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La educación ciudadana y la participación en protestas sociales como mecanismo de rechazo a los gobiernos dictatoriales

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Isabelino Siede

Doctor en Ciencias de la Educación (UBA), Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA) y Profesor para la Enseñanza Primaria. Se desempeña como docente e investigador en la Universidad Nacional de La Plata y la Universidad Nacional de la Patagonia Austral.


La educación ciudadana es un asunto controvertido. En las escuelas convergen los intereses del Estado con los de múltiples actores sociales y comunidades culturales, con la expectativa de que allí se recreen las posibilidades de vida en común. En tal sentido, toda la experiencia escolar tiende a que las nuevas generaciones se integren en la sociedad, pero tal demanda no tiene ni ha tenido connotaciones unívocas. Desde el punto de vista de los Estados, la educación ciudadana alude generalmente a las prácticas pedagógicas que intentan cimentar la cohesión de pensamiento y de acción de una sociedad determinada; es decir, pretende generar las representaciones y los hábitos sociales que garantizan gobernabilidad. En América Latina, el surgimiento y la expansión de los sistemas educativos, en el siglo XIX, estuvo estrechamente relacionada con esta expectativa de convalidar y perpetuar el orden social emergente de las luchas de independencia y las guerras por la hegemonía entre diferentes facciones de las nuevas naciones. Desde el punto de vista de la sociedad civil, en cambio, la educación política frecuentemente se reclama como herramienta de resistencia al Estado y alude a los aprendizajes en el ejercicio del propio poder, a partir de entender que muchos discursos operan en cada sujeto y corroen sus elecciones (entre ellos, el Estado, las tradiciones y el mercado). Esta demanda se ha expresado generalmente en las objeciones y alternativas al sistema educativo dominante, aunque ha sido asumida desde el Estado cuando llegan al gobierno movimientos populares. Esta presentación, ciertamente esquemática, permite advertir que la educación ciudadana escolar tanto ha buscado legitimar un orden social como ha ofrecido herramientas para el ejercicio del propio poder.

Según relata Roger Cousinet, la Instrucción Cívica surgió en 1882, en Francia, para que los escolares supieran cómo se elige un concejal, un diputado, un senador o un presidente de la República, la naturaleza y duración de sus cargos, etc. (Cousinet; 1967). La estrategia adecuada para tales propósitos eran las lecciones de civismo, que el mismo autor describe como una metodología expositiva con sesgos de adoctrinamiento: “El método es didáctico: los alumnos escuchan y retienen las lecciones del maestro, en lugar de consultar el manual, que éste prefiere reservarse para su uso. Al maestro se le exige que no limite su enseñanza a una mera transmisión de conocimientos, sino que se valga, además, de cierta elocuencia y fuerza de persuasión. Toda enseñanza social resulta, en cierto modo y en primer lugar, un instrumento de propaganda” (1967, 273). Desde aquella perspectiva, la educación cívica se justifica por la legitimidad institucional de gobierno de las mayorías. Tales prácticas de enseñanza procuran, hoy como entonces, ofrecer informaciones y principios organizadores del sistema republicano en una sociedad democrática. 

Ahora bien, ¿qué pasa cuando las normas vigentes son injustas? ¿Qué pasa cuando el gobierno es ilegítimo? Ha dicho Rousseau que “la obediencia a la ley que uno se ha prescrito es libertad” (1998: 44) y esto no sólo atañe a la posibilidad de deliberar en la instancia de producir las leyes e intervenir en sus enunciados, sino también a la posterior adopción como regla ética de aquellas normas existentes, que cada joven reconoce como justas y pertinentes para fundar un orden social inclusivo y estable. La educación cívica que reclama sumisión y que encubre la responsabilidad colectiva de avanzar hacia una organización social más justa se aleja notablemente de aquel ideal democratizador. En ese sentido, la educación en la ciudadanía registra dos cambios sustantivos en sus perspectivas críticas y en desarrollos recientes de su didáctica específica: reconocer a cada estudiante como sujeto de derecho e invitarlo a ponerse en el lugar de quien produce la norma. Cada estudiante que llega hoy a las escuelas no tiene por delante la tarea de formular por vez primera los principios fundamentales, pero sí tiene la oportunidad de preguntarse si es preferible un mundo en el que los derechos humanos constituyan el fundamento de la vida social. Recorrer esa pregunta y recrear los fundamentos que dan validez a los documentos ya establecidos como normas transnacionales, como así también de la legislación local, es un desafío pedagógico de envergadura, que requiere precisas intervenciones didácticas. Por otra parte, las nuevas generaciones están convocadas a adentrarse en las discusiones de cada circunstancia histórica, para ampliar la agenda de derechos, para acortar la distancia entre las enunciaciones prescriptivas y los hechos que las contradicen, para adoptar las posiciones políticas que dan forma al estado derecho en cada contexto nacional. 

