a una comunidad de personas hermanada por una cultura y por una historia compartidas, por el uso de una lengua común, e incluso por suscribir estrictamente una confesión sobre lo divino. Vincula a estas personas una traditio, un legado espiritual que se ha recibido de sus ancestros, una herencia que ellas debenactualizar, tanto en la vida pública como en la privada. Se puede rastrear esta perspectiva en la idea romántica de Volkgeist, el “espíritu del pueblo”. Esta interpretación tiene un origen venerable y riguroso que remite a la obra de J. G. Herder, cuyo pensamiento ha experimentado, como en el caso de Marx, el drama de sufrir una grosera simplificación. La teoría de la identidad comunitaria de Herder ha sido víctima de quienes degradaron su visión de la cultura hasta convertirla en un credo dogmático y cruel. El populismo de derecha se ha desarrollado en torno a los derroteros ideológicos de la persecución del “destino glorioso” de una nación. Las diferentes manifestaciones del pensamiento reaccionario y el fascismo proceden de la radicalización de este ideario tribalista. Con frecuencia esta invocación colectiva a recuperar las antiguas tradiciones y entregarse a un supuesto destino común empuja a sus suscriptores a denostar al “globalismo”, las organizaciones defensoras de derechos humanos y las diferentes versiones del liberalismo político.

  1. Las “masas” guiadas por el Partido.

 Aquí el “Pueblo” es la multitud organizada y conducida por el partido que articula con inteligencia todas sus metas de carácter emancipatorio. Se trata de la plebe empobrecida que asume un proyecto revolucionario. Esta tesis nos remite al “modelo leninista” que postulaba una sintonía inmediata entre las bases de la sociedad y el “Régimen de partido único” que caracterizaba al viejo Estado comunista; también evoca, sin embargo, el corporativismo de los regímenes fascistas en Italia, Alemania y España que asimismo contaban con un partido totalitario que funcionaba como organismo rector del Estado. El partido ofrece una “ideología”, un discurso o programa de acción que recoge, vehicula y conduce los sentimientos y actitudes de un sector de la población frente a un cierto fenómeno que la sociedad enfrenta (una crisis política o económica, una pandemia, un proceso de migración, una guerra, etc.). El partido pretende convertirse en un “canal” para la expresión de las reacciones de estos grupos sociales. En tiempos de un agudo personalismo político -como los que vivimos-, los líderes partidarios se conciben a sí mismos asumiendo dicho rol de dirección.

3.- El pluralismo en una sociedad libre. Ciudadanía democrática y “Pueblo”.

Estas son algunas interpretaciones del “Pueblo” que están sólidamente presentes en el discurso político cotidiano. Los políticos no se detienen a precisar las determinaciones del colectivo al que se dirigen y al que se proponen “representar”. A menudo, los líderes utilizan esta ambigüedad en su provecho: si les es conveniente, se referirán al “Pueblo” como la gente, o invocarán a la clase trabajadora, a la nación o pretenderán movilizar a las “masas”. Como la discusión rigurosa de ideas ha desaparecido prácticamente de nuestra escena política, la confusión en esta materia impera en el espacio público, de modo que muchos políticos se valen de ella para capturar a su auditorio o la padecen sin remedio[2]. En sentido estricto, un populismo irresponsable opera en la política de las últimas décadas. Podría decirse que estamos asistiendo a un proceso de debilitamiento de la esfera pública, un proceso que debemos combatir, ciertamente potenciando espacios de ciudadanía activa, en particular, en la sociedad civil[3]. El énfasis en el consumo, la precariedad de las instituciones y el decisivo repliegue del intercambio en torno a ideas políticas generan lo que John Dewey denominaba el eclipse de lo público, una condición en la que “los elementos políticos de la constitución del ser humano, aquellos que tienen que ver con la ciudadanía, quedan arrinconados a un lado”[4].