En consecuencia, el propósito de la educación ciudadana no puede reducirse a la expectativa de obediencia, sino que se centra en visibilizar y denunciar las tensiones que, en la actualidad, afectan el ejercicio de la libertad y retardan la construcción de una sociedad más justa, inclusiva, pluralista e igualitaria. El objeto de enseñanza no puede ser el mero respeto a la norma vigente, sino la rebeldía ante prácticas sociales y enunciados institucionales injustos. Para tal tarea, la rebelión tiene un largo recorrido teórico y práctico, que encuentra voz, por ejemplo, en Henry David Thoreau: “Hay leyes injustas. ¿Nos contentaremos obedeciéndolas o trataremos de corregirlas y seguiremos obedeciendo hasta que lo consigamos o, más bien, las transgrediremos en seguida?” (1997: 32). El mentor de la desobediencia civil avanza en su argumento, al considerar que la búsqueda de justicia no corroe las instituciones, sino que les exige legitimación constante de sus actos: “La autoridad del gobierno, aun aquella a la que estoy dispuesto a someterme –pues obedeceré prestamente a aquellos que saben y pueden hacer las cosas mejor que yo, y en muchos casos, hasta a quienes ni saben ni puedan tanto– es, con todo, todavía impura: para que aquel pueda ser estrictamente justo habrá de contar con la aprobación y consenso de los gobernados” (Thoreau, 1997: 48).

Resulta muy oportuno el cuestionamiento de toda forma autoritaria, pues lo que debilita a las democracias no es la protesta sino el flaco compromiso de la ciudadanía con sus propios derechos y responsabilidades. Tras la Segunda Guerra Mundial, Primo Levi, quien había sido víctima de persecución y escarnio en campos de concentración del nazismo, dio testimonio de su experiencia y frecuentemente encontraba, sobre todo en públicos juveniles, el cuestionamiento a la excesiva mansedumbre frente a la opresión. Con cierta incomodidad, respondía apelando a los cambios en la conciencia de la propia dignidad:  “La conciencia radicalizada de que la opresión no debe ser consentida, sino más bien resistida, no estaba difundida en la Europa fascista, y era particularmente débil en Italia. Era patrimonio de un círculo restringido de hombres políticamente activos; pero el fascismo y el nazismo los había aislado, expulsado, aterrorizado e incluso, destruido […]. En conclusión, reprochar a los prisioneros por la ausencia de rebelión representa sobre todo un error de perspectiva histórica: significa pretender de ellos una conciencia política que hoy es patrimonio, casi común, pero que entonces pertenecía sólo a una élite” (2005: 32-33). Levi se muestra optimista en la idea de que hay una conciencia política ya consolidada de resistencia a toda forma de autoritarismo. Por el contrario, quienes transitamos las aulas sabemos que esa conciencia es fruto de un arduo trabajo pedagógico que nunca cesa y requiere frecuente renovación ante formas más sutiles y afiatadas de domesticar a las masas.

Tras la Shoá, se discutió en foros internacionales un estatuto de dignidad humana que tomó el nombre de Declaración Universal de los Derechos Humanos. En 1948 la Asamblea de las Naciones Unidas, reunida en París, dedicó largas sesiones a discutir su articulado. Carrillo Salcedo (1999) reseña los debates que llevaron a la redacción del texto definitivo. Allí menciona que tanto Cuba como Argentina defendieron la incorporación del “derecho a la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Cuba ya había intentado que se aprobara el derecho de resistencia en la IXa Conferencia Internacional Americana, en la primera mitad de ese mismo año, concebida en los siguientes términos: “Se reconoce el derecho de resistencia ante actos ostensibles de opresión o tiranía” (Conferencias Internacionales Americanas; s/f: 215). A la hora de discutirlo en el foro de París, este derecho no fue reconocido en la Declaración más que como expresión negativa, en el párrafo tercero del Preámbulo, que afirma la necesidad de “que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. En la evaluación histórica de aquella propuesta, conviene tener en cuenta que el gobierno de Batista y el que llevó a Perón al poder se habían originado como levantamientos institucionales, por lo que quizá buscaron en este gesto una legitimación retroactiva. Como contrapartida, ambos fueron derrocados por la vía armada: Perón por un golpe militar con fuerte apoyo de un sector de la civilidad; Batista por la revolución que abrió el horizonte insurreccional a la izquierda latinoamericana.

Desde entonces, numerosos avatares políticos han sesgado la historia de América Latina, que ha visto sucederse democracias incompletas o cercadas, horribles dictaduras cívico-militares, gobiernos autoritarios de variada calaña y también organizaciones armadas de diverso signo, con mayor o menor legitimidad y recaudos éticos sobre su accionar. En ese contexto, ¿es legítimo esperar que la educación cívica escolar convalide el orden institucional del momento e invite a obedecer sin miramientos? Por el contrario, enormes movimientos de protesta pacífica como el de Martin Luther King al frente de los afroamericanos y el de Mahatma Gandhi en pos de la independencia de la India han hecho escuela en décadas no muy lejanas. En América hispana, la militancia y muerte de las hermanas Mirabal es un símbolo de la resistencia a las dictaduras. Del otro lado del Atlántico, la rebeldía de Mandela que lo llevó a la cárcel y su magnanimidad a la hora de gobernar una sociedad dividida muestran que la resistencia a la injusticia puede dar lugar a la construcción de una sociedad más justa. La participación en protestas sociales, en estos y muchísimos otros casos, ha transigido los modales de una civilidad pasiva para servir como palestra a causas de enorme sustento ético y potencial transformador.

En reemplazo de aquella enseñanza unidireccional de un orden institucional indiscutible, la educación ciudadana de carácter crítico requiere analizar situaciones de la realidad social desde cuatro componentes: sociohistórico, ético, jurídico y político. El componente sociohistórico provee las herramientas para comprender la sociedad en que vivimos y nuestro lugar en ella. La educación ciudadana recurre a la historia, la geografía, la sociología, la antropología y la economía para dar cuenta de los problemas actuales de la sociedad y proveer categorías de análisis de la realidad. El componente ético alude a la deliberación sobre principios generales de valoración y la construcción de criterios para actuar con justicia y solidaridad. La educación ciudadana recurre a la filosofía para someter a crítica los juicios sobre la realidad social y fundar argumentativamente las expectativas de cambio social. El componente jurídico remite al análisis de los instrumentos legales que regulan la vida social. La educación ciudadana recurre al derecho para identificar los principios normativos que rigen la sociedad y su expresión en legislaciones de variado alcance. El componente político refiere a la reflexión sobre el propio poder y las posibilidades de intervención colectiva en la transformación de la realidad social. La educación ciudadana recurre a la teoría política para analizar las alternativas y herramientas de participación en la esfera pública. 