El célebre politólogo holandés Cas Mudde ha desarrollado una interesante aproximación al populismo y a sus formas de comunicación con el público. A su juicio, lo que distingue a la concepción populista es la oposición férrea entre “élites” y “mayorías”, un antagonismo que obedece esencialmente a criterios morales[5]. En efecto, las “élites” son identificadas como “corruptas”; en cambio, el “Pueblo” es “puro”, “auténtico” (y yo agregaría que es concebido como un ‘sujeto epistemológico privilegiado’). Los populistas no consideran que deben tomarse el trabajo de hacer alguna distinción rigurosa sobre este asunto. Les basta este contraste tan arbitrario y gaseoso al que, como he señalado anteriormente, subyace un razonamiento claramente falaz. Que una persona o grupo de personas pertenezca a un determinado sector social no garantiza su “pureza ética” ni que cuente con una mirada lúcida sobre las cosas[6].

¿Quiénes conforman las “élites”? Sobre ellas habría que hacer un ejercicio de teoría política y de filosofía, un ejercicio análogo al que estamos desarrollando aquí con el término “Pueblo”. Por lo general se las identifica con los denominados “poderes fácticos”: los grandes empresarios; los políticos de oficio; los altos mandos de las Fuerzas Armadas; las autoridades eclesiásticas; los directores de los medios de comunicación; los intelectuales. Ellos estarían corrompidos porque -según arguyen las ideologías de vanguardia- las “élites” no participarían de las actividades vinculadas al trabajo físico y a la vida comunal, que serían fuente de fortaleza moral y clarividencia sobre el curso de la historia. Desde luego, una concepción progresista de la política -comprometida con la justicia- debe ponerse del lado de las personas que padecen violencia y exclusión, así como coordinar acciones con ellas en los espacios de acción cívica. Sin embargo, ninguna de estas prácticas implica avalar un conjunto de presuposiciones infundadas acerca de la presunta pureza moral de las “masas”.

El fortalecimiento de los populismos de extrema derecha y de izquierda radical ha tenido como consecuencia el progresivo arrinconamiento del centro democrático, vale decir, el pensamiento progresista que está a la base tanto de la derecha liberal como de la izquierda moderada. En tiempos de crisis, es sabido que las posiciones radicales adquieren un mayor protagonismo al interior del sistema político[7]. El calificativo de “tibios” aplicado a las posiciones de derecha y de izquierda liberales, e incluso la reivindicación de virtudes públicas como la tolerancia y la prudencia es acusada de raquitismo moral. El sociólogo Wolf Lepenies sostiene que en períodos de tribulación -caldo de cultivo de ideologías totalitarias- se exige rechazar toda muestra de “debilidad política” en términos del cuidado de las libertades políticas y la apertura a la diversidad de ideas y estilos de vida[8]. Lepenies es un estudioso de la era de la Europa fascista que ha analizado cómo, en la Alemania nazi, el gobierno se propuso conducir “la patria” más allá de la supuesta “laxitud espiritual” de las prácticas democráticas, enarbolando expresamente la intolerancia como un presunto “bien”. Sin llegar a sostener que estamos en una circunstancia histórica similar, resulta evidente que vivimos una época en la que la esfera pública es receptiva a propuestas políticas de corte caudillista y potencialmente autoritario, en ambos lados del espectro ideológico.

Junto al retraimiento de las diferentes versiones del centro político y al ascenso de posturas radicales encontramos en la escena política una sistemática actitud de desprecio por el conocimiento y por el pensamiento crítico. El mensaje populista suele apelar a los sentimientos más viscerales para movilizar a sus seguidores, empujándolos a sospechar de las normas, procedimientos e instituciones que estructuran una sociedad liberal. Los caudillos populistas alientan a sus seguidores a desestimar el trabajo de la ciencia. Hemos sido testigos de este fenómeno en el contexto de la pandemia de COVID-19. Sectores políticos de extrema derecha e izquierda exhortaban a sus adeptos a no vacunarse o a cuestionar las medidas de confinamiento, el uso de mascarillas o la práctica del distanciamiento social. Ciertos grupos de inspiración antiliberal identifican a los científicos y a los investigadores sociales como parte de las “élites”. A su juicio, ellos gozan de privilegios en la sociedad, viven del Estado, o promueven ideas alejadas de la “sensibilidad popular”. Consideran que los intelectuales públicos vinculados al estudio de las ciencias humanas y sociales están comprometidos con el reconocimiento de grupos secularmente excluidos: las culturas aborígenes, las mujeres, la comunidad LGTBIQ+, etc. Con frecuencia, las reacciones de colectivos extremistas contra estos movimientos sociales sobrepasan el límite de la violencia. No pocos especialistas comparan lo que sucede en la actualidad con el fenómeno que George Mosse describía como la brutalización de la política a propósito de la Europa de los años treinta[9]. En el Perú, los dos extremos ideológicos asumen una actitud de abierta hostilidad contra la academia y los sectores progresistas del espacio público[10]. Grupos radicales sabotean presentaciones de libros en los que se discuten ideas políticas de largo alcance. Precisamente Juan de la Puente sostiene que en nuestro país se ha instalado no solo una política sucia, sino también la “política brutal”[11].

Retomemos nuestra idea principal. El problema fundamental con la escueta invocación al “Pueblo” por parte de un sector de los políticos de oficio reside en su carácter antipluralista. En efecto, se asume como un hecho que el “Pueblo” es una entidad homogénea e indivisible, casi en los mismos términos de la voluntad general de Jean Jacques Rousseau. El “Pueblo” tiene una sola voz, tal y como puede colegirse del célebre refrán latino vox populi, vox Dei. Esta presuposición contraviene la comprensión más elemental de lo político. La comunidad política constituye un foro donde se pone de manifiesto una diversidad de opiniones, argumentos e intereses rivales. Esa pluralidad de perspectivas se acoge y examina en los espacios públicos disponibles en el sistema político y en la sociedad civil. Una genuina democracia se funda en el autogobierno ciudadano y en el intercambio libre de razones. La idea de la vox populi como expresión de una incuestionable unanimidad es profundamente contraria a la democracia.  De hecho, todos los tiranos -tanto de derecha como de izquierda- se han erguido como supremos portavoces de la voz del “Pueblo”. “El Pueblo soy yo”, señalan. Y, si le damos crédito a la historia, todos esos gobernantes autoritarios han gozado del “favor popular”, al menos por un tiempo.

En una democracia, el poder reside en la acción de los ciudadanos. El recurso al “Pueblo” resulta oscuro y engañoso, y puede encubrir la práctica de políticas autoritarias. Cada ciudadano tiene derecho a expresar sus puntos de vista sobre el curso de la vida pública; tiene, asimismo, el derecho de evaluar críticamente los argumentos que otros agentes formulan en los espacios comunes. Es libre de cuestionar o de oponerse al juicio de la mayoría. Los foros disponibles en el sistema político y en las instituciones de la sociedad civil están abiertos al intercambio de razones en condiciones de simetría y atendiendo al cuidado de la pluralidad de enfoques y perspectivas. En ellos, la autoridad más sólida es la que procede del mejor argumento. Los consensos son importantes en una sociedad libre, pero también lo son los disensos. La libertad de estar en desacuerdo, así como expresar su naturaleza y alcances, no es negociable. Se trata de un derecho humano irrenunciable. Las “masas” no tienen por qué imponer la adopción de una única opinión.

Los suscriptores del credo populista suelen afirmar que su apología del populus y su visión unitaria de las cosas descansa en la confianza en que la consecución del bien común constituye el objetivo primordial de la vida social. Cualquier proyecto político digno debe plantearse el logro del bien común como meta colectiva. No hay duda de que la búsqueda del bien público es una causa valiosa, perfectamente compatible con la democracia. En Roma, la apelación al populus era inseparable de las instituciones y las leyes que estructuraban la vida republicana, así como la acción directa de los agentes políticos en los foros disponibles en la venerada civitas. En las comunidades políticas contemporáneas, este legado latino no ha perdido su poder e influencia en la organización del sistema legal y político, y al interior del pensamiento en torno a lo público que lo funda. Las exigencias del bien común no pueden entrar en conflicto con el sistema de derechos individuales, no en una sociedad moderna. El respeto de los derechos humanos y las libertades individuales es la roca firme de una democracia genuina.