En el trabajo del aula, se trata de recortar situaciones del mundo que nos permitan pensar desde los cuatro componentes mencionados más arriba: ¿qué ocurre? ¿Qué sería justo que ocurriera? ¿Qué herramientas legales tenemos? ¿Cómo construimos poder para intervenir? Es desde las situaciones y problemas de la realidad que podemos pensar alternativas de superación. En el enfoque didáctico que proponemos, este tipo de preguntas invitan a problematizar cada situación y conceptualizar argumentativamente algunas respuestas posibles (Siede, 2020). Para que se llegue a establecer un problema de conocimiento, el docente no solamente ha de permitir el disenso, sino que tiene la responsabilidad de cuestionar activamente todas las respuestas, funcionando como una especie de “abogado del diablo”, pidiendo razón de los juicios emitidos. Su función es marcar las contradicciones, objetar las respuestas facilistas, solicitar mejores fundamentos, precisar aspectos de la pregunta, indagar detalles del caso, etc. Hay que seguir el razonamiento de cada estudiante, promover el diálogo y garantizar sus condiciones, resaltar aspectos del problema que tienden a desdibujarse, etc. Esto requiere una escucha atenta y respetuosa de las posiciones que expresa el grupo de estudiantes, porque ese es el punto de partida. Los y las estudiantes saben que su docente tiene una posición (o puede tenerla), pero decide no explicitarla para que el grupo de estudiantes afronte el riesgo de pensar por sí mismo. El desafío emancipador no radica en garantizar la neutralidad de la enseñanza, sino en propiciar la pluralidad de voces, la construcción de una comunidad de diálogo en el aula, donde las asimetrías sólo intervengan para sostener las condiciones del intercambio, para evitar agresiones y pedir justificación de los juicios. El diálogo que tiene potencial educativo no es aquel en el que todas las opiniones se toleran, sino el que somete a crítica cualquier enunciado, al mismo tiempo que respeta profundamente a quienes opinan.

En 2021 se cumple un siglo del natalicio de Paulo Freire, formado en derecho y referente de la pedagogía que lucha contra todas las formas de opresión. Él decía:  “La ciudadanía realmente es una invención, una producción política. En este sentido, el pleno ejercicio de la ciudadanía por quien sufre cualquiera de las discriminaciones o todas al mismo tiempo, no es algo que se usufructúe como un derecho pacífico y reconocido. Al contrario, es un derecho que tiene que ser alcanzado y cuya conquista hace crecer sustantivamente la democracia. La ciudadanía que implica el uso de la libertad —de trabajar, de comer, de vestir, de calzar, de dormir en una casa, de mantenerse a sí mismo y a su familia, libertad de amar, de sentir rabia, de llorar, de protestar, de apoyar, de desplazarse, de participar en tal o cual religión, en tal o cual partido, de educarse a sí mismo y a la familia, la libertad de bañarse en cualquier mar de su país. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella. Exige compromiso, claridad política, coherencia, decisión. Es por esto mismo por lo que una educación democrática no se puede realizar al margen de una educación de y para la ciudadanía” (1994: 133). Con estas palabras nos advertía que este desafío implica siempre construcción e invención. Nunca se equipara con el accionar de alguien iluminado que quiere llevar a otras personas hacia una verdad prestablecida. El sentido último de su pedagogía no sólo procuraba denunciar las situaciones de opresión, sino develar esa parte de la lógica opresora que nos ha sido implantada de modo más o menos sutil en nuestra propia historia educativa y que nos lleva a reproducir las tácticas de la opresión aunque lo hagamos en nombre de causas justas.

En la crítica social y la deliberación genuina, en la exploración de alternativas a la situación imperante, en el debate de ideas y proyectos, la educación política ha de contribuir a enriquecer ejercicio del poder colectivo y la búsqueda de una sociedad más justa. La participación en protestas sociales no es incompatible con este proceso de formación ciudadana y, por el contrario, puede ofrecer numerosas experiencia para la reflexión en las aulas.

Bibliografía

Carrillo Salcedo, Juan Antonio (1999). Dignidad frente a la barbarie. La Declaración Universal de Derechos Humanos, cincuenta años después. Madrid, Trotta.

Conferencias Internacionales Americanas (s/f). Segundo Suplemento 1945 -1954. Edición digital en: http://biblio2.colmex.mx/coinam/Default.htm.

Cousinet, Roger (1967). La Escuela Nueva. Barcelona, Luis Miracle.

Freire, Paulo (1994). Cartas a quien pretende enseñar. México, Siglo Veintiuno ediciones.

Levi, Primo (2005). Entrevista a mí mismo, Buenos Aires, Leviatán.

Rousseau, Jean-Jacques (1998). Del contrato social. Madrid, Alianza Editorial.

Siede, Isabelino (2020) (Comp.). Hacia una didáctica de la educación ciudadana. Rosario, Homo Sapiens. 

Thoreau, Henry David (1997). Del deber de la desobediencia civil. Buenos Aires, Ediciones del Valle-DISSUR. 

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