Las pretensiones del discurso del populismo colisionan frecuentemente con los valores públicos democráticos. Lepenies arguye -citando a Valery- que en “tiempos puros”, es decir, en tiempos en los que se exige y elogia el imperio de la unanimidad en la sociedad, el pluralismo es rechazado como trasfondo ético-espiritual de la vida política. No obstante, sin el cultivo del pluralismo no existiría democracia y se perderían completamente las libertades públicas más básicas. Ante aquella exigencia de pureza, asevera el autor, “la intolerancia se convierte en una virtud”[12]. En el corazón del populismo late la demanda por sintonizar, sin apelaciones, con el grupo que se evoca equívocamente como “Pueblo” (la gente, las clases marginadas, una nación o las “masas”, o todos ellos indiscriminadamente) en el marco de su imprecisa y sinuosa prédica. Los procesos de deliberación cívica en la esfera pública, así como los principios y normas que vertebran el Estado constitucional de derecho establecen un límite claro a las pretensiones del populismo, en la medida en que este pretende imponer el parecer de una presunta mayoría sobre el derecho de los individuos a discrepar y a hacer valer las diferencias en el espacio común. Los ciudadanos tenemos la obligación de defender estos límites, con el propósito de preservar entre nosotros la libertad y la aspiración a la justicia.


Referencias

[1] Las continuas e iluminadoras conversaciones con Alessandro Caviglia y Ricardo Falla han sido decisivas para la elaboración de este ensayo.

[2] Esta es la tesis central de mi libro El experimento democrático. Gamio, Gonzalo El experimento democrático. Reflexiones sobre teoría política y ética cívica Lima, UARM 2021.

[3] He discutido este problema en Gamio, Gonzalo La construcción de la ciudadanía. Ensayos sobre filosofía política Lima, UARM-IDEHPUCP 2021.

[4] Dewey, John La opinión pública y sus problemas Madrid, Morata 2004 p. 132,

[5] Mudde, Cas “Populism. An ideational Approach” en: Kaltwasser, Rovira, Paul Tagger, Espejo Ochoa & Pierre Ostiguy The Oxford Handbook of Populism Oxford, Oxford University Press 2017 pp. 27-47.

[6] Véase Gamio, Gonzalo “Dos izquierdas” en Pólemos (Noviembre 2021) https://polemos.pe/dos-izquierdas-apuntes-sobre-el-caracter-del-pensamiento-progresista/ .

[7] Véase Menand, Louis El club de los metafísicos Barcelona, Ariel 2016.

[8] Revísese Lepenies, Wolf “La intolerancia, esa terrible virtud” en: Varios autores La intolerancia Buenos Aires, Gránica 2007 p. 92.

[9] Consúltese Alcalde, A. “La tesis de la brutalización (George L. Mosse) y sus críticos: un debate historiográfico” en: Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, Nº 15, 2016, pp. 17-42.

[10] Cfr. Rivera, David “El odio a lo caviar” Diario La República 2 de julio de 2022, ver el enlace: https://larepublica.pe/opinion/2022/07/02/el-odio-a-lo-caviar-por-david-rivera/ .

[11] Examínese la entrevista que Juan de la Puente concede a Raúl Mendoza La República, suplemento Domingo 28 de marzo de 2021 en: https://larepublica.pe/domingo/2021/03/28/juan-de-la-puente-la-politica-brutal-ha-terminado-hegemonizando-la-campana/?ref=lre.

[12] Lepenies, Wolf “La intolerancia, esa terrible virtud” op.cit., p. 93.

Artículos relacionados

Si deseas publicar un artículo en Pólemos, envíanos un mensaje.

    El Portal Jurídico-Interdisciplinario «Pólemos» es un espacio virtual orientado al análisis de temas jurídicos y de actualidad. Nos distinguimos por tratar el Derecho desde un enfoque interdisciplinario, integrando conocimientos de distintas disciplinas para ofrecer una comprensión más integral y enriquecedora.

    EQUIPO EDITORIAL

    Directora: Marilyn Elvira Siguas Rivera

    Consejo Editorial:
    Valeria Tenorio Alfaro
    Raquel Huaco De la Cruz
    Claudia Dueñas Chuquillanqui
    Mariana Tonder Trujillo
    Carlos Curotto Aristondo
    Gustavo Sausa Martínez
    Guadalupe Quinteros Guerra
    Daira Salcedo Amador
    Alejandra Orihuela Tellería

    Camila Alexandra Infante García

    Jenner Adrián Fernández Paz

    SELECCIONADO POR EDITORES

    ÚLTIMOS ARTÍCULOS

    Pólemos @2024 – Todos los derechos reservados. Página web diseñada por AGENCIA DIGITAL MANGO